“Nuestros propios defectos, vistos en los demás, nos exasperan” (Proust)
Cinco de la mañana. La toldilla del cielo es un mar en calma tachonado de brillantes estrellas. La Osa Mayor esconde la cola tras el cerro Almadén, la montaña más alta de la zona. Hace fresco, recojo, me tomo el muesli cucharita a cucharita, sin prisas; un momento después, con el frontal encendido, busco el camino entre las encinas. Poco más allá me incorporo al ritmo de la noche, yo, mis bastones, mi impedimenta. Soy uno con el camino y las estrellas.
Siete de la mañana. Desde el collado, al sur, sierra Nevada con sus penachos de nieve; al norte, muy lejos todavía, el pueblo de Torres bajo la espléndia cumbre del Aznaitín. Bajando de los altos de la sierra, me embarga una sensación de agradecimiento hacia el autor del libro que leo, Proust, un hombre, según él, postrado por la pereza gran parte de su vida, pero que supo, tuvo la paciencia de recoger con extrema minuciosidad los pormenores de su vida afectiva, hasta el punto el punto de constituir el mejor ejemplo que conozco de ese conocimiento del alma humana en relación con aquello que más le interesa, el amor. Agradecimiento por esta obra monumental en la que uno se encuentra a cada momento retratado, las pasiones, las contradicciones, los defectos, cada una de las muy diversas maneras que tiene el amor de manifestarse. Verdad es que llega a resutar cargante tanta profusión aplicada a sus celos exacerbados con Albertina, pero es un mal menor en el espléndido conjunto de los cientos de personajes que pasan por sus páginas.
“La emoción que me sobrecogía al ver a la hija de un tavernero en la caja, o una lavandera charlando en la calle, era como la emoción de encontrar a unas diosas. Desde que ya no existe el Olimpo, sus habitantes viven en la tierra”. Con qué acierto se extiende página tras páginas sobre ese universo femenino, ¡esa insaciable sed de mujer que le persigue desde el comienzo de esas dos mil quinientas páginas que llevo leídas! La lectura como búsqueda de uno mismo, nuestro ser, nuestros recovecos, nuestros incofesados pecados y deseos. Y también nuestra admiración sin condiciones hacia la mujer, la belleza, todo aquello que suscita nuestras emociones más preciadas.
Y al hilo de la lectura, Albertina que se tronchaba de risa. Me detuve en esta expresión, troncharse de risa. Es admirable cómo el lenguaje, que no es otra cosa que un continuo modo de creación, llega a encontrar palabras y expresiones tan acertadas como para que lleguemos a admirarnos de estos descubrimientos. Pronunciemos la palabra tronchar varias veces, ¿no reproduce su pronunciación el exacto hecho de aquello que describe? Y si además uno se troncha de risa, ya es el no va más. Intentemos visualizarlo, si no.
Como al que madruga Dios le ayuda, a las doce y media estaba ya en el interior del restaurante. Total, que pido de comer y me miran como quien a la hora del desayuno pide la cena. Allí dentro pongo al día mis apuntes, las fotos, el blog, siempre golpeado por la agresividad de lo que está sucediendo en el Congreso, por los avatares de los sucesos de Sudáfrica, Villa, Del Bosque, por las noticias sobre el tiempo que anuncian continuas subidas de temperatura. De momento esta mañana comencé a caminar con el jersey puesto, lo que en estas latitudes ya es un alivio, porque siempre, en momentos de apuros, se puede sustituir el caminar de día por el de la noche, y con más razón estos días en que la luna viste el firmamento con su intimidad.
Bajando me he puesto ciego a cerezas, que colgaban lujuriosas y ostentosas con las ubres colgando sobre el camino. Todo el pueblo lleva desde una semana atrás recolectando estos frutos rojos y apetitosos. Total, que al final de la barra un individuo que bebe despacio su cerveza saluda a otro cliente que entra acalorado. El primero se dirige al barman con voz de chufla, dos kilos de cerezas para Manuel, dice, invito yo. Todo el día recogiendo cerezas debe de ser un antídoto contra la tentación de seguir comiendolas durante semanas. Ya me sucedió a mí, que después de un par de horas de alargar las manos a sus ramas repletas, se me quitaran las ganas para una temporada. Recuerdos de la Alberca hace un par de años, cuando atravesaba España de este a oeste, y que también coincidió con el tiempo de cerezas. Está bien que el camino suministre el apetitoso yantar de los frutales.
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