Abantos. La aurora de rosados dedos



  

Hoy amanecí sobre la cumbre de Abantos, allá arriba sobre El Escorial. ¿O no fui yo quien amaneció? Viejo rito de recogimiento y expectación frente a la salida del sol que alienta a los bípedos de esta planeta desde el principio de los tiempos; el sol que fecunda la tierra y estimula la vida sobre su faz. Esa inquietud de ver despuntar al astro padre sobre el confín del horizonte, viejo deseo que ha movido a los hombres a subir a cubierta antes del alba, a ascender a las montañas, a levantarse con el rocío resbalando de las hojas de los árboles para contemplar con la emoción contenida como el gran astro asomaba tímido y solemne sobre la inmensidad del mar, sobre el llano de Castilla, allá sobre la leve bruma que se espesa en el fondo de los valles ateridos de frío. Culturas primitivas que veían en él el principio de toda vida, el nexo con una eternidad en donde aliviar el frío y las penas; el sol de las cosechas y del lívido amanecer que viene a llenar con su calor el universo glaciar de las noches de invierno.
"Apenas el alba con sus rosados dedos mostróse en el cielo, cuando el amado hijo Ulises, dejando su lecho, se vistió prestamente, calzó hermosas sandalias y ciñendo la espada, arrogante como un dios, salió de su aposento".

"Mas, así que se descubrió la hija de la mañana, Eos de rosados dedos, congregóse el pueblo en torno de la pira del ilustre Héctor. Y cuando todos se hubieron reunido, apagaron con negro vino la parte de la pira a que la llama había alcanzado; y seguidamente los hermanos y los amigos, gimiendo y corriéndoles las lágrimas por las mejillas, recogieron los blancos huesos y los colocaron en una urna de oro, envueltos en fino velo de púrpura".

La furia de Aquiles por la muerte de Patroclo también se forja en esta milagrosa hora "cuando la aurora, de azafranado velo, se levantaba de la corriente del océano para llevar la luz a los dioses y los hombres"



Todo sucede como si la hora del alba hubiera sugerido a Homero la idea de concentrar en ella la solemnidad de momentos memorables de su poesía. Acaso sea verdad que dentro de las veinticuatro horas del dia unas sean de oro, otras y plata y las más de puro barro y venga de ahí esa especie de devoción ancestral por recogerse frente al alba o el crepúsculo (Caminante que vas buscando la paz en el crepúsculo, canta Franco Battiato). El paisaje no era una cosa del otro jueves, pero tenía su encanto, un encanto de colores cálidos, la suavidad de una aguada clara se extendía por el llano madrileño; la Machota y el cerro de la Cabeza cortaban el paisaje por el suroeste, al noreste la silueta azulina del Guadarrama, desde Siete Picos hasta las alturas del Yelmo dejaban acariciar sus pies con el bajío aterciopelado de la niebla; la cruz de hierro de la cumbre remitía a la impronta que los creyentes van dejando por las cimas de todo el país.

Era un precioso momento para demorar allí en la cumbre haciendo de ella mi rincón de meditación. Asumí la posición de loto, uní mis dedos pulgar y medio, apoyé el dorso de mis manos en mis rodillas y me sumí en la observación de mi respiración; reproduje como otras veces la imagen de las siluetas de los budas de piedra junto a los que me encontré una madrugada azul, cuando el alba todavía no había despuntado, sobre la prominencia de uno de los templos de Angkor. Aquellos budas de piedra, silenciosos, impertérritos, ajenos al tiempo, su silueta marcándose sobre el prusia que como un dosel cubría la selva, son una constantes en mis meditaciones, invitan a hacer de las cosas de este mundo una liviana y apacible transitoriedad. 


Hacía frío, un metro por delante de mí el roquedo caía a plomo sobre los pinares inferiores dando un salto de cincuenta metros; retenía la imagen de ese salto con los ojos cerrados, bastaba un paso hacia adelante para dejar de ser yo. Trataba de quitarme de encima el tráfago mental que me corre por dentro estos días, políticos, chorizos de toda condición, esa escoria social que es determinada clase de policía, el que uno se tenga que morir sin poder llegar a ver un mundo medianamente justo... ese puñado de listillos que acogotan al resto de la humanidad desde que el hombre descendió de los árboles. Dar respiro al cuerpo, hay otras cosas, le decía el otro día a Gema, una de las asiduas visitantes del Facebook que se desayuna con el trasiego social y político diario. 



No sé si a nuestro gato, porque tenemos un gato, parece, uno de esos huérfanos que quedaron de la gata muerta en nuestra parcela y del que hablaba días atrás en este mismo blog, le dirá algo mi impasividad matinal cuando asoma por la mañana antes del alba por la puerta de mi cabaña; pero la verdad es que me gustaría ser gato para intentar ver qué piensa él de todo esto, de la vida, de los gilipollas que nos gobiernan, de las cosas que le rodean, de nosotros mismos con los que juega al ratón y al gato sin fiarse todavía de que le vayamos a dar un papirotazo. Ahora que tengo un gato, me gustan los gatos. ¿Vos sos bueno?, le pregunta Mafalda a uno de ellos. ¡Miaou!, contesta el gato. Y volvía a Angkor, a la respiración, a los mantras, el sol sobre mi rostro, los ojos cerrados, el tiempo deslizándose suavemente por mi piel, el espacio bailando en la indeterminación, una débil claridad atravesando mis párpados.


Las dos últimas veces que subí a Abantos lo hice de noche y corriendo. Maravilloso tiempo, bua, bua, bua, de los maratones, cuando correr era la más preciada pasión del momento. ¡Aquella inusitada fuerza! Dejar el coche en las afueras de El Escorial y abriéndome paso en la oscuridad del pinar levemente atravesada por la luz de la luna, tirar cuesta arriba, ochocientos metros de desnivel sin un respiro, a buen ritmo, la sosegada soledad del bosque por compañía, el silencio, mis pies buscando en la penumbra el punto de apoyo; incluso el tropezón con una alambrada de espinos que fui incapaz de ver y que me dejó marcas de sangre en la frente, sólo un susto. Y más arriba, en las proximidades del collado, ese punto en que uno no va a ser capaz de seguir corriendo; y sin embargo enfrentarse al cansancio y mantenerlo a raya en el límite de las fuerzas, casi un desfallecimiento, ese punto que los maratonianos conocen tan bien en donde uno no sabe si va a conseguir llegar a la meta o la va a palmar. Y llegar a la cumbre, llegar donde la luz de la luna bañaba los pedregales.

Llegar al mismo punto en donde hoy abandono mi posición de loto y recojo mis cosas y empiezo a bajar la suave ladera hacia poniente. No estaría mal ser un gato, pero la verdad es que es mucho más interesante ser un humano, sobre todo cuando uno se realiza en el empeño de conseguir cosas totalmente inútiles, esa conquista de lo inútil que tantas veces apareció por este blog.







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