Entre Benarés y La Palma

Fuencaliente, 03/06/11

Los altos pinos se mueven solemnes en la sombra, sus grandes cabezotas oscilan a un lado y a otro como un enorme péndulo. Allá arriba el viento es un tanto agresivo, no a ras de suelo donde he encontrado un resguardo para mi tienda, un campo de lava parcialmente cubierto de hierba donde se va haciendo de noche mientras doy cuenta de la cena y hablo un momento por teléfono con Victoria. Debería estar durmiendo ya, pero no me resisto a teclear unas pocas líneas antes.

La pasada noche desistí de dormir a cubierto, pese a que tenía prácticamente la totalidad del barco para mí solo; a este barco le faltaba el colorido y la costumbre de las muchedumbres veraniegas. Me di una vuelta por si encontraba algún lugar de mi gusto, pero todo estaba demasiado solitario y frío, así que me fui a cubierta. En la popa preparé mi vivac en una especie de balconcillo que caía directamente sobre el agua. El barco se balanceaba agradablemente. No tardé en dormirme, pero el viento me despertó después de dos o tres horas, una ventolera que arrastraba las tumbonas de un lado para otro de la cubierta. Tuve que buscar protección en un rincón más protegido. Me desperté cuando tenía la isla de La Palma prácticamente sobre mi cabeza, una mole de montañas que arrancaba directamente del mar dando a la mañana un aspecto agreste y poco amistoso.

Después de pensármelo un poco terminé diseñando un itinerario que compaginaba la ruta junto al mar con otra que subía la dorsal de la isla desde el extremo sur por la ruta de los volcanes, entraba después en la Caldera de Taburiente, recorriendo su interior y volvía a tomar después la línea de la costa, a la altura de Los Llanos de Aridane.

Empleé todo el día en llegar hasta la punta sur, en Los Canarios. Lugares habitados y el consiguiente asfalto alternado con breves senderos desde donde el mar aparecía plácidamente adormilado en la distancia. Me acompañaba El templo del alba, de Mishima, la tercera entrega de la cuatrilogía de El mar de la fertilidad. Honda, que atraviesa los tomos anteriores como quien ejerce de espectador de la vida que se desarrolla a su alrededor, visita la India y asiste al amanecer en el río Ganges en la ciudad sagrada de Benarés, la Varanasi actual. Su relato es una copia muy parecida a lo que fue mi propia experiencia en mi primera visita a la India. Un día que quedó grabado en mi memoria como una de esas experiencias que uno jamás olvidará. La hora previa al alba, el lento deslizarse de la barcaza por las aguas oscuras del río, el silencio del barquero, la luz incipiente levantando de la orilla opuesta sobre la selva, una orilla tan lejana que hacía pensar que uno estaba en el mar. Y el momento tan lleno de emoción y de belleza en que el sol, como un dios se levantaba solemne entre la adormecida calina de la selva, sobre el agua, como en el comienzo de una liturgia en donde el demiurgo, el gran hacedor venía a dar testimonio de la vida sobre las escalinatas donde ancianos, sadhus, bramanes, mendigos, cadáveres convertidos en polvo en las cremaciones del día anterior eran arrastrados por la lentitud mayestática del gran río. Recorre Mishima los familiares espacios de las escalinatas donde un variopinto gentío, desde el momento mismo del alba, se ocupa en un enorme número de tareas cotidianas. Las filas de mendigos con su platillo de latón, junto a hombres y mujeres que hacen su abluciones y rezos en las aguas del río, mujeres que barren en cuclillas el suelo, los que recogen la bosta de las vacas y haciendo tortas con ellas y que extienden en los taludes para secarlas, bosta que servirá después como combustible para los hogares; las mujeres lavando la ropa; la colada secándose ya al sol de la primera hora; los cuervos y las cornejas dando cuenta de montones de basura acumulada junto a unas escaleras; los templos en donde los hindúes reciben en su frente el rojo cinabrio; dos o tres cuerpos quemándose junto al agua, los encargados de la cremación con sus largas cañas de bambú empujando el cráneo, los huesos grandes hacia el centro de la combustión; en fin los niños jugando con una pelota en una pequeña plazoleta junto a las llamas, otros volando sus cometas; los templos llenos de bajorrelieves en donde se muestran toda la gama de las posturas del coito. La vida y la muerte, el juego, el presente permanente de la atención a la satisfacción de las necesidades elementales. Pero sin lugar a duda la lección de la muerte en el centro de todas las otras actividades, la reducción de la vida a sus elementos esenciales.

Yo fui a Benarés acaso con la idea de quedarme allí todo el tiempo de mi viaje, un mes y medio; me atraía poderosamente todo esto que viví en esa ciudad aquella mañana excepcional. No sabría explicarlo, abominaba algunos ritos, esos, por ejemplo, dedicados a la diosa Kali en cuyo cuello cuelgan a modo de collar numerosas calaveras y a quien todavía se sacrifican cabritos que son degollados con un alfanje y puesta su cabeza sobre picas en su honor; los ritos de locos enajenados que se hacen traspasar el cuerpo con ganchos y alrededor de los cuales bailan y cantan los creyentes con rostro sumidos en el fervor. Sin embargo las largas filas de ancianos en posición de loto en las escalinatas, esperando religiosamente su muerte, la idea de la muerte como algo cotidiano, escalofriantemente normal, esa comunión de la vida diaria y los juegos y la miseria era algo que calaba muy hondo en mi interior obligándome a preguntarme muchas cosas, a poner patas arriba muchos de mis planteamientos de occidental medianamente acomodado y bien pensante. Esa síntesis del mundo y de la vida que son las orillas del Galges en Benarés fue para mí un punto clave en mi educación; algo que desde luego no puede explicarse con palabras pero que uno lleva dentro con la certeza de lo evidente.

La niebla quedó colgada como ramoneando entre las copas de los pinos, el lugar cayó en el silencio de la noche invitando al reposo.

















1 comentario:

la granota dijo...

Me ha llegado tu crónica de Benarés.