El misterio del amor es mayor que el misterio de la muerte.
Y qué plácer sentir transcurrir las horas, pasar de la noche a la suave luz del amanecer, cambiar de paisajes y caminar y sentirse fuerte, y ver el sudor correr por el cuerpo como un chorro de salud; y tomar algo en la aldea abandonada de El Reatillo, contemplar a las palomas sobre el tejado de la iglesia con la aterciopelada luz del alba sobre unas diminutas nubes más allá de su cuerpo abandonado, de su tejado en peligro de desplomarse; y recoger y atravesar por medio de aquel abandono, y volver a internarse en el monte, arriba, lomas y quebradas sin nombre, hacia el norte. El deseo de andar, sin pausa, experimentando esa fuerza que guarda nuestro cuerpo, observándola, diciéndote que ya no importa a donde vayas, que lo mismo da, que estás bien así, en el camino, atravesando unos almendros, un basto pinar, volviendo a saltar un par de vallas junto a las señales blanquirrojas, que ingualmente no hacen caso de las vallas y siguen imperturbablemente su camino. Ya ni siquiera un comentario merecen esos cartelitos que siembran inesperadamente estas tierras al amanecer... tanto ahínco por prohibir me admira. Un buen trabajo para el señor Freud me parecería éste de poner por todos los lados puertas al campo, campo salvaje, inculto, reino de los bichos y las bestezuelas, como ese jabalí que me salió de pronto entre la espesura apenas empezaban las primeras luces a extenderse por el monte; corría perpendicularmente a mi camino, me vio, se paró, miró un brevísimo instante y salió pitando cuesta abajo con un aire porcino un tanto atlético. Tierra de bichos y de pájaros que obstinadamente algunos animales nada racionales se dedican a cercar y hacer de uso exclusivo; ni siquiera de uso en este caso, más bien tierra abandonada, me parece, unos simples datos en el registro de la propiedad que deben de engordar mucho al llamado propietario.
Un trago de agua, unas cuantas líneas para mi blog y, pies para qué os quiero. De nuevo al camino.
Uf, rastreé el mapa en el ordenador minuciosamente y señalé dos fuentes, unos puntitos mínimos sobre el mapa, y hacia allí me fui sin dejar mi camino nada más que hasta el final. Al cabo de un rato vi venir un coche, eran de la brigada de urgencias; me hacían retroceder para llegar a una fuente. Yo no quería. Ofrecieron llenarme la cantimplora que iba mediada. Al poco rato pasé por un refugio, el refugio Las Lomas, un buen lugar para descansar si hubiera tenido agua. De vez en cuando miraba circunspecto el gps que me iba acercando a la esperada fuente, mi lugar de reposo para todo el día si fuera el caso. La brújula señalaba doscientos metros a la izquierda de la pista, sobre un desmonte. Bajé, atravesé unos juncales y me encontré con una pequeña laguna de agua sucia, agucé el oído, sí, en algún lado a mi derecha, más arriba, se oía correr el agua. De entre las raíces de la vegetación, bajo un techo de arcilla roja, chorreaba efectvamente un hilillo de agua; quizás me costara media hora llenar una botella, pero de momento ya tenía asegurada el agua hasta mañana al mediodía, los dos litros y medio que me cabían en las botellas.
Tiene trozos muy bellos este trayecto desde El Reatillo, incluido un breve desfiladero de altas paredes calcáreas de color herrumboso; en su fondo corría un río minúsculo de aguas revueltas, y el camino lo sorteaba continuamente a uno u otro lado entre los juncales y los acebos. Después el sendero giró bruscamente a la derecha y se elevó por una pendiente escarpada hasta situarse en la línea alta de las lomas. En un cruce, un cartel indicaba: fuente de los Puercos, pero sin ninguna precisión más; no podía volverme atrás a buscar esa fuente; fue cuando decidí rastrear el mapa. Mi hilillo de agua se llama fuente de los Moros. Ahora, bajo la sombra de un pino, corre el aire y no hace excesivo calor; tengo agua, comida, sombra y, por supuesto, mosquitero; todo lo necesario para relajarme hasta la caída de la tarde.
El misterio del amor es mayor que el misterio de la muerte. Así concluía el capítulo de Marinoff dedicado al amor; un repaso excesivamente rápido, el amor griego clásico: eros, filos y ágape, que se corresponden con el vientre, la mente y el corazón, y de ellos, el más noble, el más desiteresado, ágape, el amor que no pide nada a cambio; si eros facilita el noviazgo y la familia y filos la amistad, ágape posibilita la adoración y la humanidad; ágape fortalece a eros y filos por igual; lo que diferencia a ágape de eros y filos es el desinterés, eros hace que las personas se esfuercen por encontrarse o perderse en los demás y filos que se identifiquen con otra persona. La clave de ágape es el desprendimiento del yo. Punto. Miro a mi alrededor: chicharras, moscas, leve viento. El desprendimiento del yo. Nunca llegué a entender con mediana aproximación esa idea, pese a habermela encontrado en lecturas de lo más diversas, Osho, hace algunos años; Pániker; un largo ensayo sobre budismo, de Suzuki. Y tengo la impresión de que no es sólo mía esa dificultad, siento que esa imposibilidad tiene que ver con el área cultural en que he nacido. De la misma manera que la primera vez que viajé a la India me resultaba muy difícil comprender el mundo que veía, más bien quedé colapsado durante muchos días por la impresión que las calles de la Vieja Delhi o Benarés me ofrecieron, así me sucede con este concepto; algo que a primera vista parece obvio desde la visión del creyente católico, no lo es tanto cuando tratamos de atender esta idea desde ese acendrado individualismos en el que hemos nacido y nos hemos desarrollado; una manera de haber vivido muy diferente de aquella otra experimentada por los hinduistas. Claro que no se trata de sacar punta a un complejo concepto religioso o místico, pero sí es cierto que en esa definición de amor, en su acepción de ágape, entran componentes que nuestra cultura, tan habituada por la religión y por la sociedad a sacar provecho de todo, no puede entender plenamente -ama a Dios sobre toda las cosas y Él te dará el Paraíso, el gozo eterno. Un Dios nada amoroso como se ve, más bien muy interesado, tanto o más como los que creen en Él. Y no es ociosa esta consideración, porque lo venimos mamando desde niños por todos los lados, y en consecuencia ¿cómo en estas condiciones no ha de sernos difícil entender la pureza, la bondad de ese real y convencido desprendimiento del yo? Se me está marchando la sombra y tengo un par de moscas que no me dejan en paz. Tampoco la batería de este aparato está muy allá, así que va a ser mejor dejarlo aquí de momento.
No hay comentarios:
Publicar un comentario