Port de Sant Miquel, Can Canaret, 15/05/11
Me despertó el agua en la cara. Esta vez había dejado la tienda en casa, aunque para sustituirla había añadido ingenuamente a mi equipaje una capa de agua más; con dos de ellas había previsto improvisar un vivac si viniera al caso. Mi posibilidad de movilidad es mínima, estoy instalado en una especie de nido de águila al borde del acantilado, un lugar muy propicio por demás para que el agua se acumule formando un charco bajo mi cuerpo. No hay cáscaras, no puedo moverme de allí, así que cojo las dos capas de agua y me las enfundo, una por abajo y otra por arriba; dentro estoy yo, mi saco y el macuto. El viento levanta la parte de arriba, la infla y me deja al descubierto; debo ceñirla más y remeterla bien bajo el macuto. Cuando me he instalado encuentro enseguida que es muy difícil respirar allí dentro, ahora llueve recio así que busco la manga de la capa, la recojo con las manos y me la enchufo en la boca, lo que hace que el sistema de ventilación funcione algo mejor. Estas capas de agua, lo son sólo en teoría, al cabo de un rato todo está empapado, el saco no tarda tampoco en convertirse en una masa húmeda. Metido en él totalmente desnudo no tardo en experimentar lo que debía de sentir el hombre primitivo sorprendido lejos de su cueva un día de temporal. Me arrebujo, estoy tumbado sobre la dura piedra y no puedo cambiar de posición, encorsetado como me encuentro en las capas de agua. Envuelto en aquella humedad curiosamente mi cuerpo conserva todavía entre el plumón empapado una temperatura pasable. Miro el reloj, son las cuatro de la mañana. Sólo que meda aguantar. Desplazo a ratos unos centímetros el lugar de apoyo de mi cuerpo para aliviar el dolor que la dura piedra me transmite. Me subo el saco de dormir hasta el cuello. Mi almohada, una chaquetillla de deporte, se mantiene confortable y seca. Arrecia el viento, inesperadamente la capa se infla y sale por los aires. Debo volver a recomponer toda la parte superior; aprovecho para darme la vuelta sobre el costado izquierdo: perfecto, pero el sistema de ventilación se ha vuelto a obstruir; vuelvo a buscar la manga, la recojo sobre sí misma y me la enchufo en la boca. Así logro conciliar el sueño durante un rato. Sueño intensamente pero más tarde, cuando trato de recuperar lo que sucedía en el sueño, no logro recordar. De algún lugar de mi impedimenta, precipitadamente recogida y embutida en el macuto, me viene el sonido del despertador. Localizo el teléfono, son las seis de la mañana, una muy débil claridad me viene más allá de la capa de agua. Continúan lloviendo. Estoy admirado, no tirito, no tengo lo que se dice frío; creo que están funcionando perfectamente mis defensas que, desde que comenzó a llover transmiten a mi cuerpo el santo y seña de: resistir, resistir y esperar que amaine. En algún momento, cuando la lluvia se convierte en un débil chopoteo, me decido a ponerme en movimiento. Rebusco mi ropa en el macuto y me enfundo la camiseta y las mallas, después salgo rápidamente de interior de la bolsa amniótica en la que estoy metido y me enfundo mi chaqueta. Salgo del charco en donde está mi saco y el aislante y enrollo todo lo que está mojado en éste último. Lo sujeto al macuto por fuera para que no me moje el interior del macuto y me endoso la capa de agua restante sobre el macuto. Tomo los bastones, miro el panorama, gris, algo tenebroso, y me echo al sendero buscando el camino de subida. A los pocos metros compruebo admirado que mi cuerpo funciona, eso, de p.m., que diría mi hijo, Guilloso. Me encanta encontrarme con mi cuerpo así, así de bien, así de dispuesto, subiendo a buen ritmo los doscientos metros de desnivel que me separan del collado.
Lo restante hasta Port de San Miquel fue un agradable paseo por los bosques chorreantes de humedad. Esos verdes luminosos que se les pone a las flores, a los hinojos sobre la oscuridad del pinar. Estamos en otoño, estamos en el Prepirineo, llueve y es tremendamente agradable caminar, caminar oyendo la lluvia sobre mi capa, sintiéndola en la cara, sabiendo que podría seguir así por muchas horas, sorbiendo mi entorno, sintiéndolo vibrar dentro de mí de la misma manera que siento mis piernas, mis pulmones, la cara, salpicada por la lluvia.
Mientras desayuno en Port de San Miquel, la radio dice que se esperan lluvias intensas para todo el día. Miro el mapa, no veo nada con apariencia de habitable antes del lejano Portinatx, en el extremo noreste de la isla. Pago la cuenta, me voy otra vez bajo la lluvia, pero antes pasaré por el supermercado a proveerme de agua y algo de comer para el camino.
El pronóstico de lluvia para todo el día no acabó por cumplirse. En la costa norte, un monte calcinado deja restos de imprevista belleza; los troncos apilados junto a regimientos de tocones como cruces testigos de un enorme cementerio de guerra, ofrecen tras el fuego un aspecto de cadáveres no resueltos a sucumbir definitivamente. Mientras atravesaba aquella desolación leía la paralela destrucción de otro ejército, esta vez a manos de la Secta del Viento Divino, con la que evidentemente intima Mishima, ese ferviente merodeador de la muerte. Caballos desbocados, es el título del libro, y pertenece a la cuatrilogía El mar de la fertilidad.
Produce inquietud la existencia de personajes como los que describe Mishima, y muy especialmente cuando esa violencia contra la propia vida será posteriormente la réplica con que el autor terminará con la suya, esas vidas que se entregan a mayor gloria del emperador, de una idea, de una abstracción llamada patria o valores de una tradición. Cuesta creer que el autor de aquel delicioso libro, El rumor de las olas, sea el mismo de Caballos desbocados; cuesta comprender asociada a esta violencia, en la que no sólo se muere, sino que se hace una escabechina en el propio abdomen, que necesita además terminar con la decapitación de la víctima, y en el caso de Mishima con tres intentos fallidos; cuesta comprender asociado a esta violencia, su refinada sensibilidad por la naturaleza, la idolatría del cerezo en flor, el tañido de las campanas, la serena belleza de las montañas y los volcanes.
La desolación del bosque que atravesaba era una desolación bella. Tras una loma batía el mar contra el plano de los acantilados. La luz del sol se filtraba a través de un transparente lecho de nubes. Hice un alto para secar mi impedimenta y recrearme en la violencia del mar golpeando sobre los acantilados de una isla próxima. El lugar quedó como un improvisado campamento de gitanos. Me entretuve durante un rato en deshacer las bolas de plumón que se había apelotonado sólidamente en todo mi saco; pero fue un trabajo vano. Después cargaría toda la tarde con el saco desplegado a mis espaldas a fin de secarlo... trabajo inútil.
Desde que se me quitaron de encima las prisas por llegar a aquí o allá disfruto más de estos ratos. Cuando acabé de dar cuenta de mis provisiones, me despanzurré junto al camino y tuve un sedoso y agradable sueño acompañado por el sonajero del mar.
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