Desayuno en la hierba


Barranco de los Tanques, 08/06/11


Desde la altura de la mañana, un barranco desde donde se oyen los ladridos de un perro perezoso, el azul intenso y quebrado de pequeñas olas en la distancia, el liviano azul del horizonte, las nubes, ajenas al mar listado en lo alto del lienzo de vaporosa blancura cenicienta.

Esta parte del país cortado abruptamente por la exuberancia tropical de los barrancos; este sol de mañana primaveral que pone sus gotas de color vibrante en las hojas de la avena loca, que atusa la pelambrera de los dragos; esta brisa que no es la Brisa de Colerige, sino más violenta que ésta que era como murmullo de alas de paloma en un corazón anhelante; estos graznidos de las chovas piquigualdas que parecen más que gritos escarceos amorosos, el cortejo rudo de unas voces que no saben adoptar el timbre de la voz del deseo o del encuentro; esas pitas de verde plateado que lustra el sol con la suavidad aterciopelada con que recorre a veces los paseos y las calles de un domingo de invierno en que la mañana huele a churros y café con leche... mientras desayuno en la hierba al borde del barranco.









El Tablado


Jo, qué grande es el mar. Allá abajo, tras los acantilados y la mocha rendondeada de un drago y una fila de chumberas. Sí, una cosa es saber algo y otra muy distinta sentirlo. Una casa abandonada con el saloncito donde escribo abierto al norte, las olas diminutas con su ociquillo blanco asomando entre los lomos oscuros del agua; y el cuerpo cansado de bajar y subir desde muy temprano enormes, salvajes, maravillosos barrancos; cada uno un mundo, un jardín botánico tropical descolgándose de las balconadas de lava oscura; y media tableta de chocolate con pan, no mucho más, también agua, mientras la tarde, muy ventosa, va llevando de la mano al sol hacia el borde del agua.

El viento hace fuuUUuuuuu.... uuu y mueve las ventanas rotas de mi refugio de ocasión, una casita por la que alguno daría mucho dinero, pero que aquí, tan lejos de casa y del mundo, seguro que la medio regalan. Si desde aquí me pusiera a nadar en línea recta en dirección norte, lo mismo llegaba a Groenlandia. Cuánta agua para nosotros que somos tan chiquititos. Sucede a veces que uno se sienta muy muy pequeño en relación al mundo que pisa; quizás por eso la novela de José María Merino, El centro del aire, sea eso: bueno, no está mal. Todas nuestras numerosas preocupaciones caben a veces en el pequeño recodo que forman unas pocas comas mientras el mundo sigue ahí inmutable en su infinita indiferencia, en su magnifico esplendor. ¿Por qué el mar sosiega, su infinitud, su reiteración, su bronco rumor? Aquellos versos de John Keats:

Vosotros, que tenéis vuestros ojos cansados e irritados,
haced que se recreen ante la vasta inmensidad del mar.
Vosotros, que tenéis el oído anegado en roncos gritos,
cansados de las mismas melodías,
sentaos cerca de una de esas grutas del mar, y ensimismaos
hasta que os sobresalte algo así como un canto de sirenas.
















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