Sucedió todo en el mismo instante. Atravesaba por un bosque encantado con la noche enchándose encima, Keiko había al fin logrado vengar sus celos ahogando a Taikiro en el lago, cruzó frente a mí, mientras finalizaba la novela, un enorme ciervo que se dirigió al oeste y, enfrente, como una aparición de un cuento de hadas me encontré con el refugio, pequeño, recoleto, solitario; sólo le había faltado que fuera de chocolate.
Me pregunto cómo, presumiendo como a veces he hecho de conocer España, he podido ignorar un lugar como éste, el macizo de Ports. No haber oído hablar ni saber de este macizo me parece un pecado como para que a uno lo lleven derechito a quemarse en las calderas de Pedro Botero. De verdad, ¡Santiago!, ¿estás por ahí? Pues escucha, tomate dos, tres días y vente a dar una vuelta por aquí, de verdad que merece un viaje desde Madrid este espléndido macizo, un conglomerado de barrancos, paredes, monolitos sobresaliendo entre los bosques, caminos que atraviesan laderas abruptas, que recorren praderías, que bajan y suben por los escarpados. Una magnífica oportunidad para disfrutar de uno de los lugares notables de nuestra magnífica tierra. Estoy encantado por el tinte que está tomando este derrotero que me traigo este año por las tierra hispana.
Duro sí que es, pero merece la pena; la cosa tiene sus muchas compensaciones, sólo hay que tratar de convertir los inconvenientes en algo, digamos, aprovechable; el calor, por ejemplo, transformar el calor del camino en el sofisticado placer de la siesta, se ha convertido en uno de los grandes inventos de estos días, sobre todo cuando encuentro una sombra adecuada y un lugar solitario. Hoy sin más que paré en el refugio Caro donde comí como un cerdito, bebí vino en porrón todo lo que requirió el cordero asado, sus cebollitas, su zanahoria, y departí largamente con la guardesa del refugio; que paré y que busqué enseguida una sombra lejos del camino. Para quien tenga dudas sobre dónde está el placer de esta cosas, aquí van algunas indicaciones para una buena siesta: Pasos previos para entregarse al sueño reparador: primero, despejar de piñas y piedrecitas el suelo; segundo, extender el aislante; tercero, dejar a mano, si se tercia, el ipod y las chicas que a veces me hacen compañía; cuarto, hincar un bastón a la altura de la almohada y mullir ésta (botas, una camisa, un jersey); quinto, quedar desnudo y fresquito como mamá nos trajo al mundo; extender el mosquitero por encima, pasando el ábside por encima del bastón; tumbarse, comprobar que todo está en perfecto orden, y, aquí se pueden establer alguna variantes, como: escuchar música mientras viene el sueño, hacer juegos malabares con la imaginación, una opción bastante conveniente para días en que mi cuerpo está más contento de lo normal, y por último acurrucarse simplemente y sumirme en un agradable sueño. Se trata sin duda de uno de los momentos más majos del día. La siesta y las horas que preceden al alba y el propio amanecer, ya en pleno camino, suelen ser los mejores momentos de la jornada.
Fue un día bonito, sí, incluido ese tinte tan japonés de mezclar la aterradora belleza, como expresa Kawabata en la figura de Keiko, con el amor, con la muerte, con la naturaleza siempre espléndida en sus tonos al pastel, con los usos y ritos ancestrales que vienen a denostar con tanta pasión, tanta delicadeza, los horrosa vulgaridad entre la que a veces nos vemos obligados a caminar. Con Kawabata uno aprende a mirar a su alrededor, a ser conscientes de los colores cambiantes del cielo, del mar, a considerar las estaciones del año como hitos en donde nuestro espíritu debe encontrar reparación, sosiego; todo lo bello que nos rodea debe convertirse en objeto de delicada atención y recreo. Y del amor, ¿no deberíamos también considerar nuestra relación con el amor de un modo atento, más profundo, más entregado? ¿Saber que pese a nosotros, pese a los conflictos, incluso pese a las deserciones, es, seguirá siendo la esencia primordial que mueve el mundo?
No hay comentarios:
Publicar un comentario