Paüls, 23/08/10

 El largo amanecer. La hora de los milagros.

Madrugar hasta este extremo tiene algo de quien busca tras la floresta oscura, los peñascales en sombra, el silencioso camino, el milagro. El milagro puede estar a la vuelta de la esquina, pero para que éste se produzca hay que estar preparado, hay que insistir una y otra vez, montar guardia. Es lo que sucede estos días, y en particular esta mañana. La belleza anda como agazapada a esa hora mágica del alba, pronta a salir de los rincones dormidos del bosque y a instalarse como una reina, poco a poco, en las honduras, en el llano, entre los picachos como islas sobre un gran océano. Sucedió hoy mientras caminaba por pendientes calizas rodeadas de bojes. Salí a un claro, apagué la linterna, y observé cómo la cinta de las lomas vecinas empezaban a encopetarse de bermellón en unas nubes alargadas adornadas de tirabuzones. Luego, más allá, cuando terminé de remontar la pendiente que me ocultaba el lugar por donde empezaba a arder aquella hoguera, comprendí que hoy era efectivamente día propicio a los milagros. A mis pies se hundía la montaña sobre un valle cubierto de algodonosas nubes, el espectáculo estaba empezando a formarse. La bruma blanca, encallada alrededor de las montañas, abrazándolas aquí y allá, se extendía como un inmenso lago hasta tropezar con lejanas lomas azuladas en donde los molinos de viento giraban lentos y adormecidos. El rescoldo dorado de las primeras luces comenzaba a salir por detrás de aquel lago de nieve. Seguí mi ascensión, di la vuelta a un cerro y, cuando volvía a acercarme al labio occidental de la montaña, observé que no estaba solo, allá, sobre la línea iluminada de la mañana, las cabras montesas contemplaban también el espectáculo; sus siluetas se recortaban nítidas en la línea que separaba las luces y las sombras. Espectáculo también de excepción el de estos animales sobre la prominencia del alba.
La visión de aquel lago se fue repitiendo durante mucho tiempo, según mi camino discurría a uno o al otro lado de la montaña. Entraba en la oscuridad de la ladera de poniente y un momento después un pequeño collado me volvía a depositar frente al níveo espectáculo, ahora más claro y luminoso, perdido ya casi el rubor de la primera hora. ¿Cuántas veces se repitió este milagro durante mi vida, aquellos amaneceres navegando en el Ganges, frente a la ciudad santa de Benarés; los primeros inviernos de mi vida de montaña, cuando empezaba a descubrirla, a los dieciséis, diecisiete años, el lívido y terriblemente bello amanecer de una mañana de enero perdido entre las nieves abundantes del Guadarrama; con los esquíes en los pies, siguiendo la Alta Ruta de Gredos, con el cuerpo helado, los dedos rígidos, las piel de foca en las tablas, una larga fila de hombres y mujeres ocupando el perfil de la cumbre sobre el naranja frío del primer sol que venía a pintar de ámbar la nieve de las cumbres; allá en los Alpes vivaqueando en una grieta a más de cuatro mil metros después de ser sorprendidos por una tormenta la tarde anterior, desentumecerse, salir de la grieta y los tres, María y Fulgencio en la cabeza del descenso, contemplar aquel otro milagro rosado entre los seracs, las grietas, las rocas de la Meige vestidas para una fiesta; ¿Cuántos fueron los milagros vividos, cuántas veces mis caminos me llevaron la extraordinaria belleza de estas horas tempranas? Ah, y recordar, como no, el mar, el mar que saliendo de la noche levanta sus brazos y, recogiendo del alba los tules y las gasas, el azafrán que el sol ha ido poniendo en el cielo antes de asomar como un gran señor por el horizonte, los va extendiendo por su cuerpo de agua, se va vistiendo como una gran dama para la inminente fiesta del alba; hoy de fuego, mañana de suave aguada marina, de impresionistas penachos cálidos, de frío azul prusia, de suave azul ceniciento.
El macizo de Ports despierta, se deja andar; hoy pertenece ya a uno de esos especiales lugares que la memoria guardará como se guarda una experiencia querida, el frescor de un bello espectáculo.
Hoy me costaba saber los días que llevaba caminando; tenía la impresión de que fueran acaso cerca de dos semanas. Tuve que hacer números con los dedos de la mano. Me pareció asombroso, ¡sólo cuatro días! Volvía a recorrer el camino desde Culla en mi memoria; sí, creo que fue la travesía de este macizo la que provocó esta sensación de tiempo densísimo en mí. El sendero que cruza estas montañas, el mismo que hago yo, recibe el nombre de La estrella del sur; sur de Cataluña, se entiende; es un bonito nombre para un camino. En el refugio Caro vi que hay editado un libro precisamente sobre este itinerario. La senda está jalonada, de la mano de las señales blanquirrojas, con pequeñas estrellas azules que ayudan, como si de una Vía Láctea se tratara, a continuar la peregrinación por el país catalán.








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