Tinizara Puntagorda, 07/06/11
Se atribuye a Woody Allen la fina observación (je) de que el cerebro es la segunda parte más importante del cuerpo. Siguiendo esta veraz, aunque circunstancial afirmación, algo parecido podría decir esta mañana de las piernas a juzgar por el placer que me deparan. Me despierta el guirigay cercano de los gallos de una granja cercana, el equivalente de las cuatro y cuarto de la mañana. Hace calor, me visto a tientas dentro de la tienda, recojo, embullo mis cosas en el macuto y me pongo en marcha. Cuesta abajo, mis piernas están rígidas, con la ayuda de la luz frontal voy pisando con atención como quien va pisando huevos, cuatrocientos, quinientos metros cuesta abajo hasta el fondo, de nuevo, del Barranco de las Angustias, ahora en las cercanías del puerto marítimo. Al poco rato desaparece la rigidez y mis piernas adquieren una relativa elasticidad. El camino discurre entre terrazas de platanales, cruza de tanto en tanto la carretera, llega a un largo puente peatonal. Comienza la subida. Para mí que esto que empiezo a sentir tiene algo de místico, la sincronía entre el movimiento de mis brazos, los bastones, mis pies, mis piernas; todo ello funcionando con una suavidad tan admirable que la sola armonía de este conjunto de movimientos me empieza a proporcionar un intenso placer. Ningún dolor, ningún cansancio, mis sentidos puestos en la noche y en mis músculos. Advierto que, siendo mis movimientos muy pausados aunque sin pausas, me voy elevando a muy buen ritmo por una endiablada pendiente. El lado norte del barranco es rigurosamente vertical en muchas partes allá en su cara norte, y el camino hace grandes bucles sorteándolas en uno u otro lugar. El placer de subir, de mover las piernas y sentir que éstas responden con flexibilidad, uno, dos, tres, una vuelta, otra, un breve tramo de escaleras, una larga rampa adoquinada como una calzada romana. Y alcanzar una terraza, donde los plantanales están protegidos con invernaderos de plástico, y dejarlos atrás y emprender un rígido repecho y comprobar que acaso, esas piernas que me llevan hacia adelante serían capaces de subir acaso esos cinco mil metros con los que bromeaba ayer, sin perder el ritmo.
Me gusta mi cuerpo esta mañana, estas piernas a través de las cuales se destila el placer de sentirme en cierta plenitud, en cierta armonía con este mundo vertical que voy sorteando mientras la luz del amanecer se va abriendo camino en un cielo de nubes oscuras, mientras allá por Taburiente las montañas aparecen aborrascadas y como celosas guardando ese inmenso tesoro en su interior. Un placer totalmente anónimo en algún diminuto punto de la pendiente de un barranco.
Anoche, cuando me preparaba para cenar, sentí unos pasos precipitados y la luz de una linterna, alguien bajaba corriendo a buen ritmo por el camino. Un corredor nocturno. Nos saludamos y la luz desapareció enseguida en el hondo pozo del barranco. El recuerdo recurrente de mis años de corredor, en Guadarrama, en las cercanías de casa, en las carreteras que llevaban a Valdemoro o a Navalcarnero, cabalgando durante el invierno de noche en medio del intenso frío; quince, treinta kilómetros, según marcara el calendario de entrenamientos del maratón. Estaba tomándome el café, cuando de pronto distinguí en la parte opuesta del barranco la débil lucecita del frontal del corredor que había pasado un rato antes junto a mi vivac. Admirable. Era como una diminuta luciérnaga moviéndose en la oscuridad de un precipicio, despacio, pero sin pausa. Cada rato volvía a encontrarla un palmo más arriba. Cuando me disponía a meterme en la tienda ya había alcanzado casi el labio superior del barranco en el lado opuesto, seiscientos metros de desnivel más arriba. ¡Cuánto admiro a estos seres afortunados capaces de tanta fuerza, tanto ardor! Me metí en el saco, pero estaba despejado, transcurrió un tiempo largo, lejos se oía el rumor de los motores de la cercana carretera. Estaba a punto de dormirme, cuando sentí el ruido inconfundible de unos deportivos impactando sobre la calzada de la noche. Me vino desde el camino un buenas noches de confraternidad. Le devolví el saludo en forma de: ¡buenas piernas!, amigo. Y volvió a hacerse el silencio y la oscuridad. Seguro que este anónimo corredor nocturno también tenía razones hoy para estar agradecido a su cuerpo, a sus piernas, a un corazón fuerte mimado con ahínco hasta convertirlo en fuente de placer, en plena autosatisfacción.
Tengo la grata sensación de estar atravesando un hermoso país, éste de La Isla Bonita, casas aisladas llenas sus fachadas de flores, cuidados huertos, grandes barrancos que atravesar en donde la vegetación crece formando un hermoso vergel, apretada, luminosa, variada, llena de niebla que tamiza los colores y los llena de profundidad. También gente amable, mucha. Me encuentro por el camino numerosas cruces con jarrones de flores recientes colocados con primor sobre su base. Toco las flores pensando que no pueden ser flores frescas en tantos sitios; sí, recién puestas, enormes ramos florales. Pregunto más arriba. El tres de mayo es la fiesta de la Cruz y existe la costumbre de tener todas estas cruces adornadas con los mejores ejemplares de los jardines de estas aldeas.
En Puntagorda me detengo a comer. El tiempo se ha puesto algo desagradable. Veremos en qué termina el día.
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