La pálida pátina de la luna baña los acantilados




Es Cocons, Cala d'Albarca, 14/05/11

La noche pasada fue un colchón de algas junto a un mar que hacía un clap clap tranqulo y como de ventrílocuo a dos metros de mi vivac. Como el día anterior, me desperté tres minutos exactos antes de que sonara el despertador: curiosa esa sincronización de mi sueño para coincidir en el espacio preciso de las 5:57. Las primeras luces del alba asomaban por la loma que cerraba la cala al noreste.




Después de remontar las lomas que cierran la cala de Codolar, se atraviesa una urbanización y enseguida el camino discurre ya libre de edificaciones junto a los acantilados; un grupo de islas flotan serenas en la mañana azul del mar, mientras en su lado opuesto el sol levanta perezosamente entre los pinos y las lomas lejanas. Nada espectacular, con sencillez, como quien cumple distraídamente un deber milenario. 

 

Una hora después me encuento un supermercado abierto. Me llevo la compra junto al mar; un par de sandwichs, un bollo, una botella de yogour. Camino despacio esta mañana, el libro que leo requiere atención, En busca de un mundo mejor, de Karl Popper; aunque no me dura mucho. Mientras atravieso la turística San Antoni de Portmany, mi ipod se para, se le ha acabado la batería. La industria turística desparrama por toda la bahía sus ofertas, el mar está ocupado en su totalidad por veleros y barcos de paseo; es temprano pero las calles están llenas de paseantes. Es bueno que el turismo se aglomere en estas pequeñas localidades formando grandes multitudes de compradores de souvenirs, de paseantes de tiendas, de gente que toma el sol hombro con hombro en la playa; es bueno, porque si toda esta misma aglomeración se extendiera por todo el litoral, adiós paseos solitarios.




Todavía me tocará hacer un buen tramo de asfalto antes de tomar un caminillo que atraviesa la Serra d'en Bernal y el Puig d'en Raio, una larga pero agradable subida entre pinares, romeros y enebros. Ibiza raciona bastante equitativamente su tierra, aglomera al turismo en pequeñas localidades dándoles lo que éste busca, lo reparte junto a los chiringuitos de las playas, deja espacios para urbanizaciones, que por cierto se adaptan bastante bien al entorno natural, y por último nos da a los caminantes amplios espacios con que satisfacer nuestra afición solitaria.



Hablaba hace días en otro lugar de los enanitos, esos que sin que apenas nos apercibamos nos llevan de aquí para allá, nos engatusan, hacen que cojamos determinada senda que desciende, como es el caso de esta tarde, abruptamente hacia el mar. Cada uno tiene sus enanitos particulares, y los míos deben de ser algo revoltosos y dados a caprichos inesperados. El caso es que se estaba haciendo tarde después de deambular largamente por pinares y tierras de cultivo; hacía rato que el camino subía culebreando la montaña con la esperanza de en algún momento atisbar el mar. Así la situación el camino llegó a lo alto, una explanada en donde la senda se bifurcaba; a la derecha el itinerario más lógico que parecía destinado a discurrir paralelo a la costa entre los pinos; mientras que el segundo se dirigía a la izquierda de cabeza hacia el mar en una costa que parecía de todo menos asequible para pasar la noche. El enanito decidió por mí; pese a los doscientos metros de desnivel que había que bajar, se impuso al otro enanito que decía que nanáis, que en la bifurcación había un lugar para dormir muy muy de su gusto. Como casi siempre mi primer enanito tenía razón, al final de esos doscientos metros de rigurosa bajada estaba uno de los lugares más salvajes y solitario de estas islas que visito. Imposible acercarse al agua, pero no importaba, unas pequeñas plataformas que se adentraban en el mar sobre los acantilados nos estaban esperando al enanito y a mí, para contemplar el todavía desfalleciente final del día sobre el hondo mar a nuestros pies. El lugar es Cala d'Albarca, y el espectacular promontorio por donde asoma todavía un rastro de luz, el Morro des Cap.



Ahora, con noche cerrada y la luna derramando su pálida patina sobre la cala, después de mis treinta y algún kilómetros de hoy, me siento como en el centro del universo. Pena que mi cena sea algo monótona, jamón, fuet y frutos secos; hubiera preferido la dorada al horno de ayer, pero no se puede tener de todo en la vida. Tampoco hay cobertura, así que me tocará tomarme el café en la más rigurosa soledad.











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