Libre te quiero. Diario de las cinco de la mañana.





Mi regalo de cumpleaños:
Para Rosa y para todos los que ayer tarde
oplamos las velas de tu 38 cumpleaños.


Durante los ejercicios de rehabilitación de esta mañana tuve una intuición. Recostado contra dos cojines miraba al fuego mientras alzaba y bajaba la pierna cuando, de pronto, me encontré subiendo el larguísimo y peligroso corredor de hielo del Monte Roseg en el macizo del Bernina, al norte de Italia. No había amanecido, el frío era hiriente y el cielo estaba intensamente estrellado; nuestros crampones mordían el hielo haciendo un rasrás hueco y agudo que rasgaba el silencio como si de una cremallera que estuviera abriendo o cerrando en el espacio de la noche se tratara. Habíamos sorteado hacía un rato el profundo y oscuro vacío de la rimaya que cruzaba de parte a parte la base del couloir y nos aproximábamos a la rígola, el peligroso corredor por donde se canalizan las rocas que se desprenden de la montaña. Era necesario atravesar aquel canal antes de que el frío cediese y el hielo tuviera oportunidad de reblandecerse y abandonar a su peso las rocas apresadas en él. Recordaba la advertencia de Nena antes del salir del refugio, tenéis que cruzar a toda prisa la rígola antes del alba. Los accidentes mortales en este tipo de canalizaciones eran siempre numerosos a lo largo de la temporada. Estábamos en los tiempos en que pasar los veranos en los Alpes escalando paredes y peligrosos corredores de hielo constituía una hermosa pasión a la que nos dedicamos con fervor de verdaderos amantes. La mia amada, decían nuestros amigos italianos.
Tuve la intuición de que sin darme cuenta podía estar empezando a recopilar material para un relato.




Aquel remoto día de escalada surgía en mi madrugada como un regalo de mi memoria estimulada acaso por la fría passeggiata de hoy, ese cielo nítido cuajado de estrellas que limpió la lluvia de estos días y que sin duda recordaban aquellas noches previas al alba camino de alguna cumbre, el espolón de la Brenva en el Mont Blanca, Les Courtes, el pico Bernina, el Cervino; esas alturas en las que la noche y las estrellas aparecen como parte de uno mismo, cuando la dicotomía entre el yo y el no yo queda rota para recuperar la unidad primigenia en que el yo y el universo son la misma cosa. Así es a veces esta hora del día; lo recordaba ayer tarde con mis hijos cuando en el calor de la conversación, unos y otros quitándonos las palabras de los labios, cuando en un momento hablábamos de la crisis, de las dificultades, de la maravillosa capacidad engendradora para nosotros y para nuestra madurez que tienen los conflictos y los momentos difíciles de la vida. ¿Qué sería de nosotros, qué sustancia sería la nuestra si en vez de haber pasado por el inconmensurable número de dificultades que hacen de la vida un noble oficio, hubiéramos nacidos de pie, con los gastos cubiertos, con las necesidades todas satisfechas, con nada por construir con nuestras propias manos, un techo, un abrigo, unos guantes para el frío, un jersey tejido para el invierno; qué si no hubiéramos pasado por situaciones difíciles, por dolores, por partos y penosos desencuentros, por el trance de la muerte de un padre o una madre; qué si hubiéramos vivido desde el principio entre los blandos lienzos de un fofo paraíso. Y a mí me salían las palabras —el elogio de las crisis que han de sustentar a la larga nuestra madurez y entrenar nuestro espíritu— con el impulso propio de los veinte años; precisamente de aquellos en que las dificultades y el peligro escalando montañas fueron para mí la mejor escuela de vida que jamás pude tener. Pasar frío y penalidades, enfrentarse al miedo y acercarse al filo de lo imposible —ese límite, diferente para cada uno, en cuya proximidad el hombre se forja a sí mismo, se templa, adquiere la forma y consistencia de lo que será su yo más genuino— era el más hermoso proyecto para aquellos años de formación.
Así es a veces esta hora del día; es cierto. En la chimenea ardían dos gruesos tarugos; la imagen de la película de anoche, el admirado Béla Tarr en su última producción, The Turin Horse y su cocina económica calentando una lóbrega estancia rural azotada por el viento y el frío, un viejo hercúleo de rasgos sacados del cincel del Miguel Angel del Moisés, pasaba fugazmente por mi memoria; mi querida Nena, fallecida hace ya cuatro décadas, enfundada en su chaqueta de plumón, gorro de lana y gruesos guantes de montaña —caía una rigurosa helada sobre el macizo del Adamello— caminaba a mi lado por la senda que conduce a Frésine.

 Nena, mi primer amor; ella tenía cuarenta y cuatro años y yo andaba por los veintidós. Amanecía por el hueco de mi ventana. También amanecía en aquella lejana madrugada en que escalábamos las estribaciones del monte Zebrú en el macizo del Ottles y una enorme roca se desprendió a su paso precipitando a mi amada en el vacío. Su cuerpo destrozado quedó inane sobre el glaciar mil metros más abajo. De pronto sentí vivamente que debía de escribir aquella dramática y hermosa historia de amor de mi juventud. Recordé a los amigos italianos, recordé el pueblo y el valle donde viví durante un año, una aldea aferrada a las laderas del macizo del Adamello frente a la que cada mañana y cada tarde las montañas, la niebla, la lluvia, el sol, el otoño encantado de sus alerces dorados y castaños interpretaban para mí una coreografía que jamás nunca creí tener la fortuna de contemplar.
También corría allí yo al amanecer, cuando las calles refugiadas en el silencio de la noche dormían el final de su sueño. Mis piernas trepaban por sus calles empinadas a encontrar los senderos del bosque que nacía poco más arriba de una pradería que llamaban La Pineta; mi trotada transcurría entre alerces y abetos mientras la luz del amanecer, la de rosados dedos, se esparcía por el cielo con su mancha de miel y nata.
Ella era maestra y yo estudiante de preuniversitario por libre, exempleado de banca por entonces y aspirante a no depender más de un patrón que le obligara a llevar traje y corbata. En estas últimas semanas trabajo en un libro de correspondencia que he titulado Libre te quiero. Un título que nació de la mano de Agustín García Calvo fallecido la pasada semana. Libre te quiero; ha sido un hallazgo encontrarme con este corto verso de García Calvo. Eso debía de susurrarme yo a los veinte años cada dos por tres, cada mañana que entraba en el banco para ganarme el sustento del día, cada vez que debía someterme a la disciplina de hacer un trabajo anodino indigno del afán de libertad que bullía dentro de mí. La vida me esperaba un poco más allá, la vida me gritaba desde el cálido granito, me reclamaba desde las abruptas paredes, desde el reto permanente del frío y del hielo. Vivir entre las cuatro paredes de una oficina de un banco era una degradación para el ser libre que llevaba dentro y que me pedía aire y campo por sustento. El aire viciado de la oficina me enfermaba.

Libre te quiero. Unas navidades conocí a Nena a través de unos amigos. Ellos habían sido sus ospite en el verano anterior durante unas excursiones en el Adamello y ella devolvió la visita seis meses después. Cuando le dije a Nena que dejaría de trabajar para dedicarme a estudiar, ella enseguida me ofreció su casa como centro de estudios. Fue el mejor regalo que me hicieron nunca. Poco antes de dejar el banco recibí una postal desde Cevo, su pueblo. Era una toma de la Concarena, una bella montaña que se ve desde la ventana de la habitación que ocuparía yo en mi anhelada vida de estudiante: La mia casa ti sppeta, había escrito Nena al dorso. En aquella casa comencé a practicar seriamente el ejercicio de mi libertad, un ejercicio duro en el que uno ha de invertir una parte sustancial de sus energías. Una libertad, que ayer, oyendo a mi hijo Mario en nuestra reunión del cumpleaños de Rosa, veía de alguna manera reflejada en sus palabras. El viento, el frío, la lluvia, los madrugones, el trabajo de ganarse el sustento con la tierra, parecían una materia prima adecuada para aprender a ser libres. Todavía había voces que se lamentaban por los tiempos que corren, pero acaso para las cosas importantes que conciernen a los seres humanos sean males menores. El ejercicio de la libertad y una rigurosa austeridad pueden ser engendradoras de un alto grado de satisfacción y binestar personal que será difícil de alcanzar de otro modo. 
Libres os quiero. Un beso y feliz cumpleaños.





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