En realidad es un bonito recuerdo, sus expresiones, los ratos de ternura, los momentos primeros del acercamiento. Como tantas cosas en la vida. Más. También esto es bonito, los cañones del Turia, abajo, envueltos en un turbio y silencioso amanecer. Hay muchas cosas bonitas en la vida a las que deberíamos dedicar más atención de lo que usualmente hacemos. A fin de cuentas, cuando uno mira atrás, como en este momento, un pinar que hace de balcón hacia los barrancos, unos pájaros en las ramas, el lejano ruido de los motores de un avión; un pinar, un descanso para desayunar, todavía mojado de sudor, las cosas que a uno llegan, la memoria que se recobra tan vivamente en los momentos de armonía interior, constituye parte esencial de lo que somos, porque lo queramos o no somos vivamente nuestro pasado, somos las personas que hemos amado, las que continuamos amando, somos los caminos que hemos pisado, somos nuestros hijos, nuestra pareja, nuestra madre fallecida, nuestro padre, aquel lejano abuelo que fumaba en pipa y echaba piropos a las chicas desde su puesto de chucherías; somos todo eso junto, y es magnífico encontrarse con estos instantes agraciados en que sentimos con una maravillosa fuerza presencial. ¿Por qué? Imagino que la soledad alimenta estas cosas, las caminatas en la oscuridad, el filo rosado del alba apareciendo tímidamente entre el empastado plomizo de las nubes, también mi disposición a recrearme en aquello que yo entiendo es mi yo, no sólo mi experiencia, mi cuerpo, mi espíritu, sino todo lo que he vivido, todas esas personas que me rodean o me rodearon. Tanto me absorbían esta mañana estas cosas que en determinado momento, mientras bajaba por un ancho camino, cuando se me ocurrió echar un vistazo al gps, me encontré con que el triangulito que marcaba mi posición nadaba en el vacío, ninguna marca del itinerario trazado aparecía en él. Diantres, me dije, como tenga que volver a subir toda esa cuesta me da algo, un largo descenso hacia los barrancos del Turia que había comenzado a bajar apenas con las primera luces. Me puse las gafas un tanto contrariado y manipulé en el aparato para ver qué pasaba. A Dios gracias no pasaba nada, la señal verde fosforito que acostumbro poner para ver mejor en las horas de oscuridad, volvía a aparecer en la pantalla a doscientos, trescientos metros más atrás. Me di la vuelta, poco más allá estaba el cruce: un poste con las consabidas flechas, las señales blanquirrojas, todo, había atravesado frente a un cruce, junto a las señales; nada de todo ello había visto. Así iba mi distracción. Yo necesitaría un gps con un martillo que me diera en la cabeza cada vez que equivoco el camino, que son muchas, o al menos uno con voz, una vez femenina, por ejemplo, que me advirtiera tiernamente: cariño, que te estás saliendo del camino... Y es que son tantísimas las veces que estoy tan en otro lado que parece mentira que esté donde estoy. Imagino que me explico. Me explico, caminar es algo más complejo que eso que llamamos caminar, mover las piernas; cosa que hago durante todo el día, pero que compatibilizo plenamente con otras muchas actividades, reflexionar, leer, meditar, recordar, oír música, escribir incluso, y así se entenderá que según la intensidad de la actividad que esté realizando y la atención que ésta esté absorbiendo, resultará una atención sobrante que es la que empleo en orientarme y no perder el camino; atención escasa para esto en cualquier caso, de ahí que la condición de andar tenga algo de condición pasiva, un modo de estar en medio de los montes y los bosques.
Hace un par de días mi itinerario cruzaba las abruptas escarpadas del Júcar, un notable y espectacular paisaje: el río con voluntad de hierro socavó la tierra, las rocas de tinte rojizo e impuso su fuerza para abrirse paso hacia el mar. Ahora otro río con semejante impuso no se entretiene en buscar en largos rodeos su destino, el mar, ataja directo, rompe la tierra, la abre en innumerables hendiduras y a través de ella se va abriendo paso para llegar a donde es necesario que termine su recorrido, el mar también. Qué gran fuerza la de los ríos, fuerza desarrollada a lo largo de tantos y tantos milenios; recuerdo con viveza cómo este sentimiento de fuerza se me impuso cuando visité el Karamkorum, en Pakistán, o el Nepal, esos pueblos minúsculos al borde de un precipicio que en unos centenares de años habrían desaparecido en la inmensa cárcava del río, esa percepción de la inmensa fuerza arrasadora de montañas que poco a poco el río va precipitando en su caudal, arrastrando hacia el llano, el mar. La visión de los valles del Himalaya proporciona reflexiones filosóficas de todos los colores a aquel que viaja con los ojos abiertos. El tiempo como demoledor, arrasando como esas hormigas de la selva amazónica que se zampan a pequeños bocados a un aventurero en cosa de no muchas horas; así los ríos en su labor niveladora, regenenadora del paisaje. Convertir el planeta en una planicie para después volver a empezar, continentes a la deriva que chocan unos con otros, que levantan nuevos himalayas, nuevos cáucasos... Y vuelta los ríos a demoler, a atravesar las sierras y los sistemas montaños con el lento romper de las aguas. Magnífica metáfora para nuestras aspiraciones, nuestros inventos de vida eterna, nuestra tontería oceánica ignorando la dimensión del cosmos, nuestra pobre dimensión temporal. Magnífico que podamos ver estas cosas y admirarlas, contemplarlas desde nuestra pequeñez, pequeñez física, pequeñez temporal, por más que mucho sufran la alucinación de un tiempo ilimitado.
El cañón del Turía tenía la grandeza y explendor de algunos notables lugares de Picos de Europa o Pirineos; una pequeña senda salía inesperadamente de la pista y se precipitaba cuesta abajo sorteando los farallones que atravesaban la ladera; surgía una pequeña cascada rodeada de adelfas e higueras, un pequeño rincón donde se remansaba el agua para precipitarse de nuevo en tumultuoso zigzags entre las rocas; más abajo, todo aquel caudal daba un salto y se hacía cascada; un arco iris cruzaba el agua volatera. El río Turia lo cruzaba un puente colgante.
Llegué jadeando a Chelva; no sabía en el día de la semana que estábamos y, después de consultarlo, me tocó correr; era sábado y tenía que llegar antes de que cerraran las tiendas para aprovisionar mi siguiente etapa, en la que en cerca de sesenta kilómetros no encontraría nada para echarme a la boca. Faltaban cinco minutos para las dos cuando entré, convertido en un puro charco, en el supermercado. Salí de allí cargado y con media sandía bajo el brazo, que me fui a devorar bajo un árbol a la orilla de una fuente. Después me di un banquete de premio en el primer restaurante que me encontré. Mi siesta peligraba, así que me apuré. A la salida del pueblo, mi gps anunciaba la fuente de la Gitana. La fuente de la Gitana no estaba donde decía el mapa y más arriba no había nada, nada de nada. De pronto dos ginetes sobre sus respectivos caballos aparecieron en la primera curva; dos caballos bien plantados rajoneaban bravos al otro lado de la pista. Estaba intentando resolver el asunto de la fuente con uno de los jinetes, cuando de repente, visto y no visto, uno de los caballos se dio un cuarto de vuelta y me tiró una coz sobre el estómago. Sentí un fuerte dolor bajo las costillas, tan fuerte que un primer momento no sabía si me había roto algo. La coz, milagrosamente para mí, había caído en medio del bolso que llevo colgando, la cámara, el ipod, el teléfono, todo eso; instintivamente nada más comprobar que no estaba herido, eché mano a la cámara, la encendí, al ipod, todo estaba en orden; la marca de la pezuña aparecía perfectamente estampada sobre el bolso. El bolso me había salvado del brutal golpe de la coz, amortiguando el impacto; ni siquiera se habían roto las gafas. No quiero pensar qué hubiera sucedido si el golpe cae en otro lado; nos había tocado la lotería tanto al jinete como a mí. Ya me veía con un boquete, como en Crónica de una muerte anunciada, recogiéndome las vísceras para que no se fueran por el sueloVisto que había salido indemne no tuvimos tiempo de muchas explicaciones, el caballo se había excitado y se movía violentamente a uno y otro lado de la pista haciéndome temer que todavía tuviéramos otra peor, así que salí zumbando de allí respondiendo a las insistentes preguntas de si me había pasado algo, con que no, que no había pasado nada. Cinco minutos después estaba repantingado reponiéndome del susto junto a la fuente de la Gitana; conté: uno, dos, tres... diecinueve caños.
Hoy por fin encontré, arriba de la rambla de Alcotas, un recoleto rincón junto al río para mi vivac. Hago tiempo comiendo uvas y leyendo a Flaubert, que se ha convertido en estos dos últimos días en el maestro que yo recordaba. Frederic sigue siendo un personaje excesivamente pobre, pero el cómo es sorprendido en medio de sus amores, repartidos entre la Mariscala y la señora Arnou, por los hechos de la revolución de 1848 tiene lo extraordinario de las grandes novelas.
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