Vallehermoso, 5 de diciembre
La
noche se hizo interminable, cómoda pero larga. Amanece frío y húmedo aunque agradable de caminar por las alturas donde el fuego de este verano ultimo había
hecho estragos. Los altos de Garajonay son agrestes y están hermosos esta mañana, la niebla ocupa las cumbre a
ratos y deja el camino aislado, como subiendo en medio de la nada.
En
cierto momento, después de comer, tras atravesar barrancos crecidos de un verde
luminoso sobre terrazas que cruzaban la rigurosa verticalidad del lugar, el
bosque se hace tranquilo y como alejado del mundo; adquiere el encanto de los
bosques solitarios, tejos, brezales, laureles. Más adelante manchas verdes
brillantes y algunos helechos se abren paso en la oscuridad calcinada del
bosque muerto, bosque neblinoso de apacible silencio. Y donde se detuvo el
fuego reaparece el bosque tapizado de brillante terciopelo, de esas barbas
blancas que cuelgan de las ramas en las zonas umbrías.
Y
mientras sigo la historia de Thomas Wolfe, El
ángel que nos mira. Había leído el pasado mes algo de este autor, No hay puerta, y me había quedado con la
miel en los labios después de su corta novela. En esta nueva lectura me atrae
su carácter autobiográfico, lo autobiográfico me tienta, es una garantía que
aprecio.
Comí
en un bar de Chipude y ahora camino sin prisa disfrutando del bosque en dirección
a Vallehermoso.
Final
del día en Vallehermoso. Una larguísima jornada, esa sensación de parecer que
la mañana de hoy hubiera comenzado el día anterior. Tan diversos son los
paisajes atravesados. La mirada al mapa, como tantas veces apenas sirve para
nada, uno no logra nunca hacerse una idea de paisaje que va a atravesar, o
quizás es que me hago reacio a representármelo y por eso huyo de las
fotografías o los videos que bien podían dar cuenta de los lugares que voy a visitar.
Cuando rehuyo cierta información previa quizás no soy consciente de algo que
ahora me parece evidente. Quiero saber del esfuerzo que va a necesitar la
jornada y si voy a poder tener agua o comida en ruta, pero no deseo conocer
mucho más sobre mi viaje. Lo pienso ahora pero es del todo lógico, quiero que
el paisaje y su circunstancias me sorprendan, se vayan quitando la ropa poco a
poco para mí solo; sí, una especie de erótica del camino, la excitación de cuando
llegas a una cumbre, cuando un nuevo tramo de costa se alumbra entre los
barrancos, cuando el bosque de laurisilva se deja atravesar con la mirada.
¿Qué
gracia tendría hacer un viaje para el que te has preparado durante mucho tiempo,
un viaje al que te dedicas a matar a escopetazos hasta el punto de convertir tu
ir y venir en una sucesión de estampas y lugares que ya has masticado y
digerido antes de salir de casa?
No
preparar los viajes, dejarse sorprender por lo que viene, por una decisión
repentina que te lleva a otro camino, otro valle, otro pueblo.
No
deberíamos dejarnos llevar demasiado por los proyectos fabricados en casa. El
camino o el viaje deberían ser una finalidad en sí mismos. A veces nos dejamos
engañar por una cima, una ciudad, un preciso lugar, pero los buenos viajeros
saben que ello es accesorio, una mera disculpa para lo que verdaderamente
importa: el camino, la subida, el hecho de estar en ese tren o en la baca de
autobús camino de Nepal. Siempre es el camino lo que cuenta, lo demás es
accidental.
Creo
que es una figura adecuada esa de convertir el viaje, la caminata, en una
exploración, ir desvistiendo poco a poco a la chica de tus sueños, sus
barrancos, sus cumbre, un rincón como el de ayer escondido entre unos peñascos
donde brotaba cantarina el agua junto a un estanque cubierto de lentejuelas de
agua. Encontrar entre los muslos húmedos de los camino la cercanía del placer,
esos retazos de niebla que sumen en el misterio la tierra que pisas, dejando a
la misma materia lista para una suave y grácil acuarela. Y tú en medio, único
espectador, amante enamorado por el inesperado conjunto de un bosque quemado a
cuyos pies crece rabiosa y magnifica la vida, un negro y un verde que no son un
negro y un verde, que es la irresistible fuerza de la naturaleza que, lleno su
cuerpo de vitalidad emerge por las rendijas de la destrucción y el fuego con
inverosímil energía; ese verde rabioso que alfombraba esta mañana el bosque de
laurisilva, los brezales, los pies calcinado de las palmeras y los pinos. No
toquéis el bosque, dejadle a su aire y veréis como en unos años la generosidad
y la fuerza de la naturaleza hace ubérrima de nuevo esta tierra destruida.
Hoy
estaba tan metido a última hora en mi novela, ya se había hecho oscuro y yo
seguía impertérrito con mi lectura a pocos kilómetros ya del pueblo, que tardé
en darme cuenta que en la estrecha carretera, unos metros más adelante, había
parado un automóvil. El conductor me llamaba, que si quería que me bajaba hasta
el pueblo. Encantado. Me dejó frente al restaurante fonda del pueblo. Ni hecho
a posta.
Termino
el día en Vallehermoso con una sopita de pollo y una dorada que entra despacio
despacio con un gran jarro de cerveza.
La
noche anterior dormí sobre una mesa de tablas que encontré bajo un tejadillo,
hoy la suerte me trajo a una fonda, quizás mañana duerma en una playa o en las
profundidades de un barranco. Lo único que con toda seguridad no sucederá es
que pase la noche con alguna moza de parecidos gustos a los míos. A uno le
gusta la soledad pero ante la idea de que se produjera una aparición de ese
tipo me haría el hombre más sociable del mundo. Ya estuve a punto de invitar a
mi amiga Rita a esta excursión de las islas, pero me parecieron muchos días, me
pareció que lo mismo al final del día me iba a echar a mí mismo de menos. Conflicto
en ciernes; por una parte mi gusto por la compañía y por la otra mi también
afición a mí mismo, a andar todo el día a mi bola.
Tengo
otra amiga pero esta pertenece a las legiones de Lesbos y para pasar unos días
es un verdadero problema, más cuando se trata de dormir en los estrechos
límites de una tienda que no llega al kilo y medio, una estrechez extrema para
cuando uno sufre del mal de amores.
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