Guillena, 23/01/13
Veintitrés de enero. De madrugada. De nuevo en camino. Un cierto
nerviosismo, como de quien emprende uno de sus primeros viajes. La
primera vez, no obstante, que me hecho a caminar por un periodo tan
largo con una expectativa de mal tiempo tan evidente. La prensa de
esta mañana anuncia temporales en toda España.
Me gusta notar en mi cuerpo ese conocido cosquilleo de los pequeños
acontecimientos, cuando de muy joven tenía en expectativa la
escalada de una pared especialmente empeñativa, una travesía
invernal en Gredos, esos casas. Más todavía en un tiempo, el de
ahora, en que parecía que iba a ser cada vez más difícil salir de
casa y echarse por ahí a patear el mundo. Me alegra encontrarme
estos regalos encima; porque regalos son estos retos que uno puede
encontrarse a la vuelta de la esquina. Regalos en un tiempo en que el
cuerpo se hace renuente a salir de la comodidad. Son enseñanzas que
nacen de la experiencia de mis madrugones diarios; también eso es
otra novedad, novedad fértil en si misma, pero sobre todo porque me
anima a otras cosas, me sirve de catapulta para otro tipo de
actividades. Cuando el frío o la lluvia dejan de ser un obstáculo
para convertirse en una atractiva manera de sacarle un poco más de
sustancia a la vida. La sensibilidad se afina, el cuerpo en vez de
chingarse ante el barro o la lluvia, se crece y encuentra caminos que
ni soñando pensaba que existían o que pudieran realizarse a estas
alturas. ¿Quien me iba a decir si no que algo así podía salir en
un tiempo en que tan perezoso estaba, en que era tan difícil salir
de la cama hasta bien entrada la mañana? Y sin embargo, ahí está,
fue la primavera última; lo fértil que puede llegar a ser la
excentricidad de ese madrugón diario. Después de perseverar durante
más de medio año en cosas así otros proyectos como éste empiezan
a ser posibles. La adrenalina estimula mi organismo, le dice cosas a
mi cuerpo que yo no podía esperar. Así que ahora ya es posible
caminar en invierno, bajo el agua, la nieve o lo que sea; incluso
sería posible vivaquear y pasar largas noches en mi reducida tienda.
Esa cosa de seguir yendo por la vida con el cazamariposas capturando
experiencias y sacando de sí pequeñas dosis de reconocimiento y
placer.
Viaje nocturno en autobús. Recuerdo de otros muchos viajes por el
medio de la noche en países dispares del mundo: Argentina,
Sudáfrica, Bolivia. Tan fértiles siempre, esas cosas que parecían
haberse acabado y que mi ánimo actual vuelve a resucitar y a ponerme
en bandeja delante para que aún sea posible el escondido gozo de lo
poco habitual. Cambiar la rutina del paisaje cotidiano por cortos
paréntesis de vivencias estimuladoras.
Runrún de voces, el suave rumor del motor, las luces de los
automóviles con los que nos cruzamos: alejarse. Unamuno y Machado
escribieron sobre ello, no recuerdo ahora los términos, los olvidé.
El sentido de alejarse, el deseo de llegar a algún lugar, la huida y
la esperanza de llegar a un destino: el presente siempre bailando en
la cuerda floja de estos dos hipotéticos tiempos. ¡Qué difícil es
permanecer plácidamente sentado en el presente! Siempre como
abocados al mañana, al ayer. Mi presente es este autobús camino
del sur, Sevilla. A él trato de agarrarme en medio de un calor
sofocante. Mañana estaré roto porque debería de intentar dormir y
no lo hago, pero tampoco quiero perder la oportunidad de recoger las
primeras impresiones de estos momentos de mi pequeña aventura. Mes
y medio de caminar por tierras de España, camino ahora de Santiago,
o del mar, o de... no importa el destino; lo importante es el camino,
las seis de la mañana atravesando la Sevilla silenciosa previa a la
madrugada, alejarse de una gran ciudad, llegar a desayunar a
Santiponce, echar un vistazo al anfiteatro, comprobar cómo funciona
la cosa, el camino, la mañana, el contacto con los sembrados y los
caminos llenos de agua. Volver a entrar en una vida cotidiana
diferente: caminar, leer, escribir, seguir un curso sobre cine,
volver a entrar en temas de antropología, política, historia,
religión, jugar a desentrañar el mundo mientras atravieso el
paisaje agrario de Andalucía, mientras amanece o mi senda sortea
olivares o campos de centeno. Me gusta. Me place esta soledad en
ciernes.
El pasaje dormita.
Cuando el autobús me deja en alguna parte de Sevilla a mi gps le
cuesta despertar, adormilado y legañoso confunde el sur con el norte
y el norte con el sur, como la paloma de Serrat más o menos. Le doy
unos meneos, cruzo la calle, le agito a ver si la agujita termina por
decirme donde está el norte de una vez. Y es que a este aparatito
mío cuando te paras ya no tiene manera de localizar la dirección de
la estrella polar. Mientras tanto me parece atisbar la cercanía del
Guadalquivir, quizás es una intuición olfativa. Cruzo la calle y
ya, ya ha despertado: una línea verde fosforito aparece en la
pequeña pantalla del dispositivo, a un centímetro más o menos de
donde estoy. El verde fosforito marcará cada vez que se haga oscuro
mi camino hacia Santiago a partir de ahora y durante mes y medio que
va a durar mi itinerancia por tierras de España, esta tierra que tan
inmerecidamente está siendo tratada por chorizos y depravados de
toda condición, toda esa gentecilla que se cobija bajo el azul de
una gaviota.
A las seis y media de la mañana, cuando empiezo a abandonar la
ciudad y el camino se hunde en la oscuridad de la orilla del río,
ancho y silencioso, algo asustado, pienso yo, ante esta invasión de
hormigón y el ruido matinal de los motores que llevan a la gente a
sus puestos de trabajo, en este rincón todavía lleno de sereno
discurrir; cuando abandono una pista de asfalto y bajo hasta la
orilla, el Camino de la Plata deja de ser de plata y se hace espeso
barrizal, puro charco. Está previsto encontrar caminos arcillosos
intransitables, pero no me los esperaba tan pronto. Lejos de las
farolas color caramelo y hundido en la oscuridad del sendero que
recorre la orilla, el aspecto de esta primera hora es un tanto
dantesco. Me niego a utilizar la linterna, palpo el terreno. Al poco
rato mis botas son dos grandes pellas de barro que tengo que
desprender cada pocos pasos. En algunos sitio los charcos ocupan el
camino por un centenar de metros y debo buscar pasos alternativos por
los prados inmediatos. En otro lugar encuentro un verdadero lago y
tengo que atravesar de rama en rama el paso. El ruido del tránsito
rodado viene a oleadas como un rutinario mar que fuera llenando el
aire con el ininterrumpido fragor de su oleaje, oleaje de la época
de las máquinas que invadieron el silencio, la tierra, las montañas,
cada rincón del planeta con su avasallador rugir de motores. Este es
el paisaje matinal. Más adelante, sobre un lomo negro que atraviesa
mi ruta, pasa estrepitoso y fantasmal la sombra de un tren de
cercanías; grandes gigantes de brazos abiertos, en cuyas manos
descansa el tendido eléctrico, recortan su perfil contra la débil
luz del amanecer.
El
trajín de ir sorteando los charcos calienta mi cuerpo, me detengo
para despojarme del jersey; descubro a pocos metros el torso
masculino de una reproducción de escayola. Curioso encuentro en la
oscuridad; en su pecho, en letras mayúsculas, está escrito: BÉSAME
TONTA. Observo que le falta una coma, trato de representarme la
escena, él y ella. Es fácil imaginarse ese tonta, lleno de cariño
y connivencia; quizás él está tratando de zanjar una pequeña
desavenencia; acaso ella es un poco tímida y él pretende infundirle
valor, quita de ahí esos pelos y dame un beso, anda; qué sé yo. El
lacónico lenguaje escrito sobre los muros, las rocas, o, en este
caso, el torso de una reproducción del tiempo de los romanos, tiene
una inesperada fuerza para el que se encuentra con ello. En mi última
caminata por las islas me encontré bien dispares, una en una enorme
cueva sobre la que golpeaba el océano, en la isla de Hierro; decía:
Me corro toa; otra en
las calles de Santa Cruz de Tenerife decía: Te amo Tami,
perdón. Estos mensajes sobre
los muros deberían tener sus mentores al modo en como mi hijo
Guillermo años va arrancando pétalos a la margarita del arte arte
urbano en su blog (Escrito en la pared)
pero en realidad el contenido de su blog. Su web, aunque lleve ese
título, no es fiel al mismo, en él tiene cabida más bien pinturas,
graffitis o manifestación no escrita. Escrito en la pared
debería acaso jugar a hacer una
interpretación de estas manifestaciones emocionales que hombres y
mujeres, bajo ciertos estados de ánimo, sienten necesidad de hacer;
sería una faceta que iría mejor con el título que encabeza su
páginba.
La
pasión por expresarse. De manera no muy distinta debían de obrar
los hombres del Neandenthal o del Cromagnon cuando en las largas
noches de invierno usaban los muros de las cuevas para convocar la
caza o expresar oscuros sentimientos. Testigos de estas sutilezas de
expresión aparecían no hace mucho en un excelente documental de
Werner Herzog, Cave of Forgotten Dreams,
que bien merece verse. Hace un tiempo aparecía en Escrito
en la pared, no obstante, un
graffiti que sí era escritura, escritura exhortación, amén de buen
hacer artístico, AMA LO QUE HACE, decía el graffiti. Pero eso era
otra cosa. El lenguaje de los muros, incluso el lenguaje de las
paredes y puertas de tanto servicios públicos, es un asunto que
merece la pena explorar en sí mismo y en el hecho de cómo puede
llamar la atención en el transeúnte que se encuentra con ellos. A
mí ese Bésame, tonta,
que me encontré al filo del alba junto al barrizal del camino, tuvo
la gracia de hacerme esbozar una sonrisa de connivencia, una leve
brisa, un susurro amoroso que no hubiera encontrado mejor modo de
expresarse de otro modo.
En algún momento el barrizal desaparece y, no muy lejos, me
encuentro con el campanario de una iglesia; las primeras luces del
alba pintan de caramelo el enjalbegado de las casas cercanas. Ayer
Quique, el chico de mi hija, la Gorda, que por cierto, ella, digo, no
gusta nada aparecer en mis notas viajeras, pero que la obstinación
de su padre no quiere tener en cuenta, porque a éste le gusta
escribir de lo que piensa y siente y natural es que ella y no ella
aparezcan en algún momento por aquí o por allá; Quique, decía, me
habló de Santiponce y de las ruinas de Itálica, por lo cual en esta
ocasión, haciendo excepción a mi no mucha afición a las ruinas de
otra época, me detendré a dar una vuelta por el lugar. Cuando llego
no está abierto todavía. Me desayuno en un bar mientras tanto.
La televisión está a mi espaldas pero es inevitable que oiga su
parloteo de esta mañana. ¡Alarma!, el país ha entrado en una
terrible ola de frío que puede acabar con todos los españolitos.
Vuelvo la cabeza y me encuentro a una empleada de televisión
embozada hasta las cejas junto al asfalto ligeramente cubierto de
nieve del puerto de Navacerrada. Dos grados bajo cero, dice, y pone
cara de estar a ochenta o noventa bajo cero, en pleno Polo Norte;
aspavientos, consejos a la ciudadanía para que se proteja de estos
dos grados bajo cero, que no dejen los papis a sus gachupines salir a
la calle, que los pongan con el radiador en el culo, no vayan a coger
una neumonía. Total, televidentes gilipollas, idiotas del culo a los
que entretener con memeces de tres cuartos. Eso sí, la presentadora
está de buen ver, sonríe mogollón, luce un modelito de muchas
pieles, blanco, de algún oso polar que atravesaba por Cotos y le ha
prestado su forro para dar el notición helador a los teleanonadados
televidentes. Jo, qué televisión, qué país, Dios santo. Con esta
gente en los medios, con estos planteamientos, las próximas
generaciones van a salir tontos de remate. Cuando estaba en el cole
de profe, los días que nevaba suspendía la clase y nos ibamos al
parque próximo a tirarnos bolas de nieve; cualquiera hace esto
ahora, pobres niños.
Días atrás veía el magnífico documental de Flaherty, Nanuk el
esquimal; la vida cotidiana de una familia de esquimales, allá
en la bahía de Hudson cuando los veinte grados bajo cero son como
estar en verano en Benidorm. Un hermoso documental que a mí me hace
recordar una fase de nuestra humanidad que estamos a punto de perder
en ese empeño por vivir entre algodones, lejos del frío y de las
dificultades de todo tipo.
Era hora de visitar Itálica, la ciudad romana de Santiponce.
Magnífica experiencia para una fría y soleada mañana de invierno.
Logro quitarme de encima mi impulso de hacer camino a toda costa y
me solazo paseando despacio entre los cipreses, sobre la piedra
milenaria de la ciudad. Los mosaicos del edificio Neptuno, de la casa
de los Pájaros, las termas, el anfiteatro. El edificio de Exedra con
sus salas para hacer deporte, sus termas, su compleja construcción.
Todo habla de una vida refinada y de un exquisito gusto por lo bello.
¿Como puede uno imaginar una concurrencia de veinte, treinta mil
espectadores dedicados en cuerpo y alma a los ocios más sofisticados
y, también, más salvajes? Me llevo conmigo especialmente el trabajo
de los mosaicos que cubrían el suelo de las casas principalñes. Ahí
están después de dos mil años, bajo la lluvia y el sol, como si
fueran a durar toda la eternidad todo este universo que fue cuna de
las familias de Trajano y de su sucesor Adriano.
No pude resolver una duda. Itálica está situada en un cerro que
sobresale sobre las tierras circundantes. ¿Cómo subían allí el
agua aquella genbte? ¿Cómo abastecían las termas? Desde que empecé
a trabajar en la escuela, en mi clase siempre hubo colgado en la
pared un buzón destinado a cualquier tipo de pregunta o curiosidad
que pudiera surgirles a mis alumnos. Todos los viernes, a una hora
determinada de la mañana, suspendíamos las tareas regladas y
abríamos ese buzón. Era el momento más apasionante de la semana.
Siempre estaba lleno. Los niños y niñas se sentaban alrededor,
encima de la mesa, en el suelo y uno de ellos abría el buzón y
empezaban las preguntas; las cosas más peregrinas y aparentemente
inocentes aparecían allí. ¿Por qué no se cae la luna sobre la
tierra y una piedra sí, por qué hay viento, por qué...? A mí
también era la clase que más me gustaba. Siempre deberíamos poder
tener a alguien que contestara a esas preguntas que nos surgen y no
sabemos resolver. Si yo hubiera tenido un buzón semejante al que
acudir esta mañana habría depositado en él esa pregunta.
El día se me va atravesando caminos de labranza; de vez en cuando
las nubes hacen rizos sobre la cebada, algunos caballones dibujan
largas hileras sobre la piel de la tierra terrosa. En Guillena,
pasada las tres de la tarde, me voy directamente al restaurante. En
el albergue me encuentro con Tristan, un canadiense oriundo de una
pequeña isla al sur de Vancouver. Hablamos largamente de los inuits
y de la bahía de Hudson donde Nanuk y su familia vivían; recordamos
los territorios de Yukón, el río Makenzie, las aventuras de los
pioneros del norte de Canadá. Y escribo y escribo preparando las
primeras notas de este mi primer día del Camino de la Plata. El
albergue, propiedad del Ayuntamiento, es un lugar cómodo y cálido.
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