La Valletta, Malta, 10/03/11
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Al caminante se le debe de haber atrofiado algún tornillo en su regular pasión por las veredas y los senderos. Lo cierto es que, venga Dios y lo vea, hace unas semana se fue a París por unos días y de sólo ir de un lado para otro recorriendo rastros de pinturas y relatos que pueblan la memoria de una gran afición a la lectura, los jardines de Luxemburgo en Hemingway y Víctor Hugo, los cafés y la alegría de vivir en Manet, por citar unos pocos ejemplos; de solo ir de un lado para otro le salieron unas agujetas que su cuerpo reconocía muy lejanas en su largo historial de caminante. Unas agujetas de mil demonios me salieron en aquellos días de París, y es que desde que regresé de mi última excursión, España de cabo a rabo, nunca mejor dicho, tan sólo un día tuve la presteza de hacer una caminadita hasta cancho Gordo, allá por encima de Valdemanco, en La Cabrera, un día que fui a visitar al cabrero de la familia, mi hijo Mario. Y desde entonces, nada, unos pocos metros alrededor de mi casa, trajinando para aquí o para allí, arreglando cosas, aprendiendo el oficio de la forja; vida de eremita también, pero sedentario a tope. Así las agujetas.
Total, que me prometí volver a caminar; todos los días una hora y medía después del crepúsculo agarro mi ipod y, enganchado a Genet, mi reciente lectura, me voy camino del poniente que languidece allá a lo lejos, ya cerca de la divisoria azulada de Gredos. Por cierto, hay que leer a Genet, su Santa María de las flores no tiene desperdicio; una prosa brillante, ligera, cruda, con una fuerza endemoniada; un escritor sobre el que cayó el escarnio y la reprobación de una sociedad poco dada a llamar a las cosas por su nombre.
El sol había dado paso a la noche y yo, enfundado en mi anorak y con paso firme tiraba hacia poniente acogido a la bondad de mis lecturas del momento. Me era grato aquel camino, el mismo por donde trotara durante años preparando mis maratones de otro tiempo, ese antes, que después de mis problemas con la rótula, he añorado hasta las lágrimas; sí, poco a poco el cuerpo va pasando factura, el tiempo, como un gallo de mal agüero, va cantando su retahíla y un día tras otro nos va haciendo pedazos, llevándonos a decirnos con los ojos humedecidos por la pena y la añoranza: ley de vida, tío, es ley de vida. A la mierda con la ley de vida. Así que a hacerse el sordo y a apencar con lo que vaya viniendo.
En esta tesitura, acaso para engañarme un poco a mí mismo y hacerme creer que todo o casi todo sigue igual, voy a echarme al camino otra vez de tanto en tanto, y no sólo eso, que hace un par de días, en uno de esos paseos que terminaron en rebeldía, esa rebelión contra uno mismo, que tan necesaria es para la salud mental y física, me he empezado a meter en la cabeza que lo que tengo que hacer es volver a viajar, aunque no me apetezca demasiado, aunque la curiosidad no sea la misma que tiempo atrás. Y así estamos, de momento con un pie en El Chorrillo y otro, unas veces en Asia Central, otras en Oriente Medio, de tanto en tanto por las verdes junglas del Mato Grosso... Eso que le decía a mi cuerpo tantas veces en el largo recorrido del GR-7: sí, que te vas a joder, que aunque no quieras te voy a hacer caminar, aunque tenga que vendarte los ojos y tirar de las riendas; y que no sea de esa terrible manera en que empieza la peli que vi hace un par de días, Pan negro; terrible, pero que hay que ver; que la realidad, como tan prolíficamente escribe Genet, es algo más que un cuento de hadas. Pa negre, de Agustí Villaronga.
Y es que hay que tirar del cuerpo constantemente, ya se sabe, la pereza es tan fuerte como la vida. Después es cosa de ir escuchándose a uno mismo y ver cómo respira nuestro interior, esa invitación implícita a vivir de veras la vida y la poesía, y que sólo rinde su sustancia y el pálpito de una emoción al precio de un arduo esfuerzo,
Admirable aquel que ante el relámpago
no dice: la vida huye.
… ese bello haikú de Basho.
Cuando empecé estas líneas iba a contar mi largo paseo por La Valletta, en Malta, pero se me fue el santo al cielo y mañana tenemos que madrugar para ir a caminar a la vera del mar, al norte, en la isla de Gozo; así que punto final, mañana será otro día.
Victoria, Gozo, Malta, 11/03/11
Cuando empezamos a caminar debía de ser más del mediodía. El ferry quedaba allá en lo hondo de la ensenada de Mgarr; a nuestra alturas se erguía la bella cúpula, lejana reminiscencia en piedra del Duomo de Florencia, de su iglesia. Unos metros más allá, lomas verdes tapizadas todas ellas con enormes margaritas amarillas, franqueadas de chumberas, recogían en sus manos un leve sendero que se entretenía en subir y bajar cortando la ladera en dos. La isla de Comino, con su torre de vigilancia inmediatamente por encima de los acantilados, se empezaba a quedar atrás. Quisimos pasear por esa isla hoy, pero el ferry no funciona en esta época. Otra vez será.
Cuando empezamos a caminar debía de ser más del mediodía. El ferry quedaba allá en lo hondo de la ensenada de Mgarr; a nuestra alturas se erguía la bella cúpula, lejana reminiscencia en piedra del Duomo de Florencia, de su iglesia. Unos metros más allá, lomas verdes tapizadas todas ellas con enormes margaritas amarillas, franqueadas de chumberas, recogían en sus manos un leve sendero que se entretenía en subir y bajar cortando la ladera en dos. La isla de Comino, con su torre de vigilancia inmediatamente por encima de los acantilados, se empezaba a quedar atrás. Quisimos pasear por esa isla hoy, pero el ferry no funciona en esta época. Otra vez será.
La pura verdad es que me sentó mal que el ferry llegara a destino, tan corto era el trayecto. Hoy era de los días que hubiera preferido buscarme un rincón junto a los acantilados para dedicarlo a la lectura. En esta ocasión Octavio Paz, un libro que debí comprar en alguna parte lejana del mundo y que quedó por ahí perdido; Octavio Paz en inglés, porque entonces no había otra cosa: In light of India. Por aquí andaban mis pensamientos cuando llegamos; lo cito. Mi inglés es tan malo que prefiero ceñirme al original: It was one believed that with growth of the private sphere, the individual would have more leisure time and would devote it to the arts, reading, and selfreflection. We now know that people don't know what to with their time. They have become slaves or entertainments that are generaly idiotic, and the hours that are not devoted to cash are spent in facile hedonism. I do not condemn the cult of pleasure; I lament the general vulgarity. Sobre estas idea reflexionaba mientras las rocas se vestían de crema, un bello café con leche, todas las tonalidades de los ocres junto a la suavidad delicada de los amarillos que venían a mojar sus pies en el un mar hoy pacíficamente adormilado bajo los cantiles. ¿No hay algo que funciona mal en este mundo que estamos creando, esa enorme descompensación entre el costo, en tiempo de trabajo, de los bienes de que disfrutamos y la falta de ese tiempo para nuestro recreo personal, esos míseros periodos de vacaciones frente a la enormidad de aquel otro tiempo que dedicamos al trabajo? Esa sospecha de que tanta gente no sepa realmente qué hacer con su tiempo y que cuando lo tiene lo emplee en entretenimientos idiotas... Claro que podemos cuestionar eso que Octavio Paz califica de entretenimientos idiotas... por supuesto; pero me temo en el fondo tenga toda la razón del mundo. Es lo que tiene el enfrentarse a la lectura de mentes despiertas y bien organizadas, siempre nos dejan un poso de malestar encima, la sospecha de que seamos mucho más mediocres de lo que pensamos.
No es una costa espectacular ésta, pero tiene rincones muy bellos, grandes farallones que, naciendo a los pies del camino sobre una plataforma horizontal sembrada de flores y de huertos rodeados de grande vallas de piedra, caen verticales por más un centenar de metros sobre un mar profundamente azul. De vez en cuando el sendero deja el mar y remonta una larga pendiente de roca caliza para salvar una cortadura en el terreno, en cuyo fondo se ve crecer un campo acaso de cebada. En una de estas hondonadas encontramos un chiringuito en donde fue obligado comer algo y acompañarlo con medio litro de cerveza mientras miramos la ensenada en donde el dueño del bar se fue a lavar los peces que una pareja de holandeses le han pedido para el almuerzo. Sol de invierno junto al clap clap del agua. Una pequeña isla en medio del Mediterráneo. Una senda de cuarenta kilómetros que da la vuelta a la isla. Hoy sólo haremos un tercio apenas de este recorrido. Le propongo a Victoria dormir en el próximo pueblo con el que tropecemos, pero no está muy convencida, así que, después de un corto descanso sobre los prados a cuyos pies se desploma la tierra, giramos hacia el norte y nos dirigimos a la ciudad más cercana, Victoria también ella, el centro urbano más notable de esta isla de Gozo.
Un corto tramo en auto-stop, un autobús, y cuando el sol se esconde, ya cercano a la proa oscura de los acantilados, nuestro ferry, lento como un cetáceo, se va escurriendo por un mar negro como el carbón en cuyo fondo las luces ámbar de un muelle brillan como una constelación.
Ciudades de piedra, pensionistas, sol de invierno y, allá, cerca, el mar azul bajo los acantilados, los prados verdes. Día de viento. Tarde con Alfonsina Storni, la India de Octavio Paz como telón de fondo; las memorias de Chateaubriand que me servirán para finalizar el día, ese Chateaubriand con el que inesperadamente simpatizo porque tiene una prosa que da gusto mirar, porque, también él, se construyó un bosque con sus propias manos para acompañar sus años maduros -ah, los eufemismos.
Esa clase de tristeza que se pega a la piel y adormece el ánimo, lo postra frente a los acantilados, frente al mar que lentamente se ha hecho gris y ventoso. Me adormilé sobre la ceja de piedra por donde caía volando hacia la profunda hendidura sorda del agua y sus ribetes blancos, mi mirada absorta. No podía hacer otra cosa, cerrar los ojos y dejar que el sueño se fuera llevando mi tristeza hacia lo profundo de la conciencia, allá donde pacen mis otros yos, los sueños que cada noche vienen a visitarme, todo aquello que, tras el telón infranqueable de la conciencia, somos, ausentes de nosotros mismos, pero nosotros mismos hasta la médula; eso que amorosamente llamamos nuestro yo interior, aquel al que nos debemos sin saber muy bien qué es ello. Vislumbres de una realidad que, caprichosa ella, tan parca se muestra, tan hondamente escondida en su inaprensible refugio del alma.
Saint Julian's, Malta, 13/03/11
Amaneció gris, un gris sucio traspasado por el chirimiri intemporal de los días sin horas, cada momento idénticamente similar al posterior. Las ramas de las adelfas de la terraza de enfrente se mueven con violencia al embate del viento. Nuestro recorrido por la parte oriental de la isla de Gozo quedará ahí para mañana o para otra lejana ocasión. Así que día de reposo y de tranquila lectura frente al amplio ventanal de nuestro apartamento. Día de Gedrez, ahora que resucitó de entre el olvido de la memoria, entonces, cuando el tiempo se hacía lluvia y sólo quedaba mirar desde nuestra balconada el valle, las hayas al alzar la vista por encima del libro.
Xaghra, Malta, 14/03/11
Es la primera vez que, sin ambages, me encuentro clasificar a la poesía de San Juan de la Cruz y a la prosa de Santa Teresa de Jesús, como literatura erótica; algo que siempre me pareció tan evidente y que, sin embargo, acaso la historia de la literatura que yo estudié no consideraba en ningún momento. La afirmación es de Octavio Paz y se encuentra, dentro del trabajo que dedica en Vislumbres de la India, en un capítulo que se refiere a la poesía sánscrita, en la que erotismo y religión van siempre de la mano. Esta unión de religión y erotismo de la poesía y la escultura India, se encuentra, aunque menos explícita e intensa, en el ardiente erotismo de la poesía de San Juan de la Cruz o en la prosa de Santa Teresa de Jesús, afirma Octavio Paz. Y, leyéndolo, me sonrío pensando en mis largas interpelaciones a Santa Teresa cuando, hace años, bajando los senderos junto a las aguas del Tajo el día se levantaba a mi alrededor entre la bruma del río, pegado a las Confesiones de la santa, que eran por entonces mi largo desayuno hasta que el sol, saliendo por encima de tajo rocoso en cuyo fondo el río cantaba cristalino y perezoso, venía a proponerme una lectura menos íntima. Y me sonrío porque los ardores de la santa, así lo sentía yo entonces, no me parecían otra cosa que truncados ardores cuya procedencia difícilmente los santos varones y confesores de entonces estaban en condiciones de apreciar.
¿Y qué decir de esos templos que encontramos en el sur de la India, que pueden ser considerados como una florida panoplia de posiciones sexuales, o del hecho de que los compiladores de los textos eróticos fueran precisamente monjes budistas? Una buena propuesta para mi camino de esta mañana que discurre por el extremo oriental de la isla de Gozo. Un delicioso paseo entre chumberas y prados salpicados de brillantes flores amarillas, bajo los cuales el mar rompe con su eterna cantinela. A nuestras espaldas queda Mgarr y toda una flota de barcos que esperan pacientes, meciéndose en la ensenada o aupados sobre remolques de hierro, la llegada del verano y, con ella, la clientela de turistas que vendrá a desentumecer sus huesos y a dar juego a la economía del lugar. Rodeo unas chumberas y el camino se hunde en el acantilado hasta desaparecer entre las rocas junto al agua; sigue una breve playa, el color de la arena y las rocas es de un bonito color canela.
Siempre me pareció que el sentimiento amoroso, esa tensión suicida que tantas veces nos propulsa hacia el otro, no dejaba de tener una relación con sentimientos y sensaciones que pertenecen al ámbito de la religión. Ese sentimiento, que tan gráficamente denominan oceánico, parece igualmente formar parte de la misma cosa; la tensión que, Octavio Paz encuentra en el pensamiento y la poesía india entre el todo y la nada, ese continuo ir y venir entre ambos, pertenece a la misma sustancia existencial. El misterio del amor, el erotismo, el anhelo de la divinidad se encuentran en nuestros místicos y en el sentimiento religioso de la India antigua, tan unidos, que es difícil saber donde empieza y acaba uno y otro. Y basta, para hacerse una idea de esto, leer aquellos hermosos versos iniciales del Cántico espiritual de San Juan de la Cruz.
Reflexiones muy propias para una larga marcha frente al mar. El testimonio del tiempo sobre los acantilados, la diversidad acariciadora de la flora primaveral, el eterno chapoteo del agua, inflexible, monótona, a temporal; nuestra insignificancia en el universo del que alguna vez nos creímos ser centro. El mar rompe los acantilados, los hace añicos y ahora debemos atravesar enormes masas de rocas donde caminar se hace penoso. Encontramos en las laderas pequeños corrales con altos muros de piedra que fueron levantados para albergar un olivo, unas pocas cabras. Las plantas espinosas se han hecho con el lugar y hacen difícil el tránsito. Pero no todo son penas, en algún momento nuestro camino desciende a una pequeña playa donde nos damos el gusto de comer y sestear. No es ésta una isla con caminos trillados o con señales que ayuden a mantener la orientación. Laderas, campos, que antiguamente sirvieron para el laboreo o para el tránsito del ganado, se han convertido hoy en tierra intransitable de espinos, de chumberas, de vegetación no muy alta, pero que hace imposible el paso en muchas de las hondonadas. Total, que el caminar se hizo muy lento y, cuando todavía faltaba un buen trozo para llegar a nuestro destino, Marsalforn, hubimos de desviarnos hacia el suroeste, hacia Xaghra, para evitar que la noche se nos viniera encima.
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