La Laja, 9 de diciembre
Los
músculos de mis piernas están tensos y torpes después de caminar durante seis
días. Se necesitarían semanas a este ritmo para endurecer debidamente mis
piernas y mis pies. La buena forma adquirida por una buena temporada de caminar
se va en un plis plas si no se mantiene el ejercicio, esa forma física en que
caminar durante días o semanas se convierte en un placer; placer por demás de
sentir el cuerpo fuerte. A veces, en estos días, pienso en la posibilidad de
caminar este invierno, la Ruta de la Plata o algo así, y la idea pestañea como
una luz intermitente que quisiera dar señales de vida. Arropado en mi vida
diaria, mis cinco de la mañana, mis libros, los trabajos de la parcela, se me
hace difícil dar un paso adelante y tomar una decisión. Pero la cosa me llama;
ese convencimiento de que en la vida dura, en el frío o en el esfuerzo se cuece
algo capaz de propulsarme y ayudarme a estar mejor conmigo, tira de mi.
Levantarse en nuestras latitudes temprano en invierno, recoger la tienda y
echarse a andar no es moco de pavo. Podía pensar que estas cosas ya se van
acabando, que uno va cumpliendo años, etc., pero la cosa no deja de ser un mal
engaño. Es cierto que las piernas no me funcionan bien del todo, pero el
problema real es doña pereza. Uno está muy calentito en casa, tampoco allí
faltan motivaciones; pero me produce cierta sensación de derrotismo abandonar
tantas posibilidades que el camino me ofrece. Entre los kilómetros áridos que
se tienen que atravesar siempre hay una chispa de gracia,
de luz, de extremo bienestar que compensa con creces el frío y el esfuerzo.
Ya dije: se me acabó la batería de la cámara. Tomé prestada esta foto de: http://grupos.emagister.com/imagen/la_laja_isla_del_hierro_canarias/1004-57582. "Mi cueva" era un lugar muy espectacular. |
Uno
y la eterna lucha con sus demonios. No tengo sueño, atardece, dejó de llover y
tengo ganas de hablar; y estoy solo y con el único que puedo pegar la hebra es con
este dispositivo electrónico que la gente utiliza para leer y que yo, haciendo
uso de su portabilidad y del poco peso, he adoptado a modo de prueba como
contertulio. Buen contertulio por cierto que pacientemente atiende a mi
discurso sin importarle un higo cual sea el contenido de éste, cosa delicada
que hay que tener en cuenta cuando el camino es largo y las noches tan largas.
Tuve
una amiga, a la que por entonces llamaba mi amiga con nombre de flor, en
correspondencia con otra amiga anterior a la que llamaba mi amiga desconocida,
ésta porque habíamos entablado amistad en el ciberespacio mientras hacia un
largo viaje por Oriente (de ella no sabía ni siquiera a que parte del mundo
pertenecía, pese a nuestra profusa correspondencia); pues bien, mi amiga con
nombre de flor terminó por unirse a un largo viaje mío de medio año en Sri
Lanka; viajamos juntos un mes por India y luego nos despedimos: ella voló a
Madrid y yo continué rumbo a Sudáfrica. Cuando ya en Madrid nos volvimos a ver,
decidimos hacer una buena caminata juntos en la isla de Lanzarote. Era
invierno. Ella no llevó un solo libro como acompañante, mientras que un
servidor iba cargado de ellos; para aquella ocasión había llevado un gran
tocho; Middlemarch. Aquella lectura me enganchaba cada momento que parábamos.
La agradable temperatura de las noches del desierto de lava de Timanfaya era
una cuna para mi lectura. Leía hasta las tantas de la mañana mientras al lado
el mar bramaba contra las rocas. Mi estado de ido con aquel libro debió de ser
una descortesía para mi amiga, ayuna de cualquier libro que distrajera su
atención durante los diez días que duró nuestro periplo. Aquella
fue nuestra última excursión juntos.
Mi amiga desconocida, que mas tarde sabría que vivía en Buenos Aires, me escribió una vez diciéndome que yo debía de ser un tipo muy difícil para convivir, cosa en la que no parecía estar de acuerdo mi pareja habitual, la buena hortelana con la que comparto la mayor parte de mi vida (Nota a posteriori: mi compañera, que tiene la paciencia de leer todo lo que escribo, y no deja de poner los puntos sobre la i cuando lo cree oportuno, me manda más tarde una línea que dice: ¡Cómo que yo no estaba de acuerdo con tu amiga desconocida! Ahí dejó su observación como recuerdo de que la memoria puede dar un traspiés en cualquier momento).
Mi amiga desconocida, que mas tarde sabría que vivía en Buenos Aires, me escribió una vez diciéndome que yo debía de ser un tipo muy difícil para convivir, cosa en la que no parecía estar de acuerdo mi pareja habitual, la buena hortelana con la que comparto la mayor parte de mi vida (Nota a posteriori: mi compañera, que tiene la paciencia de leer todo lo que escribo, y no deja de poner los puntos sobre la i cuando lo cree oportuno, me manda más tarde una línea que dice: ¡Cómo que yo no estaba de acuerdo con tu amiga desconocida! Ahí dejó su observación como recuerdo de que la memoria puede dar un traspiés en cualquier momento).
Bronco,
incansable, haciendo caso omiso de mí y mi charleta, el mar sigue a su bola, de
color algo más denso, irracional, sustentando, sin él saberlo, en su enorme
vientre a millones y millones de seres que van de acá para allá naciendo,
alimentándose, creciendo, muriendo. En ellos sus cerebros no lograron la
consistencia idónea para adquirir autoconciencia, un pequeño destello de razón.
Junto a sus aguas nacieron también otros seres que siguen el mismo ciclo que
aquellos del mar. Ese eterno presente tan evidente en los que unas especies dan
paso a otras, nacen, crecen y mueren, tuvo sin embargo en algún tiempo, un
egregio descendiente al que accidentalmente las dimensiones de su cerebro
permitió llegar a una reflexión sobre sí mismo y sobre su entorno. Fue la de
Troya, este espécimen asumido por la soberbia de su mayor masa craneana y por
lo que de ella se derivaría, no conforme con el normal desenvolvimiento de las
cosas del planeta, lo primero que asumió fue que, dado que su cerebro era más abultado, esto debía de librarle del
hecho sustancial de morir. Rota la cadena de la muerte que iguala a todos los
seres, era necesario utilizar las facultades racionales recién aparecidas en la
funcionalidad del cerebro para de un puntapié deshacerse de la lógica de la
vida y de la muerte y hacerse un posmuerte a la imagen y semejanza de los
mejores sueños. El futuro estaba organizado... ya añadirían los visionarios y
sus servidores los detalles que faltaban.
Todo
nacido del mar, ese que se apresta a pasar la noche junto mi cueva paleolítica.
La cueva y el mar, en este momento dos símbolos arcanos de nuestro origen.
Quizás la reflexión necesite de estos arcanos para estimular nuestras neuronas
y poder desembarazarnos de la espesa capa de convenciones, algunas de las
cuales tan útiles fueron, que pesan sobre nosotros haciéndonos ver angelitos y
seres celestiales en las alturas; desembarazarnos de las mentiras que han sido
sustentadas por los popes de toda condición. Algo que ayude a ver la vida como
lo que es, lo que fue desde que algún ser marino especialmente dotado arribó a
la orilla del mar, vida bullente, sustentador de otras vidas y otras especies,
pero sobre todo vida humilde; vida
aunque tersa, vida sin más, pasto de gusanos una vez el ciclo se ha concluido.
El
ciclo de la vida, el ciclo del día y la noche, el ciclo de la luna y las
estaciones. ¿Por qué esa terrible manía de aspirar a más? ¿Esa falta de
humildad que refleja no otra cosa que inconformismo y soberbia? En todo caso
conversación con el mar, conversación desde mi cueva, la de Platón o la del
apesadumbrado Rilke.
Cada cual respiraba con su luz
el aire reducido de su cueva;
se olvidó de su edad y de su rostro,
y vivió como casa sin ventanas.
La
cueva de Platón a través de la cual vemos nebulosamente lo que sucede en el
exterior, y de ahí mi cueva y el mar que se extiende frente a ella, y la de
Rilke desde la que nuestra soledad percibe otro mundo y otro yo al que con duro
trabajo trata de integrar en su mismidad.
* * *
Y
estaba tomándome un café a la débil luz de mi linterna, cuando descubrí unas
palabras bellamente caligrafiadas sobre la gran mesa de madera: "Me corro
toa", decía allí con bonita letra caligráfica y un trazo final de firma
bajo las tres palabras.
Sobre
esta inmensa mesa circular, más apta para una reunión de alto standing que para
esta modesta y amplia cueva preneaderthal, la leyenda era to un homenaje a la
fuerza primigenia de la que yo había estado hablando hacía un momento. Así que
ahí está, no esos grafismos horteras que se dejan en las puertas de los váteres
de todo el mundo; no señor, letra señorial y bien caligrafiada, como si de una transcripción china de los tiempos de Confucio se tratara; esos grafismo que encontramos
Victoria y yo en los sinuosos caminos de Huangshan
mountains, en China.
Me
encanta esta espontaneidad, y si la autora es una fémina, como hace suponer el
expresivo toa, más aún. Que una moza en un lugar tan primitivesco como éste se
decida a dibujar con tanta gracia y arte ese me corro toa, denota la milagrosa
autoconciencia que asume el acto. No esa pajilla a medio escondidas, paja
apresurada llena de resquemor, infectada de mojigatería sin cuento que nunca puede
llegar a hacer nada por sí sin pedir permiso a la mamá o la santa Madre iglesia;
no, nada de santurronerías: Ahí va, como un susurro de champán descorchado en
el momento inaplazable: ¡Me corro toa¡ Quién pudiera haber asistido a semejante
evento. Dulce comunión con las fuerzas primordiales de la naturaleza: las
tormentas, la rompiente del mar sobre la noche, las rocas oscuras, el viento
que tumba los árboles. Así ese correrse bendito que debería de estar en el
libro de misa de todo creyente. Salud a prueba de bombas, toa, sin dejar una miga
de duda, con toda el alma, con todo el cuerpo, con los pelos erizados por la
corriente del deseo.
Y
mientras, más allá, el golpear de las olas, bombo y platillo para el final de una fiesta al alcance ahí no más de
la salvaje inspiración de las olas. Amén.
1 comentario:
Estoy de acuerdo Alberto, las piernas cuando quedan días en reposo cuesta trabajo darle órdenes para que respondan a la perfección, pero basta dar ese impulso, ese tirón y poco a poco van respondiendo. El cuerpo admite más que el cerebro permite.
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