Niebla en las cimas de El Hierro




Los Dornajitos, 8 de diciembre


Amanecí en medio de un campo de niebla. Quise hacer algunas tomas pero descubrí que a la cámara se le había acabado la batería. Sólo tuvo fuerzas para dejar constancia de mi tienda sobre un espeso prado en el que acababa de levantarse la niebla. Era tarde. Dejé a mano la capa de agua en previsión de que se pusiera a llover. El paisaje era verde, un verde saturado que resaltaba bellamente sobre el ocre oscuro del camino de lava.
Magnífica mañana para caminar aunque echara de menos la vista de las quebradas del norte que hacen de borde al inmenso cráter de la isla y sobre cuyo labio superior discurría mi camino.
Con días así prefiero no leer. La niebla produce en mi ánimo una tranquila placidez. Atravieso bosquecillos de pinos que deja caer en forma de lluvia el agua acumulada durante la noche en sus hojas. A veces el sendero abandona los pinares y se sube a una oscura loma cubierta de lava. Pequeñas manchas de verdor crecen sobre ella. Debe de ser corriente la niebla en estos lugares, el camino se encuentra balizado en las zonas desarboladas donde la senda sobre la lava se hace difícil de seguir.
Me extraña no haberme encontrado en estos días con el señor viento, un fenómeno casi omnipresente en estas latitudes. La previsiones eran vientos en torno a los treinta kilómetros por hora, pero se ve que en consideración al caminante han dejado sus bufidos para otro momento. Recuerdo una ocasión en Fuerteventura en que a las tres de la mañana tuve que salir del saco y buscar un rincón en lo hondo de una cárcava porque el viento se lo llevaba todo.
Mi manía de no desayunar hasta que no llevo un par de horas caminando es una de las mayores tonterías que hago durante el día, pero el caso es que sigo siendo incapaz de tomar nada al levantarme. Después de hora y media me tuve que parar porque veía que no llegaba al final de la siguiente cuesta. La visión no alcanzaba más allá de los veinte metros. Engullí lo que pille a mano y seguí caminando por las laderas de lava donde las botas se hundían ligeramente. Mi idea era seguir la cordal hasta el final de la isla para luego descender junto al mar, pero no encontré rastro de camino ni en los mapas ni en el GoogleEarth. Con  esta duda la cosa estaba en el aire. Lo mismo si me lanzo campo a través por una loma desconocida salen los lobos y me dejan apañado. El caso es que la alternativa segura da una vuelta de mil demonios y probablemente sea de asfalto, algo nada estimulante.
Después sucedió  que me volví a echar al camino y ya no supe parar, a todos los sitios les ponía peros. Y lugares los había a montones, prados verdes, bosquecillos de pinos, sabinares;  en este pequeño rincón de la isla no faltaba nada. Se había ido la niebla y aunque nublado el paisaje era hermoso y bucólico. En una ladera me encontré a un hombre de edad ocupado en recolectar barasa, una especie de puerro chiquitín que se usa en ensaladas y en platos de verdura. Me sacó de dudas sobre el itinerario que debía seguir para alcanzar el mar en el extremo occidental de la isla.
Dormí en una prominencia desde la que tenía una ancha vista sobre el mar. El sol, en su esfuerzo por atravesar las nubes, pintó por encima del horizonte una hermosa aguada de rojos y rosas que se abrían paso entre unas nubes llenas de redondeces en cuyo rincones vibraban fragmentos de añil en curiosa mezcolanza con una variada gama de naranjas. El miradero era una alta pared de roca en forma de arco. Espere allí hasta que todo a mi alrededor estuvo oscuro. La mancha del mar se confundió con el cielo y la tierra. Era tiempo de meterme en la tienda. 



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