La Laja, 9 de diciembre
Las
noches son tan largas en esta época que atraso lo que puedo el irme a dormir; pero
tampoco puedo hacer mucho más, después de caminar todo el día mi cuerpo está
muy cansado y no acierto a leer un par de páginas. Aun así remoloneo en el saco
de una forma desacostumbrada cada
mañana. Me engaño con que hace frío o con que no va a hacer un calor que me impida
caminar con tranquilidad después, y de ese modo me vuelvo a dar la vuelta y echo
otro sueñecito.
Hoy
siento verdaderamente no tener la cámara disponible. El paisaje de la costa
allá abajo mientras desciendo por pequeñas y ubérrimos barrancos es enormemente
bello. Grandes sabinas milenarias retorcidas y estiradas horizontalmente como
si el viento y las tormentas hubieran hecho de ellas la manifestación
violentísima de un amor desesperado, los cabellos al aire, el torso vuelto al
cielo como mostrando a los dioses el pecho abierto por el rayo.
Luego, en la
hondonada de los barrancos, los estirados elegantes dragos, el tapiz verde de pequeñas
plantas como nacidas repentinamente para adornar la mañana; los colores ocres,
tan diversos, jalonando las paredes húmedas de los roquedales. Y la soledad, la
sensación de aislamiento, de tiempo detenido y ralentizado entre otras cosas
porque más adelante deberé encontrarme con un balneario y restaurante apenas mi
camino toque el mar y se dirija, en un cambio brusco de dirección, hacia el
este. La costa, abajo, tiene el aspecto del carbón, una franja plana sobre al
agua que después cae en abrupto salto de lava sobre el mar. En la franja
costera, oscura y terrosa, destacan varios rectángulos de un lujoso verde
brillante de campos de cultivo abandonados, una pincelada de color como de
nieve sobre una extensa superficie de carbón.
Se me acabó la batería: Tomé la fotografía de Wikipedia. Había muchas obras de arte de estas características: una maravilla. |
Cuando
salgo del restaurante está nublado, la
temperatura es deliciosa. Bien comido y
bien bebido me dispongo a buscar un sitio donde tumbado pueda mirar al ancho
mar, más infinito desde esta parte del mundo. Calculo que en línea recta no
debe de haber más que agua antes de tropezar con la costa de Argentina. Y no
tengo prisa y me adentro por los jardines de lava, por los retorcidas trenzas
de roca negra y porosa revestida aquí y allá con los rústicos líquenes naranjas
que pueblan las ladera entre los pequeños dragos y otras plantas medianas de
las que desconozco el nombre. Jardín de lava de difícil tránsito que se asoma
al mar amigo con la indiferencia de una conciencia que no necesitara romper el
encanto de la existencia haciendo digresiones sobre el entorno, como hago yo. La
inmutabilidad que deja pasar por sí el tiempo y su cordura o no, ateniéndose a
la sabiduría del que contempla y calla, del que mira y no disecciona, está ahí
formando parte de la plenitud del momento, acaso adensando esa plenitud en sus
células, ajena a los procesos y las visiones, pero formando en su estar una
intima textura con todo lo que le rodea. Lo que trato de hacer yo con enorme
esfuerzo anulando cierto estado de conciencia y tratando de hacerme uno con el
mar y su arrullo incesante, con este jardín, con las nubes; ahora agradecido
parasol de suavidad y colores que amortigua los sonidos convirtiendo la
fanfarria de las olas contra los acantilados en cantinela para una siesta.
En
fin, descanso del caminante que definitivamente no tiene prisa porque su avión
para Tenerife no sale hasta dentro de unos días. El cielo esta encapotado. Las
montañas que he recorrido estos días, toda la dorsal de la isla, están
cubiertas y a nivel del mar la temperatura es sumamente agradable. Quizás en
vez de la siesta me dedique a seguir las caminatas del poeta japonés que estos
días me acompaña arrebujado en los bites de mi ebook.
Y
no parecía pero inesperadamente pasó una nube y se puso a llover y tuve que recoger
todo aprisa y bajar a investigar a dónde se dirigían unas escaleras muy cucas
que bajaban hacia el mar, una enorme cueva previsiblemente, una milagrosa como
la de Lourdes, en este caso equipada con grandes mesas circulares para no menos
de veinte comensales, más anchos y confortables bancos de madera
suficientemente amplios como para preparar en ellos mi cama para esta noche.
Estate confiado y los acontecimientos se desarrollarán de acuerdo a tus
necesidades. ¿De quién era aquella curiosa idea? Eran palabras de un
peregrino eremita que encontré en el camino de Santiago. Sus ideas eran simples
y prácticas. La ley de la atracción, llamaba a aquello. Piensas con todas tus
fuerzas en lo que quieres, y ahí sin más tardar lo tendrás. No era mi caso hoy,
que pensaba en todo menos en que iba a llover; pero cuando empezó a hacerlo no
me quedo más remedio que desearlo, desearlo por carambolas, vamos, porque en
los alrededores sólo había un desierto de gruesas aglomeraciones de lava.
Aquel
deseo mío, implícito y sin llegar a formularse, debió de oírse desde lejos en el
tiempo, porque la obra, escalera, mesas, tablones cepillados y bien dispuestos,
era una cosa que requería tiempo y mucha mano de obra, y todo para que me estuviera
esperando con los brazos abierto un día después de la festividad de la
Inmaculada Concepción (inmaculada, que no tiene mancha; vamos que lo otro cosa
sucia debe de ser… estos popes y sus problemas de entrepierna; eso sin contar con
el hecho de inventarse una virgen contra natura en toda regla). Quien lo oyera
no sé; pero se agradece por el trabajo que se tomó para que este lugar tan cuco
estuviera bien dispuesto y a mi servicio un anónimo día de diciembre del
presente año.
Ahora
el mar rompe estruendoso a pocos metros de mi cobijo, que como enorme tripa
vacía de un instrumento de cuerda, actúa a modo de caja de resonancia. Bajo el
arco rocoso de mi cueva se ve nítida la línea del horizonte sobre la que flotan
unas nubes de plata sucia que dejan pequeños rastros de un cielo azul que
parecen robados a alguno de los lienzos de Tiépolo que cuelgan en los muros del Prado.
¿Cuántas veces caminando por alguna de nuestra
islas, éstas o las Baleares, o junto al mar de Galicia, no se me habrán ido los
dedos a hacer los elogios del mar, sus misterios, su luz, su música, el bálsamo
que llega a mi ánimo cuando a la tarde, cumplida mi jornada de muchas leguas,
me siento frente a él sobrecogido por su infinita y entrañable compañía?
¿Cuántas veces habré evocado a mi vez esas tantas lecturas que junto a las olas
han ido devanándose obedeciendo a esa acaso ley que citaba anteriormente de la
atracción, que busca poner en concomitancia los sentimientos propios con los de los poetas que uno admira? Aquellos versos de John Keats que ya cité caminando por La Palma un día muy parecido a este:
Vosotros, que tenéis el oído anegado
en roncos gritos,
cansados de las mismas melodías,
sentaos cerca de una de esas grutas
del mar, y ensimismaos
hasta que os sobresalte algo así como
un canto de sirenas.
El
monótono y reiterativo mar debe de albergar en su interior nobles y ocultos misterios que nuestra pobre lengua apenas es capaz de expresar. El mar y su
encuentro con los hombres, más si el hombre esta solo junto a él, es fuente de
visiones y estados de conciencia que raramente se producen en otros lugares que
no sean los desiertos, los parajes apartados o las salvajes montañas. El fragor
envolvente, su infinitud, la intemporalidad que el movimiento de las olas
impone a nuestro ser permiten que en su compañía trascendamos nuestra condición
corriente y seamos presa de un intenso nosequé que acaso las religiones
orientales, y con más precisión el budismo zen, buscan mediante intensos
momentos de meditación.
Quizás
la sabiduría implícita de los eremitas de toda condición consista en buscar acomodo
allí donde mejor se oye precisamente el latido del mundo, el respirar del
planeta sin tiempo en donde la vida transcurre en un ininterrumpido presente. El
tiempo nuestro y el del Cesar, de Leonardo, de la Revolución Francesa en una
sincronía difícil de comprender, pero que la mecánica cuántica moderna empieza
a estudiar como probable: El Universo es un
bloque de espacio-tiempo fijo; todas las horas pasadas y futuras son igualmente
presentes. ¿No es el mar el ejemplo más plausible de esa intemporalidad, un
elemento en donde presenté y pasado no tienen sentido? Por demás, ¿no sería en
la cultura de la antigua Grecia, esa imagen de Odiseo atado al palo mayor para
no ser seducido por el canto de las sirenas, un notable indicio, un símbolo, de
que algo profundo e incomprensible se escondía entre el fragor marino y la
rompiente imagen de altos acantilados donde unos seres con aspecto entre mujer
y pez cantaban? Los hombres han tratado siempre de revestir su incomprensión
con historias que la aclaren. Por demás grutas como la que habito hoy fueron
los lugares preferidos por las vírgenes para aparecerse a sus devotos. Unos
peñascos arrasados por las olas en medio del mar eran un espacio más idóneo,
más lleno de contenido mistérico y poético para aquellas gentes que estaban
empezando a poner los cimientos de nuestra civilización occidental.
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