Jodar-Quesada, 24/06/10



Mis detestables enemigos diarios, las moscas puñeteras que no me dejan sestear apaciblemente bajo los olivos, y las excesivamente laboriosas y noctámbulas hormigas que vienen cada noche a interrumpir mi sueño en sus incansables e inútiles caminatas por cada palmo de terreno de este mundo. Y es que son la leche, llego a un lugar para disponer mi vivac, miro y requetemiro, nada por aquí, nada por allá, no se ve ni una; pero me aposento, saco mis cosas, dispongo el asilante, la comida, el saco, y date, miro a mi alrededor y allí están aparecidas por arte de birlibirloque las inquietas y laboriosas hormigas, pequeña, disminutas, pero lo jodidamente incordiantes para impedir que tu sueño sea ese lecho de rosas que necesita el caminante para reponer fuerzas. ¿Se puede saber qué hacen las puñeteras hormigas poblando todo el suelo de Andalucía, caminando sin descanso por la tierra y por encima de los durmientes, por dentro de su saco de dormir, por mis orejas, por mi cuello, por mis brazos, por encima de buena gente que no se mete con nadie y que lo único que pide es que le dejen en paz por unas hora
¿Y las moscas? Zuum y plaf, la punta de la nariz; zuum, la oreja, zuum, y así a saltitos rapidísimos, como quien tiene el baile san Vito en el cuerpo, sin parar durante horas, metiendo un ruido del demonio, haciendo despegues espectaculares cada dos o tres segundos, como quien tiene prisa para coger el tren, pero aterrizando sin más unos palmos más allá. Moscas por demás curiosamente alabadas por el poeta de Soria. Puñeteras moscas, no véis que estoy rendido, que hace mucho calor, que tengo un sueño que me caigo?


Después de la vigésima revuelta, me digo, al final de aquella cuesta paro. El sol pega rotundo sobre la cabeza y el cuerpo, sobre la capacidad de reflexión. Pero aquella cuesta termina y una suave curva se desliza cuesta abajo entre olivos enanos. No hay sombras, prosigo por un rato más. Y así una y otra vez. Y poco más allá, bajo un puente veo sorprendido un riachuelo de aguas claras que se me aparece como un oasis en medio del desierto; pero apenas son las once y media de la mañana, y la etapa de hoy es tan larga que si me quedo aquí corro el peligro de que no me llegue en absoluto el agua o la comida. Total, miro con nostalgia hacia aquellas aguas llenas de cantos de sirena y prosigo mi camino bajo la solanera.


Hoy he de añadir a mis pocos méritos uno que me parece notario dadas las circunstancias y la hora. Las circunstancias, olivos pequeñajos, más o menos como aquella voluble amante que un día cruzó el misterioso espacio del amor, tierra calcinada de un blanco deslumbrante, temperatura que debe de andar por los cuarenta y pico, o eso me lo parece a mí, estado más bien bastante cansado después de levantarme a las cinco de la mañana y andar y andar, primero subiendo el espinazo de Cuevas del Aire, una esbelta montaña que cortar el gr-7 por la mitad de su lomo cubierto por abundante avena loca, y después por un paisaje de lomas que suben y bajan olvidadas del mundo, silenciosas, cubiertas el lomo por los consabidos olivos; y la hora, pasmosa hora para no hacer otra cosa que dormir, o intentarlo, bajo la sombra más próxima; la hora las tres y media de la tarde. Y es que no puedo hacer otra cosa. Caí roto bajo la sombra exigua de un olivo e intenté seguir con la lectura que me traía por el camino, la esquizofrénica aristocracia en torno a los Verdurin y monsieur Charlus, amén de un espléndido capítulo en donde Proust recrea su sensibilidad artística mientras escucha una sonata de Ventuile, esa frase que como un referente continuo oímos desde el comienzo de En busca del tiempo perdido, como si el autor pretendiera dar a su obra una estructura que tiene tanto de musical en su sentido poético, como en su composición formal; frases musicales que se aproximan con la promesa de volver al tema principal, pero que se desvanecen, cambian de forman, se transmutan en otras frases, otras cadencias. Variaciones sobre el mismo tema siempre enriquecido, engrosado, transformado por mor de una mirada nueva en una rica coloración pictórica. Pero no era capaz de seguir la lectura, cuando me descuidaba estaba en otro sitio, un paraje desconocido; me había adormecido. Total, que dejé la lectura; pero no me dormía, las moscas zumbaban a mi alrededor, mi cansancio decía no a la lectura, no a dormir. Nada, aproveché con que me había hecho con una buena provisión de agua, para ir sorbiendo a poquitos tragos del delicioso líquido. Ah, el agua con este calor, con este sudor, esta sed... Total, que me impuse comer algo. Buf, sólo bocadillos, los consabidos de siempre; mi pereza de pensar en qué comer, la comodidad de ir pidiendo bocatas en los restaurantes, el poco peso que esta dieta añade a mi impedimenta. Sobre todo eso, que pesan poco. Sólo soy capaz de engullir un bocadillo y medio a costa de hacerlos pasar con un litro y medio de agua. Desde el último pueblo son treinta y cuatro kilómetros hasta el siguiente, pero cuando echo esos largos tragos de agua me engaño a mí mismo diciéndome que con toda seguridad voy a encontrarme con una fuente, un cortijo, una casa, algo; asi son de estúpidos nuestros razonamientos a veces cuando se trata de hacer economías que contravienen los deseos inmediatos. Esperemos que en este pequeño desierto aparezca por arte de magia alguna fuente cantarina.






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