Demasiados kilómetros para un segundo día de marcha, treinta y cinco kilómetros de monte son muchos para mi gusto de hoy, y eso que la primavera está espléndida y el camino fue generosamente bonito, sombreado, recoleto. Después de mucho caminar, a tres horas de Jimena de la Frontera, me encontré con un paisano de ese pueblo que andaba por setas, setas como recurso económico, que el trabajo está muy mal, decía, pero de setas, una especie llamada santanela que es muy apreciada en algún lugar de Europa para donde parten todas las primaveras, pero de setas nada de nada, casi nada; me enseñó apesadumbrado el fondo de una bolsa de plástico; no las conocía. Estábamos a tres horas y media del pueblo, lo que quiere decir que se levantó antes del amanecer y que ya se encontraba a más de la mitad de su jornada laboral y no había hecho más que unas pesetas. Y es que este gobierno... como me decía el otro día el taxista, sin que viniera a cuento cuando le pregunté si había mucho trabajo por la noche en Algeciras. Eso es, la culpa de que el taxista no tenga muchos clientes por la noche en su pueblo de Algeciras, la tiene el señor Zapatero. Algo así le debía de suceder al señor de las setas, este año no había setas en el bosque por culpa del señor presidente de gobierno.
Derrengado bajo un alcornoque, como, escribo. Oigo un ruidito conocido a mis espaldas, unos bastones que golpetean cansina y rítmicamente contra el suelo, me vuelvo, dos chicos jóvenes con los que no logro entenderme, vienen de Tarifa, tienen pinta de exhaustos. Cuando les veo desaparecer por la curva del camino, me alzo, recojo mis cosas, desenchufo el ipod, que me había dejado a Bolaño a medias por falta de batería y me echo andar camino de Ubrique que se ve allá a lo lejos en una ladera sobre la que se alzan unos picos de claro color ceniza que armoniza muy bien con el verde brillante de la tarde.
Si encuentro alguna tienda abierta será un milagro. Hay milagro por medio, son más de las ocho y media, todo está abierto. Así que compro rápidamente cuatro cosa y salgo deprisa calle arriba con la intención de encontrar un lugar para mi vivac antes de que se haga de noche. Hay suerte, junto a una calzada romana, por encima de un nido de casa enjalbegadas rigurosamente, me encuentro un prado precioso al que llega ya la luz de la luna.
No estuvo nada mal el día que había empezado con un título altamente significativo mientras subía por los alcornocales sobre Jimena de la Frontera; título acaso banal, como afirmaba el mismo Cioran en la introducción, En las cimas de la desesperación, o por el contrario, perfectamente oportuno. Me gustaría saber las razones de esta afición mía por Cioran, algo adivino, pero no lo suficiente. Me gusta su vitalismo campeando por los párrafos en un alarde polifónico de dejar sordo al más pintado, siempre bailando en la cuerda floja de la desesperación, la muerte, el miedo a la nada, pero también su crispado discurso contra la mediocridad; algo que te despierta de inmediato por muy dormido que estés. Veintiún años tenía cuando escribió este libro. Uno, que no se atreve a afirmar con rotundidad apenas nada, se encuentra con una suerte de seguridad en el análisis y en la forma de decir como para quedarse boquiabierto. Puro embrujo el de Cioran y su afición a la muerte, aunque también a Mozart, a la vida. Esa pasión de vivir en la cuerda floja a cada momento, esa necesidad de nutrirse del vacío que circunda nuestras vidas sin objeto, pero a la que es necesario sacarle el tuétano, lo mejor que tiene, para hacer de ella un arte sustancial si bien para ello hayamos de habérnoslas con kilómetros de tristeza, con momentos de ingratra soledad.
Sólo un rato, Cioran es demasiado denso para leerlo de seguido, es mejor beberlo sorbo a sorbo, tomando de sus páginas, como si de un raro estimulante se tratara toda la fuerza vital que este hombre es capaz de infundir. Así de tengamos un momento de paz, Schubert, aunque esa paz también sea relativa, sobre todo en el apesadumbrado Schubert de algunas piezas, fuente muchas veces también de esa meditación sobre la muerte que tan obsesivamente es el motivo central, junto con el amor, de tantos músicos. Schubert con los casos antiviento, eso sí, que era fortísimo y movía los alcorques emitiendo ruidos lastimeros, alcornoque de tronco desnudo y como de betún. Una sinfonía, la quinta, y unos pocos lieders y luego fue el merecido descanso frente al bucólico panorama de Ubrique, todo de nieve allá a lo lejos.
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