Ser masa



Cales de Mallorca, 03/08/11


Había dormido en Punta Amer, una pequeña península al norte de Porto Cristo, lejos del follón de Sant Llorenç donde parecía haberse concentrado el grueso del turismo de la isla. Un descanso para mi ánimo asustado por todo tipo de aglomeraciones, y más si se trata de preparar mi vivac marino que tanto gusta del fragor de las olas y del silencio. Tras dejar atrás la Punta Amer ya no fue posible caminar junto al mar, o peor, que no sabiendo qué hacer porque dudaba que hubiera camino, me decidí a seguir de mala gana las indicaciones del gps, que por esta vez estaban bastante equivocadas. Kilómetros de asfalto lejos del agua bajo la solanera del mediodía, cuando mi paseo podría haber sido junto al mar. Escarmentado, en Cales de Mallorca pregunté y me informaron que se podía ir todo el rato por el filo de los acantilados. Menos mal. Y además un recorrido bonito y solitario.




Pero antes fue un gentío de volverse locos. Yo había preguntado por la posibilidad de la sombra de unos pinos para mi siesta al camarero y éste me dio toda clase de explicaciones, junto a las calas, junto a las calas puedes echar una siesta donde quieras. Y era verdad, sólo que las susodichas calas eran algo así como un circo o una final de la Recopa, todo el gentío en medio del ruedo, o toreando a las olas o espanzurrados al sol de las cuatro y media de la tarde. Hacía mucho tiempo que no veía una masa tan formidable de gente junta, acaso en las manifestaciones del 15-M; tanta y tan alegres y divertidas. El motivo eran las olas, grandes y calmosas olas con las que todo el mundo jugaba a placer. Desde lo alto busqué un sitio, mínimo, discreto, en donde poder dejar mi impedimenta y darme un baño entre el gentío. Imposible. Con una densidad de bañistas de tres o cuatro personas por metro cuadrado, je, aquello era imposible. Además, qué corte, un tipo algo desarreglado, sudado, las piernas llenas de arañazos, con gorro de cazador, gafas de sol, en un lado colgando una cantimplora, en el otro un aislante, una pinta de despistado entre el gentío que ni te digo. No, esto no era para mí. Pasé lo más deprisa que pude entre aquella masa humana y me fui derecho a buscar los pinos que ya veía sobre el acantilado al otro lado de la cala.






Uno es así, le asustan las masas, éstas sobre todo, festivas, tomadores de sol despanzurradas sobre la arena, un día tras otro sumidos en la indolencia de la solanera. Me siento tan ajeno a todos ellos que me doy prisa como si tuviera que atravesar un río lleno de cocodrilos. No muy lejos de allí, tras una breve cuesta, están los pinos, densos, cubiertos sus pies con la ocre alfombra de la pinácea. Allá me vuelvo a sentir a salvo, solo con mi timidez, vuelto otra vez a mi estado original de caminante de aficiones e ideas un poco extravagantes.

Ser masa. Los efectos que la masa ejerce sobre el individuo constituyó el objeto de un notable trabajo de Elias Canetti, Masa y poder. Lo leí hace muchos años y aunque no recuerdo gran cosa de su lectura, sí me quedó la idea general de lo mucho que el individuo, influido por la masa, puede llegar a cambiar, tanto en sus apreciaciones como en la fuerza compulsiva que el hecho de formar parte de ella aporta a la persona. El tema es complejo para hablar de él en unas pocas líneas, pero bastan unos ejemplos significativos en la historia de la humanidad para hacerse cargo de hasta donde pueden llegar sus resultados: los movimientos populares de la Revolución Francesa, las grandes concentraciones de masa a las que Hitler enardecía con sus exordios; las concentraciones deportivas en otros planos; las manifestaciones sociales o políticas. La masa transmite una fuerza personal suplementaria de solidaridad con el grupo, con sus fines, que el individuo por sí mismo no puede desarrollar. Otro de mis contactos con la masa, y que para mí fue un auténtico descubrimiento, fue la participación en unos cuantos maratones; recuerdo con emoción siempre esos instantes en que los corredores, miles, expectantes esperan el disparo de la salida. Un algo indefinible, pero hermosísimo corre siempre por todo el cuerpo en ese momento; la adrenalina sube a borbotones dejando al cuerpo en una especie de plenitud y, sobre todo de sintonía y confraternidad con esos otros miles de corredores dispuestos a partirse el alma en ese nada desdeñable reto por llegar a toda costa al kilómetro cuarenta y dos.
El último veinticuatro de julio, además de gente, mucha, y de una comunión de ideas, todo aquello que provoca desde tanto tiempo atrás nuestra indignación como personas y ciudadanos, estaba por demás el ánimo festivo, la enorme fuerza acumulada en las largas marchas desde todos los rincones de España que esta gente transmitía a los manifestantes más modestos de Madrid, que sólo habían recorrido unas paradas de metro para llegar al inicio de la manifestación. Compartir con otros la indignación y la posibilidad de un nuevo proyecto político y social y hacerlo así, en encuentros multitudinarios, debe de constituir por añadidura un gran beneficio para el individuo. Yo raramente grito consignas, me cuesta, mi timidez tiene la culpa de ello, pero esto no es óbice para que me integre y sienta la plenitud emocionada de que algo importante está sucediendo.
A mi siesta subían constantemente los gritos de los bañistas saltando entre las olas. Sí, creo que me daban algo de envidia. Me hubiera gustado dejar de ser como soy por un rato y bajar a participar del jolgorio común que este inesperado festejo de olas traía a la playa. 


2 comentarios:

rake dijo...

Creo que si hubieras participado del jolgorio, no hubieras podido captar esos matices tan líricos del paisaje que te rodeaba. ¡Enhorabuena por tu linda percepción!

Alberto de la Madrid dijo...

Sí, también eso es verdad. Un saludo