El caminante y su sombra

Ages – Villafranca Monte de Oca - Losantos, 02/04/11
El caminante y su sombra. Noche sobre el alto de la loma que se alza al suroeste de Atapuerca. Sin agua, sin comida, nada. Salí tan improvisadamente, tan indiferente a las necesidades del camino que ni siquiera pensé en aprovisionarme de agua. Las aldeas que atravesé eran pequeñas y sin ningún tipo de servicios. De todos modos estaba tan cansado, siempre ese primer día tan duro, que apenas me metí en el saco caí dormido sin apenas darme tiempo a mi mismo a reconsiderar los pequeños detalles del día: la conversación con Azucena que, desde Gedrez (Casa Xedré en la toponía actual) organiza la apertura de un restaurante a la vez local multiuso (Quei Funsiquí) y quiere inaugurarlo con una exposición de fotografías mías de los tiempos en que fui maestro en aquel pueblo; la luz del mediodía sobre la mampostería de la catedral; mi siesta bajo un pino; un largo y aburrido tramo de carretera hasta que en Villalval el camino se subió al monte dando lugar a que pudiera tumbarme al sol para terminar mi libro de relatos de Robert Carver, Quiere usted hacer el favor de callarse, por favor, mi admirado Carver, la vida cotidiana servida en bandeja literaria de lujo, enternecedor a veces, brutal otras, siempre sacando desde el fondo de la existencia los pequeños detalles, aparentemente insignificantes que son la médula de nuestra alma, el alma que vibra junto a la esposa, el recuerdo de la amante, el hijo, el amigo, nuestros diminutos deseos; la loma aquella sobre Atapuerca, cubierta de encinas y de ralo verde sobre el que pacería un gran rebaño de ovejas que acompañarían el principio de mi sueño con su monotóno tintineo de esquilas.



Y sin pensármelo dos veces, boca arriba, la posición propia para alternar la somnolencia con las percepciones sutiles que navegan entre las aguas neblinosas de la conciencia y el sueño, quedé dormido como un bendito, sin agua, sin cena pero maravillosamente contento por haberme decidido a emprender de nuevo el camino.


El sol encendía los bajos de mi tienda cuando desperté; en las cercanías se oía la conversación del primer grupo de peregrinos, y recuerdo enseguida cómo en mi anterior anterior camino entre Finisterre y Burgos, tenía que buscar un lugar apartado para mi vivac porque, era verano entonces, el desfile de los madrugadores peregrinos comenzaba ya a las tres y media de la madrugada, con gente tan amimosa a semejante hora que era imposible pegar ojo, tal era el vocerío de la madrugada, razón por la cual me acostumbré a busca lugares solitarios que garantizaran mi sueño hasta las cercanías del alba.



La mañana es tibia, casi veraniega; bajo con las manos en los bolsillo recreándome en la apacibilidad de la hora. Me cruzo con una japonesita, chiquitita, con un pelo negro bajándole largo por los hombros. Lleva una rama como bastón, sube con visible esfuerzo la cuesta, me para, ¿hay un pueblo cerca?; sí, pero no tienen bar ni tienda, le digo; me mira descepcionada. Seguro que ha dormido al sereno, como un servidor. Me cruzo con otros caminantes. El pueblo de Atapuerca yace adormilado en la bluma matinal. Nada abierto. El caminante y su sombra, Nietzsche, excelente compañía. Dejo atrás la imagen neanthentaliense de Atapuerca, uno de nuestros antepasados que dejaron en la zona una huella notable de su paso. Podría acercarme a ver los yacimientos, pero quedan algo lejos de mi ruta, tampoco sé si será posible la visita sin cita previa. Mi ipod se hace eco ahora de una lectura muy propia, Nietzsche trata de comunicarse consigo mismo a través de su sombra, esas conversaciones que yo me traigo frecuentemente con mi cuerpo cuando camino, ese hombre con el que conversa Machado cuando, caminante solitario también él, conversa con el hombre que con él va.
Sentir que es un soplo la vida, que veinte años no es nada, feliz la mirada... el tango viene del fondo del local donde trasiego buenas cantidades de tintorro de verano acompañado por una flotilla de cubitos de hielo, un plato de lentejas con chorizo, un respetable bacalao con tomate, una tarta de manzana.



Beber aquí, allá, en el paisaje, en el esfuerzo, en los libros... filosofía de la mañana. El caminante y su sombra. Ser libre es estar solo, despedirse de todo extrayendo así de uno mismo la luz de un futuro distante (?). Para ello se necesita, además, la presencia de un paisaje que armonice con el alma del filósofo, que sea su doble”. Medias verdades que la potente voz de Nietzsche reviste de frescura esta mañana, que estimulan mi andar y la indagación de mi propia existencia. Conocerse es expresarse... Existe y, sólo existe, lo bueno o malo que me sucede.
Y lejos ya de la carretera, una ancha senda entre encinares, me cruzo con un grupo de mujeres que ocupan por entero el camino. En el momento en que me cruzo con ellas, una dice: las mujeres somos más tontas, más pacientes. Su voz se me pierde enseguida entre la distancia y el eco de la voz de Nietzsche. Cien metros más adelante me cruzo con un grupo de hombres en la misma formación.



Mi ipod me larga ahora la voz de otro lector, éste más sucinto, mucho más formal que aquél que me leía ayer tarde los relatos de Carver. Ahora se trata de El mundo se acaba todos los días, de Fernando Marías; un lector demasiado formal, qué le vamos a hacer. No voy a estar todos los días leyendo los cuentos de Chejov, que cantaba la mejor lectora de libros que conozco después de aquel otro que el verano pasado me leyó el volumen de Tres tristes tigres. Tener un buen lector a mano es siempre una delicia, el calor de su voz, la inflexión que requiere el momento, las pausas, los maravillosos silencios que siguen a esos momentos en los cuales es un pecado decir una palabra. El placer de la lectura, pero también el placer de oír, de interpretar ese puñado de palabras que han de bañar a cada instante el cuerpo expectante del que escucha. 
No me lleves, si muero, al camposanto
a flor de tierra abre mi fosa, junto al riente
alboroto divino de alguna pajarera
junto a la encantada charla de alguna fuente.
Esos versos de Juana de Ibarbouru, tantas veces citados, y que aparecieron por primera vez en mi novela Medio metro de ternura fueron los que decidieron hoy el lugar de mi vivac. Me quedaba todavía una hora de camino para la cena, el pueblo de Belorado, cuando de imprevisto oí sonar el agua de una fuente medio escondida entre unos juncales. Agua no potable; no importa, la pruebo, a mí me sabe bien; tampoco me voy a morir por ello; son tantas las fuentes con el dichoso letrerito...



Días pasados leí una antología poética de Juana de Ibarbouru. Me impresionó encontrar entre sus versos un par de páginas en donde acuchillaba sin miramientos a un antiguo amante que no correspondió a sus requerimientos en determinado momento; más, se vengaba de él con una saña escalofriante cuando aquél, arrepentido de su frialdad primera, quiso volver junto a su Juana del alma. Qué cosas, y eso para un servidor que cree que eso del amor es algo que uno no se puede quitar de encima como si fuera una chaqueta; se acabó, ya está, ahora la perra se ha buscado la sombra de otro amante (es la expresión aproximada de mi admirada poetisa). Una pena. Tengo otro libro de ella por ahí pendiente, y como me gusta lo leeré, pero me va a ser necesario cogerlo con pinzas.



Hoy el camino fue suaves sendas y pistas que atravesan ora un encinar ora una ladera cubierta de pinos, más tarde unos campos de cebada, un grupo de chopos. Estuvo bien. Tuve una agradable conversación con la posadera de Ages, charlé con un pamplonico y un gallego, crucé algunas palabras con una curiosa pareja, él un mocetón de casi dos metros, enorme, corpulento, de abundante barriga y mirada animosa, y ella menudita, con apenas metro y medio de estatura; tenía una alegría encima que se le salía por los ojos. Después de despedirme de ellos no pude resistir la tentación de echar una miradita hacia atrás. Cuando me tropiezo con una pareja de estas características no dejo de hacerme siempre la misma pregunta, me aflora una sonrisa a los labios.
Me parece que hoy me voy a tener que poner toda la ropa que llevo encima para dormir. Está empezando a hacer un fresco que me resulta un tanto hostil. Buenas noches, le digo a mi sombra, ya tiempo ha desvanecida en un lechoso atardecer.









1 comentario:

Marga Fuentes dijo...

No tomes con pinzas a Juana de Ibarbourou. Cuando te vea te prestaré un libro que, un escritor uruguayo escribió sobre su vida. Te sorprenderá saber cuánto luchó y cuánto sufrió. Fue un personaje con un valor incalculable.
Ayer descubrí que estás nuevamente escribiendo y caminando.
Siento no haber podido responder a tu llamada. Tuve días con muchas cosas.
Espero verte cuando regreses.
Te sigo en el Camino de Santiago.
Un beso,