La Pobleta y refugio de Bardés, 08/08/10





Un hombre es rico en relación a la cantidad de
cosas de las que puede prescindir. (Thoreau)

Mientras la cinta rosada del amanecer cruzaba el cielo por encima de los montes todavía sumidos en la oscuridad, iba pensando en qué hemoso sería llegar a la muerte con una sonrisa en los labios, poder conversar pausadamente con aquellos que vinieron a acompañarte y despedirse de ti, sin dramas, sin el dolor del san seacabó. Me desagradaba profundamente la idea de un hospita; ¡libradme de los médicos!, decía en mi interior, libradme de ese intento de prolongar unos minutos, unos días más esa vida, que llegué natualmente a su punto final. Y así librado dedicarme a seguir pensando la vida, a despedirme de mí mismo, de mi gente. Quizás llegar a una situación así, con esa disposición, podría considerarse el mayor éxito de la vida, la confirmación de que uno ha vivido acorde con la naturaleza, de que uno ha reconocido en el fondo de la nuestra humanidad más sentida la humildad de la limitación, de lo finito dentro de ese gran don que es la vida, dentro de esa inmensa posibilidad que es la libertad de hacer de uno un ser que, aunque abocado a la muerte, pleno también de la dimensión de una existencia vivida con la pasión de un amor irrenunciable. Se lo diré a mis hijos, a mi pareja: cuando llegue el momento, libradme de los médicos, dejad que los últimnos momentos transcurran en un lugar querido, en mi cabaña, por ejemplo, contemplando cómo se extingue el crepúsculo sobre la sierra de Gredos. En una situación terminal, los pocos días, meses, que puedan darnos la medicina no merecen la experiencia de morir en el propio lecho, la posibilidad de reconciliarse con uno mismo y con los otros en la paz de la despedida.



Y sí, amanecía y me senté a la vera del camino, y escribí. Me ha sucedido con frecuencia, que aplazando una idea para un rato oportuno, la idea vuele y no sepa retomarla después. Me senté junto al camino, sobre el jersey, con el macuto de respaldo; enfrente amanecía, los pájaros silbaban en las ramas de los pinos. Desde hace días he tomado la costumbre de levantarme, recoger y salir pitando, desplazando el desayuno para un par de horas más tarde, a la salida del sol. Me gusta más así. Hoy estaba tan emboscado entre las adelfas y los acebos en el fondo de una rambla, que era imposible progresar en plena oscuridad; total, que con las pilas nuevas, aquello parecía el foco de un coche. Joder lo que han cambiado las cosas desde aquellas antiguas linternas, que tanto fallaban, que tan poco alumbraban. Pensando en los kilómetros que tenía que correr y con los empleados del supermercado metiéndome prisas, me pasé de comida, creo que compré comida para tres o cuatro días en lugar de para uno y medio, así que ahora tengo el lujo de un desayuno con pastel de atún, varios yogures y alguna delicadeza más si me apeteciera. Mi voracidad en este caso no tiene nada que ver con el apetito, está relacionada con el deseo de liberar cuanto antes del peso de la comida.



Jornada más bien feuchilla a excepción de las primera horas de la mañana. Ayer llamé a Victoria para que me buscara este pueblo en Internet; sesenta y siete habitantes, me dijo, nada. Una más de esas pequeñas aldeas vacías de todo. Pero, ah, siempre hay excepciones. Antes de entrar en el pueblo veo coches a lo lejos, a la izquierda, y decido desviarme a ver qué es aquello. Aquello es un bar restaurante, una piscina, un centro de recreo. Me entran ganas de llenar el contenedor con los kilos de comida de más que llevo encima; desde aquí me quedan otros veinticinco kilómetros a Bejís; sólo mecesito una cena y un desayuno. Allí paré hasta tarde, en el bar me dediqué a ordenar algunos versos que andaban por ahí esperando su momento. Después, a poca distancia de allí, bajo el puente de piedra de Andilla, hubo baño, colada y siesta.



Lo caminos que se cruzan. A la salida de una señal indicaba a hora y media la ermita, el refugio y la fuente de Bardés, las tres en uno. Aquello me resultaba lejanamente conocido, pero no estaba seguro. El tiempo se estaba poniendo feo y sólo llevo encima un liviano saco de dormir. Tiré para arriba y según me aproximaba, una desangelada y larga pendiente de carrasco intransitable fuera del camino, fui hilando uno y otro recuerdo hasta encontrar esa fuente, esa ermita y esa refugio en mi memoria. Fue un principios de marzo de hacía tres años, pocos días después de comenzar el GR-10 en Puçol, al norte de Valencia, un día de un viento terrible del que me salvé milagrosamente vivaqueando en el refugio. Atranqué la puerta con una enorme piedra, pero aun así dormí malamente toda la noche a consecuencia del ruido ensordecedor que producía el viento. Aquel año mi paseo se prolongó hasta el otro lado del país, Finisterre, incluso di la espalda al mar y seguí caminando por el camino de la concha hasta Burgos. Fue un año de muchos kilómetros; de aquello nació un libro, de la misma manera que de este otro paseo entre Tarifa y Andorra nacerá otro. Esta vez también me ofrecería este refugio de Bardés una inestimable cobijo. Llegué a él cuando comenzaba a llover; era ya de noche. Al fondo, en lo profundo del valle, se veían las lucecitas de Andilla y La Pobleta.







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