“El hombre tiende al eterno femenino” (Goethe)
Ah, y sin embargo cuántos días sin mujeres que alegren mi camino, la visión sílfica de sus cuerpos, su leve sonrisa, la inevitable sugestión de rozar con la mirada el terciopelo de unos senos bajo un escote abierto a mi mirada como el espectáculo más dulce del universo, uno de los culos bonitos que preceden a uno en el sendero en el paseo de los plátanos que atravesamos al atardecer. Nada de mujeres como por el contrario era norma cuando hacía a contrapelo el Camino de Santiago dos años atrás y donde a cada momento podía admirar el paisaje femenino, cada mañana un conjunto de sucesivas apariciones, ya fuera en lo neblinoso de la madrugada gallega o en el ardoroso campo de Castilla, siempre mujeres por todos los lados, pasto de mis ojos, alegría para mi ánimo de caminante solitario. Fuera de ese camino notable apenas uno se encuentra con un alma.
Y salgo de Moratalla a las dos del mediodía. Y me encuentro bien. ¿Y por qué no probar, me digo, esa aparente estupidez de empezar a caminar a la gloriosa hora de todos los calores, las dos de la tarde, apenas un momento después de haber hablado con la familia, con una amiga. Me echo al camino. El narrador de mi nueva novela, Un hombre solo, de Gao Xingiang, es monótono, cortante, no tiene la blandura de las cosas que deben de ceñirse a las ondulaciones del terreno que recorren, lee como quien estuviera recitando un decreto-ley del BOE; pero no importa, la historia de un hombre solo sigue adelante pese a la mala traducción, que me parece que es mala traducción, si lo comparo con aquel otro libro suyo que leí hace años, La montaña del alma, y que tanto me gustó.
Las chicharras son el fondo de una narración que transcurre entre París, Pekín y Hong Kong. De vez en cuando paro y busco entre las hojas de una higuera un fruto maduro; los hay, y muy dulces.
Mi acto de cabezonería y estupidez llega a su fin en torno a las cinco de la tarde tras atravesar campos inhóspitos donde apenas hace acto de presencia la sombra esporádica de algunos almendros; nada, al fondo la quebrada hondura del río donde espero llegar. Una hora más tarde, desbordante de sudor oigo borbotear el agua del río Moratalla. Dejo mis cosas a la sombra en un recoleto espacio que queda entre las cañas, me desnudo y, ah, me introduzco en la aguas primordiales; placer de dioses, que no lo hubiera sido tal de no haberlo precedido esa terrible solanera que absurdamente me propuse atravesar.
El agua de mi cantimplora es puro caldo, pero la sombra y mi cuerpo húmedo son ahora un lujo en éste páramo. Por demás me encuentro bien, formidablemente bien. Y sesteo, y entonces, entre el sabor de dos melocotones, extraigo mi caja de Pandora en donde los gritos y los susurros están almacenados, donde las sugerente imágenes y los cuerpos viven en estado latente, y siento en el calor de la siesta brotar la savia de la tierra que se abre paso en el espeso bosque de los deseos; rumorea; y entonces, ah entonces, se oye entre las cañas, hecho de la suavidad húmeda con que cerrando los ojos sentimos aproximarse la dulce hecatombe, entonces, aún más, entre el agitado revolverse de las cañas, el breve resplandor, la furia levantisca del goce improrrogable, el mundo a mis pies, la cabalgada de las walkirias radiantes sobre el páramo. La imaginación, las muchachas en flor, el eterno femenino, etc. Eso, también la capacidad del camino para suministrar a cada uno lo que necesita.
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