El mundo se desgasta



Dejando La Gomera, 7 de diciembre







 Pasando por caserios aislados, camino de Hermigua, en donde se ve gente charlando al sol de la mañana; y con ello esa sensación de que el mundo se desgasta con los años. Que no era así cuando empecé a caminar a los veinte por lugares similares, que entonces era novedad plena, todo llegaba como mundo recién estrenado en donde mis ojos y mis oídos se abrían receptivos para aprehender la novedad, el detalle, la hora soleada de una mañana de otoño.
 Había salido de noche de la pensión. Los pueblos, hundidos en la profundidad de los valle, parecían estampas de navidad con sus hileras de luces anaranjadas apelotonadas en torno al casco urbano. El terreno por el que subo es abrupto, un espeso bosque de brezales y tejos. Seiscientos metro más arriba el camino se hace apacible, de campos de labor diseminado con grupos de casa aquí y allá.


Aprovecho para mi lectura matinal de Allan Watts, Los caminos del zen. La disolución del tiempo y del conocimiento. El camino del Tao no se busca, no hay camino que lleve a la perfección. El budismo zen se ejercita desentrañando una larga selección de koans, especie de absurdos acertijos mediante los cuales, y sin que intervenga la razón, los estudiantes ejercitan su intuición. Nada en el zen parece pasar por ese  reducto de la razón por el que nosotros intentamos canalizar toda nuestra actividad intelectual y religiosa.
Después el camino se vuelve a subir al monte, da largos rodeos por sus cumbres hasta que de repente queda frente a un abismo que se abre a sus pies espectacular. Seiscientos metros de rigurosa verticalidad salvan el vacío. El valle de Hermigua con sus casitas blancas a los flancos de la carretera, corre de sur a norte hasta bañar sus pies en el mar frente a la lejana mole del Teide.


Era el momento de tomar un tente en pie. Después me despanzurre bajo la agradable tutela del cálido sol de invierno. Quedé profundamente dormido.
Acorde con mi programa debía descender las empinadas ladera del valle de Hermigua y volver, a la tarde, a ascender la no menos empinada vertiente del otro lado del valle; dos días más de un camino que en mi mapa daba infinitas vueltas por el monte: cuarenta kilómetros deshabitados hasta llegar a San Sebastián de la Gomera, el final de la circunvalación a la isla.
Cuando entre el plato de sepia y la leche asada, le conté mi proyecto al camarero, me miro como si hubiera dicho una barbaridad. Me propuso algo más bonito y sencillo, un camino en dirección este que superaba la barrera de montanas en bucles bellos y espectaculares y que me dejarían en una a vista de pájaro de San Sebastián con la posibilidad de llegar ese mismo día hasta el mar.


Arrastrando mi pesada digestión me puse en camino siguiendo las indicaciones del camarero. Dos horas más tarde avistaba el mar desde una estrecha collada. El descenso volvía a ser abrupto. Cuando encontré un rincón en el camino donde era susceptible colocar mi tienda, una especie de nido de águila en mitad del despeñadero, descargué el macuto y me tome un descanso. Aproveche para llamar a casa. Según estaba marcando se me ocurrió que quizás hubiera un barco para la mañana siguiente hacia El Hierro desde San Sebastián. Victoria me lo confirmo: a las diez de la mañana. Había empezado a anochecer y allá lejos, muy lejos, las luces de la ciudad parecían tentadoras de alcanzar. Decidí abandonar mi nido de águila y llegarme aquella misma noche hasta San Sebastián de la Gomera. En la oscuridad perdí el camino un par de veces. Después, más abajo, alcancé la carretera. Mi itinerario se hundía en la oscuridad al otro lado del asfalto. Decidí no seguirle y acogerme a la seguridad de la blanca línea que que señalaba el límite del arcén. A tres kilómetros de San Sebastián dispuse mi vivac.
El cielo era una mancha rigurosamente negra en donde brillaban las estrellas nítidas y acogedoras. Un cielo de esos que sólo se ven en el interior de las cordilleras o en alta mar. Mis paseos de las cinco de la mañana de este año nunca vieron un cielo tan magníficamente estrellado. Por el este una estrella fugaz dejó un rastro luminoso que parecía hundirse en el mar.
Me duermo recordando versos de Basho:

Mi choza de paja:
ancho y largo menos de cinco shaku.
¡Qué carga poseerla! Pero la lluvia…

         ***
A caballo en el campo,
y de pronto, detente:
¡el ruiseñor!
        ***

Sobre el tejado:
flores de castaño.
El vulgo las ignora.

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