Es martes,
estoy solo en casa; la idea de abandonar el confort de mi cabaña, el fuego de
la chimenea, los libros, mis largos ratos de nohacernada frente al crepúsculo,
tan bello estas últimas tardes, o las llamas, que tan cálidamente abrazan con
su calor un grueso leño de acacia, me pone un poco nervioso. Pienso en la
madrugada última, ventosa y fría, y que me obligó a embozarme y a abrigarme más
de lo costumbrado; también en la evolución que va teniendo Lori, la
protagonista de la novela que leo (Aprendizaje o el libro de los placeres,
de Clarice Lispector). Mis pensamientos van del libro al frío, al camino y a
los campos andaluces que recorreré en unos días, campos también al filo del
alba para aspirar una vez más el perfume que desprende cierta parte del día; y naturalmente tengo que recordar esas líneas que mostraban el ánimo de Lori: “¿Qué
hacía ella como ejercicio profundo de ser una persona? Se bañaba en el mar de
mañana... antes no iba a la playa por pereza y porque le molestaba la multitud.
Ahora iba sin prisas a las cinco de la mañana, cuando el olor del mar todavía
no usado la dejaba atontada de alegría. Iba a las cinco de la mañana porque era
la hora de la gran soledad del mar.”
La cosa
simple de salir a caminar por ahí se viste de la excepción de las expectativas
del frío y del amanecer como si ello fuera un cálido regazo en donde refugiar el ánimo a la espera de alguna leve revelación, una idea, el fresco soplo de una
alegría nueva mientras el cielo, como si el Principito hubiera hecho un veloz
recorrido por el horizonte encendiendo uno a uno los faroles del alba, se va
llenando de malva y ámbar.
Leer es
esta tarde un ejercicio de contemplación de la misma manera que lo es caminar o
contemplar el fuego, como hacía nuestro gato, Negrito, hace un rato. Trabajaba
en la corrección de un manuscrito junto al fuego de la chimenea cuando apareció
en el alféizar de la chimenea pidiendo clemencia. Negrito es un friolero y
cuando por la mañana después de ventilar se le invita a pasar el día en la
calle, aunque sea día soleado siempre trata de escaquearse, él prefiere pasar
la mañana perezosamente sobre las rejillas del radiador de la biblioteca. Hoy,
al poco rato de ser invitado a salir al aire libre, se puso en el
alféizar de la ventana como otras veces a pedir clemencia, pero como hacía
tanto frío me apiadé de él. Saltó corriendo al interior cuando abrí una rendija
la puerta.
Esta
mañana no me sentía muy diferente de un gato viendo la manera en cómo busca su
acomodo. Lo primero que hizo nada más entrar en la cabaña fue buscarse el
confort del sillón junto a la ventana del sur, en donde por demás se posaba la
calidez de este primer sol de mañana. Cuando me he querido dar cuenta la escena
era muy parecida a la que represento yo a menudo. Con la barbilla apoyada sobre
sus manos y con los ojos muy abiertos se encontraba extasiado mirando las
llamas de la chimenea; no les quitaba ojo. Escena muy propia para un día de
viento y de frío; nuestro Negrito ya tiene resuelto el día, hará eso, nada, se
tumbará al sol en el sillón y contemplará el fuego. En otro momento trepará a
los árboles por el simple placer de subir, comerá, hará pipí, fornicará cuando
llegué la primavera o las ganas, dormirá, querrá probar algún apetitoso bocado,
se peleará si es preciso cuando haya más de una boca en juego, jugará
largamente con sus hermanos en la parcela. Y le gustará que le hagan caricias y
gritará en las noches de placer y se enfadará cuando hagas algo que le molesta
o le hace daño.
¿De verdad
que somos tan diferentes a los gatos? Trata de quitarle una cría a una gata y
verás, comprueba el mimo con que las cuida y las pone limpitas como a criajo al
que preparan para ir a la guardería. Qué afán, ¿verdad?, el nuestro por querer
ser tan especiales, tan diferentes al resto de los mortales.
Decía más
arriba que me sentía inquieto. Miré combinaciones de transporte para Sevilla;
el AVE cuesta un riñón; después busqué autobuses y, viendo los horarios,
encontré alguno que por la módica cantidad de veinte euros me deja allí entre
las cinco y las seis de la mañana. Para seguir las costumbres de mis paseos no
estaba mal la idea de atravesar Sevilla y abandonarla a esa hora que ya me es
tan familiar desde la primavera, las cinco de la mañana, la misma hora que la
protagonista de mi novela usa para pasear por la playa; ese ejercicio profundo,
que atribuye Lispector a su personaje, de ser una persona. A mí no me parece
tanto, pero sí es cierto que la hora tiene miga, que la hora es propicia para
ciertos alumbramientos; a mí estos instantes se me presentan con alguna
frecuencia como augurales, siempre está la posibilidad de, como a cazador en
acecho de presas que se crucen en su camino, el olor de la tierra exhale un
especial perfume, la neta oscuridad mate de un sendero se vuelva
misteriosamente atractiva, una estrella fugaz cruce el cielo, un inesperado
párrafo termine por ver la luz donde antes sólo había la prosaica cotidianidad
de un amanecer más.
Y dejo
Sevilla y sus alrededores y vuelvo a mi libro, y leo: “Lo que no se puede es
dejar de amarse a sí mismo con algún impudor.” Y entonces caigo en que la hora
también es hora conventual y de diálogo con uno mismo y, sintiéndose mi ánimo
receptivo y propicio a rescatar pequeñas verdades que cazo en los libros o al
filo del alba, nada mejor que retener la idea para recrearla en esos momentos
que serán próximamente mi caminar temprano por la Vía de la Plata (vía, camino,
ruta, cualquiera de los términos vale). Meditar, orar, contemplar, retener
intensamente una idea propiciatoria no dejan de ser conceptos sinónimos,
ejercicios que alivian el espíritu del peso de la complejidad de vivir, sedosos
medios para tranquilizar nuestro ánimo y ponernos en comunión con el universo,
la tierra, el frío, la admiración por el hecho de estar vivos.
No sé si
Negrito medita cuando tumbado en el sillón con la vista en el fuego aparece
como extasiado. No lo sé, pero desde luego aquello tengo la impresión de que se
parece mucho a lo que a mí me sucede cuando metido a caminar pierdo el contacto
con la realidad que me rodea hasta el punto de pasarme continuamente todas las
señales habidas y por haber, conchas, señales rojijablancas, blanquimarillas,
todas; en unas ocasiones será culpa de mi consabido despiste, pero en general
tiene que ver con la charla permanente que uno mantiene consigo mismo o con
alguno de los autores que tarde o temprano terminan por escribir algo que el
caminante, devoto escrutador de aquello que le llama la atención o le choca, ha
recogido en sus últimas lecturas.
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