Ella, ellas

Sóller, 30/07/11


Cuántos placeres no proporcionarán las mujeres, tanto como que a veces baste pensarlas, recorrerlas con los ojos del recuerdo y la imaginación para suscitar en el ánimo una suerte de bondadosa anuencia con el mundo y sus especies todas. Sucede esta mañana mientras desciendo la empinada ladera del encinar que puebla las laderas sobre Valldemossa. Agradecido recuerdo esta mañana poblada de pájaros y de blandas sensaciones que parecen adaptarse perfectamente a los recovecos que el sueño ha ido sembrando por la noche entre ráfagas de lluvia en mi ánimo. La noche estaba sospechosamente estrellada, las miraba entre las ramas de las encinas bajo las que me había protegido ante la posibilidad del relente, las miraba y confiaba en que todo siguiera así de pacífico. Y no tenía sueño, la jornada, salvo un largo ascenso tras la comida que no avistó un lugar para la siesta hasta superar un respetable desnivel, no había sido especialmente dura, se había subido a una larga cresta que como agreste miradero se asomaba sobre el mar y más al norte sobre el Teix, y después había discurrido entre las encinas como quien da un paseo una mañana de domingo antes del aperitivo.



 Incluso había tenido tiempo para contemplar el sol camino del ocaso sobre un nido de águila donde leía plácidamente a Juan Goytisolo (cuánto tiempo ya desde su última lectura...); Juegos de manos, era el título; jovencitos bien hijos de papá y mamá a los que, incluidos los papis, Goytisolo, este hombre comprometido, machaca sin piedad. La casi austera prosa de Goytisolo, después de aquella otra, acaso excesiva y forzadamente florida de Luis Mateo Díez, es una estimable amiga en mi paseo de tarde camino de Valldemossa. Qué sé yo en qué momento brotaron en mí esas sensaciones que poblarían después mis sueños y el largo camino de la mañana posterior. Había llegado a un llano en donde se levantaba una suerte de construcción en forma de media luna cuando ya apenas había luz para seguir la senda. Sospechando que hubiera lluvia nocturna a juzgar por la tormenta que tronaba en la lejanía marina, me quedé allí. Desde quinientos metros de desnivel más abajo subía la algarabía de la joven mujería que asistía a algún acontecimiento festivo. Sí, fueron sus voces las que como los garbanzos de Pulgarcito me fueron llevando por el sendero de la nostalgia al alma de la feminidad, añoranza permanente y forzada del solitario a quien las voces y los cuerpos de la mujer persiguen sin remedio cada vez que se adentra por los caminos de los montes. Ahora sólo había que alimentar la débil llama de las voces y la alegría femenina que subía ladera arriba hasta mi vivac. La noche se convierte en un templo, en el ara bajo las encinas se abre un espacio donde confluyen las maravillas que los dioses crearon para recreo y alborozo de una ternura huérfana que sólo calma su sed en la desnuda caricia de lo otro, lo no yo: ella.



Después soñé con ella, cierto. Quien no sueña con ella, miente, pienso, mientras prosigo mi descenso camino del valle, o es un bicho raro, me ratifico. ¿Cómo no han de llevarnos los sueños permanentemente a ella? Eso fue antes de la lluvia que como una pluma sobre el rostro empezó a despertarme en algún momento de la madrugada. Aguanté un poco a ver si aquello no iba a más, pero iba a más. Me levanté, tomé la linterna y me fui a ver cómo estaba el refugio de ocasión, una especie de aljibe cubierto bastante deteriorado. Limpié un poco una grada polvorienta y desplacé mis cosas a cubierto de la lluvia. Y seguí soñando mientras fuera tronaba y el cielo se desplomaba alborotado de lluvia. Cuando amaneció seguía lloviendo, era obvio que no podría coger mi autobús de las ocho de la mañana. Para el segundo y último tendría que esperar hasta el mediodía, así que... seguí soñando.



Después de las nueve, deliciosamente descansado gracias a la lluvia y a los largos e inhabituales sueños que poblaron mi descanso, esas otras vidas que vivimos a espaldas de nosotros mismos, no llego a recordar lo que soñé pero conservo la sensación grata que dejaron en mí, sueño cotidiano en donde la presencia del yo, que se movía entre las bambalinas de la noche mientras fuera diluviaba, era patente en su enorme subjetividad un rato largo después que mis manos y mi cuerpo recorrieran otro cuerpo en la soledad del encinar. El destino del solitario es encontrar en la compañía de la noche el dulce fuego de otro cuerpo.
Cuando llego a Valldemossa el autobús de Sóller me está esperando. El contacto con la civilización va diluyendo poco a poco el encuentro del yo con el yo. Ahora espero el autobús que me llevará a Lluc, el punto de partida de la última etapa de mi recorrido por la Tramontana. Está cubierto cubierto y naturalmente sigo sin tener una tienda en la que guarecerme. ¿Encontraré algo para pasar la noche?





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