Hacia La Gomera


La Gomera
Diciembre de 2012




 Ferry entre Tenerife y La Gomera, 4 de diciembre



Un barco de otra época se mecía temprano en la bahía de la playa de Los Cristianos.
Ayer, cuando iba a encender la chimenea, reparé en que los folios con que iba a hacerlo en su dorso contenían unos versos. Al principio del otoño hice limpia entre mis cosas y como resultado de ello montones de papeles fueron amontonados junto a la chimenea para servir al fuego. No los miré con mucho detenimiento. En vez de hacer fuego con ellos los guardé para mirarlos más adelante, quizás cuando ya estuviera de viaje; una simple curiosidad. Ahora estoy en la cubierta del Volcán de Taburiente, el barco que hace el servicio esta mañana entre Los Cristianos y San Sebastián de la Gomera. Al ir a meter el billete en mi bolso me tropecé con aquellos folios; es curioso cómo montones de papeles fueron garabateados tiempo atrás para convertirse después en material propicio para encender el fuego de mi chimenea de un invierno cualquiera, caen accidentalmente en mis manos poco antes de poner bajo la llama de mi mechero y cómo me detengo un instante para ver qué es lo que está escrito allí a punto de desaparecer, y cómo de nuevo, el trozo de alma que aquellos versos recogían de una lluviosa tarde madrileña, vuelve a mí con fuerza nueva en esta espléndida mañana mientras navego por el Atlántico camino de una isla en la que espero perderme unos días con el único objeto de caminar y admirar los bosques de laurisilva de Garajonay. Y sí, cómo me admiro de lo que allí se dice, del cómo de la suerte que tuve de vivir una experiencia de la que manaba pus y un toque de iluminación y dicha; la carne de quien ha resucitado tocando con la yema de los dedos un pedazo de dichoso infierno y entre cuyas llamas el paraíso mostraba el esplendor de un gozo desconocido. Y así, mientras hago tiempo para tomar el ferry, echo mano a eso folios que se salvaron del fuego y antes de tirarlos a la papelera leo el mutilado final de un poema:



…y antes fue pasear la ciudad
cerrar los ojos bajo la lluvia
en un banco del paseo del Prado
donde tiempo atrás, un día de abril,
me embadurnaba de vaselina apremiado por un maratón;
fue comer crema de espárragos y bacalao a la vizcaína,
y sestear en una calle de Lavapiés
repantigado en el interior de un coche,
y orinar largamente en un caperuzón de plástico verde botella.
Llovía. A veces estruendosamente.
Era grato mirar deslizarse el agua en el cristal del limpia.
¿El cometido?
Llenar mi tiempo de tiempo,
amontonar las horas como se amontona el carbón frente a una mina,
y mirarle a los ojos.
El tronco descortezado de la ciudad
soltaba espinas que se introducían entre las uñas y la carne de mis dedos.
También estuve en el teatro,
Y cené con mis hijos,
Y terminé clavando palabras sobre la brumosa claridad de un monitor.

Y mientras vamos dejando atrás el puerto y la silueta a la aguada de la mole del Teide, el nombre del barco arrastra tras de sí el recuerdo de mi caminata del pasado año a través del abrupto escenario de la Cadera de Taburiente, uno de los pasajes más salvajes que conozco. Una magnifica experiencia que lo fue por demás debido a las condiciones con las que tropecé, un día de niebla y ligero orballo que hacía de aquellas cárcavas y desfiladeros un escenario propio para el principio de los tiempos. Su soledad ponía una excitante emoción en todo mi cuerpo. Caminar solo tiene con alguna frecuencia cierta clase de compensaciones imposible de captar entre el ruido de las muchas voces; atento como está uno a sí mismo y a cuanto le rodea, agarrado por el peligro, la lluvia, esa inmensa soledad de los derrumbaderos de las paredes internas del volcán, la sensación de vacío y de camino entre la nada y las nubes, el tiempo pasa absorbido y magnetizado, como si no existiera; y yo dentro de él como dentro de una bolsa amniótica de la que extrajera toda la sustancia vital del momento. 


Una experiencia que he vivido de maneras diferentes en estas islas, que contienen sin duda una parte importante de nuestros mejores rincones naturales; los asombrosamente ubérrimos barrancos de La Palma, las dunas y salvaje costa noroeste de Fuerteventura, los colores del mar y de lava de Lanzarote, su barranquera del norte, el paisaje lunático de las Cañadas del Teide... Lo que me queda por descubrir lo tengo por delante estos días: Gomera, Garajonay, el enorme cono volcánico de la isla de El Hierro; incluso me dé tiempo antes de Navidad a pasear por los altos de Gran Canaria. Depende de cómo tenga el ánimo, las piernas y lo mucho o poco que me empujen en casa para que vuelva a mi monasterio a arreglar arriates, plantas frutales o atender al mantenimiento de nuestro entorno conventual en donde un servidor y mi chica, la hortelana, hemos tenido la suerte de organizar la vida de nuestro último invierno.  De ese modo lo sentía ayer por la mañana cuando solo en casa sentía el estremecimiento de la vida en medio del bosquecillo de las acacias, los álamos blancos, la pajarería de las ramas en donde había un huésped nuevo que no falta cada año en esta época: la abubilla que no duda en hacer su nido cada primavera en el desván de casa.


 Me costó salir del monasterio y la celda de mi cabaña, pero aquí estoy en una mañana de invierno en un ferry sobre las aguas del Atlántico empujándome a mí mismo hacia el borde de lo desconocido, a probar si con un poco suerte esa parte de mi yo que es la naturaleza y el mundo exterior, en donde mis pulmones y mis piernas buscan un poco de iluminación y de gozo en el aislamiento junto al mar, se hacen un hueco en mi yo de manera que ambos, ella y yo, podamos sentir algo de especial en el tegumento ordinario de unos pocos días de fin de otoño.









2 comentarios:

slechuga dijo...

Alberto me encanta seguirte en tus viajes aunque sea a través de las fotos, sin menos preciar tus excelentes textos.

Alberto de la Madrid dijo...

Se agradece. Han sido unos días majos estos de Gomera y Hierro. Nuestras islas son un tesoro.