Final de viaje




La Maceta, 10 de diciembre

La música del mar lo llena todo. Estos días leía sobre la respiración en el budismo zen: imaginar que una bola de plomo entra por nuestra tráquea y pulmones y desciende lentamente expulsando todo el oxigeno de ellos y después observar cómo el aire vuelve a entrar despacio con naturalidad, sin ninguna presión. El mar es algo así, entra en uno por la vista y los oídos, es como esa bola de plomo, entra hasta ocupar todo el espacio interior, las células, el fondo de los los ojos, el ánimo; no ves, no sientes otra cosa que el mar. La caja de resonancia de la cueva, y tú en medio de ella con tu sueño o tu cansancio.

Autor: Aquí

Me daba la vuelta, muchas veces, el suelo era duro, y hasta que volvía a conciliar el sueño todo era el fragor de la negra oscuridad. Nunca tan negra y oscura como dentro de mi cueva donde el hueco irregular de su contorno apenas se diferenciaba de aquel otro de la noche del cielo cubierto. Y siempre el ruido cavernoso de las olas rodando por las entrañas del acantilado. Y conciliar el sueño y apenas transcurrido un rato volver a cambiar de posición. El paño de la noche siempre el mismo.
Ahora, sentado en la línea opuesta de esta gran bahía, después de comer, el mismo estentóreo golpear del agua. Recias construcciones de roca, pináculos constantemente sacudidos, recorridos sus flancos por la espuma y el martillo pilón del agua turbiamente esmeralda.
Nada me apremia. Me senté frente a los acantilados después de comer y no sé hacer otra cosa que mirar abstraído la llama blanca y liquida de las olas. Frente a mí grandes promontorios rocosos sobre los que rompe el mar. Mi camino de mañana sube vertiginosamente por la pared interna de este enorme cráter que es la isla de El Hierro, en esta parte, al noreste, una enorme pared que rodea desde los mil cuatrocientos metros, la bocana principal.
A lo lejos, envuelta en la bruma, apenas se ve el perfil de la isla bonita, La Palma.
Meriendo medio bocadillo de carne de pollo con alguna salsa que me gusta. Tomo café. Basho visita algunos templos antiguos en su camino. Yo visito los rincones del mar, verdaderos templos de esta tierra. Templos solitarios como recogidos sobre sí mismos en lo hondo de una concha. Hay que visitar el mundo fuera de temporada, fuera de la inevitable plaga del turismo.
Leo toda la tarde frente a la hermosura tranquila del paisaje, frente al mar. Pequeñas olas se acercan a las rocas como agasajándolas, acariciándolas.
Basho:  En Obanazawa visitamos a un tal Seifu. Hombre nada vulgar, a pesar de su riqueza.
El día octavo escalé el monte Gestan. Llevaba una bufanda de algodón en los hombros y una capucha blanca en la cabeza; conducido por el guía caminé ocho ri sobre nieves, bajo nubes y entre nieblas. Era como andar por esos pasos de bruma en las rutas del sol y de la luna. Al llegar a la cumbre, el cuerpo helado y la respiración cortada, el sol se ponía y la luna se asomaba, me tendí y esperé a que amaneciera. Cuando las sombras se abrieron y el sol apareció, me incorporé e inicié mi marcha hacia Yudono.
Haz como yo y compréndeme, cerezo silvestre: nadie me conozca, salvo tus flores.

Autor: aquí


Santa Cruz de Tenerife, 11 de diciembre

A la mañana, después de alejarme del mar, voy al encuentro de mi sendero, el camino de la Peña, que veo ascender enfrente abruptamente por una pared pasmosamente vertical. Cuando llego a su comienzo me encuentro un cartel de dos metros cuadrados dando razón de unos desprendimientos que hacen imposible el paso por el camino. Están trabajando en su reparación, dice el letrero (después me enteraría que ese cartel lleva clavado ahí más de diez años). La prohibición es demasiado explícita para no tenerla en cuenta. No me queda otra opción que utilizar el túnel que comunica esta parte de la isla con Valverde.
Hago auto-stop. Me para una pareja muy mayor; son alemanes; viven con un pie en su país y otro en El Hierro. Nos comunicamos en inglés. Son dos bondadosos ancianos, esa buena gente que circula por el mundo y que deberíamos también conocer para aprender a equilibrar la balanza de nuestro pesimismo. Me dejan un poco más allá del otro lado del túnel. Estudio los mapas, busco algún modo de evitar el asfalto, pero desde allí no hay naranjas, tendría que dar vueltas y más vueltas para eludirlo. Decido caminar directamente por la carretera hasta Valverde. Mi visita a El Hierro ha concluido.


 Tiene uno a veces la sensación de que el mundo está tan asombrosamente cerca que abruma su pequeñez. Vuelo entre El Hierro y Tenerife tras el fallido intento de hacer el camino de la Peña. De golpe la isla de La Palma esta ahí, también La Gomera. Se sale de los rincones apartados de las islas, de sus pequeños reductos de soledad, parece que estamos en un remoto lugar del mundo y tomas el el avión, éste despega y de nuevo el mundo es un pañuelo. En unos pocos minutos estaremos en Santa Cruz de Tenerife. Sensaciones, si no hubiera sensaciones la línea del electroencefalograma sería una meseta plana sin interés alguno. Lo malo es que éstas,  acomodadas en el silencio del tiempo que se repite a sí mismo, cada vez se hacen más renuentes una vez devorado el grueso de las novedades.

Anocheció. Salgo a la calle. Es agradable pasear dentro de nuestro invierno a una temperatura de ir en manga de camisa. En la plaza próxima un grupo de músicos se apresta a interpretar un villancico. Amigos, vecinos, gente que aplaude, alegría callejera. Villancicos, tan lejos, lejos como la misma niñez, cuando ellos llenaban los rincones de diciembre y la Navidad creando un festivo e inocente entorno que, pena, el tiempo terminaría por desprestigiar; sí, cuando empezamos a hacernos mayores y nuestro rígido escepticismo revistió de piedra nuestra espontaneidad. La música. Recuerdo las primeras impresiones al embarcar en el rio Níger, en Mali. Estaba todo oscuro, también el barco. Mientras subíamos por la rampa de madera que llevaba a cubierta arriba, a babor llegaba una música loca que coreaban decenas de personas. Niños de todas las edades, jóvenes, adultos y ancianos y señoras cantaban y bailaban poniendo en ello todo el cuerpo y el alma. Aquella gente era más pobre que todas las cosas pero parecía pasarse la vida cantando y bailando. Era un paisaje que vimos frecuentemente en aquel viaje. En Saint Louis, Senegal, al atardecer, en portales y bares, no faltaban a esa hora quien cantara y bailara durante horas. Uno siente cierta necesidad de volver a nacer para venir al mundo de nuevo con una ración mayor de espontaneidad.
Cuando empecé a trabajar en la escuela, por las tardes dábamos clases en las mismas aulas a un grupo de gitanos adultos. El poblado, que ocupaba el Cerro La Mica, junto al barrio Lucero de Madrid, a la noche, junto a una gran hoguera, se convertía en un círculo mágico donde nunca faltaba una guitarra, unas palmas y alguien que se arrancara a cantar. Para nosotros, entonces empeñativos "concienciadores" de aquella gente fue un regalo asistir a aquellas reuniones; allí se cocía otra vida, de la misma manera que se cocía en la cubierta del barco del rio Níger. Déjate llevar, decía mi amiga con nombre de flor una noche de farra en Kerala, al sur de la India. Y de verdad que lo intentaba, pero los resultados, pese al vino que circulaba, eran bien pobres. En situaciones como ésta uno llega a pensar que estaría dispuesto a vender el alma al diablo para ser diferente y poder entrar sin más en este baile que se ha formado en la plaza.
Dejé la plaza, sus músicos y el baile y paseé. Cruzaba una calle peatonal cuando me llamó la atención la voz robusta y decidida de una mujer mayor que parecía estar recitando un largo poema mientras iba de un lado a otro de la calle; llevaba una hucha en la mano. Lo suyo era un discurso solidario gritado a los cuatro vientos. La gente pasaba indiferente. A ella no se le quebraba la voz; sus "versos" tenían la sonoridad y el temple de un recitado de Shakespeare declamado sobriamente por Blanca Portillo. Atendí, con aquellas aportaciones callejeras habían podido comprar ya más de mil setecientos kilos de papas para la gente que lo está pasando mal en esta parte de la isla. Me acerque a ella, hablamos un poco. Deposité algunas monedas en su hucha y nos despedimos. Todavía me volví para echarle un vistazo, en una mano la hucha, en la otra un bastón con el que se ayudaba para caminar. Ella y su discurso se perdieron entre la gente.
Un poco más allá, sobre el muro, en anchos caracteres de medio metro, alguien había escrito estas palabras: Te amo Tami, perdón.

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