
Así que en esas
estamos, preparando mapas, aligerando el macuto, restringiendo impedimenta para
cumplir aquellos versos propiciatorios del poeta: ligero de equipaje, casi desnudo, como los hijos de la mar. El otro
día le preguntaba a Manuel, el experto andarín extremeño que anda ahora en el
proyecto de llegar hasta las mismísima puertas de la Acrópolis caminando, por
el peso de su macuto y el de sus compañeros; entre los ocho y medio y los
veintitrés kilos, me dijo. El peso, aparte de su componente filosófico a que
invitan los versos de Machado, es un elemento determinante no sólo para el
éxito del proyecto, sino también, y sobre todo, para conseguir que el camino
sea placer, contemplación, camaradería con los que te acompañan o comunión con
uno mismo y con la madre naturaleza, el suelo que pisamos, sus vibraciones, el
canto de los jilgueros.
Se ven macutos
tan enormes por ahí, esos veintitrés kilos que me decía Manuel, por ejemplo; también
esos viajeros que arrastran consigo media casa por el mundo y que a mí sólo de
pensarlo me pone la piel de gallina. Así que objetivo para hoy: hacer balance,
desechar lo desechable, sacar la lupa y un peso y sopesar cada elemento de la
impedimenta con detenimiento.
Veamos: la
tienda. La tienda, mi afectuosa relación con ellas, la ligera y la igloo. Si
nos decidiéramos a hablar de nuestros afectos, nuestras querencias con los
objetos, prendas que nos han acompañado durante la vida, seguro que podríamos
descubrir en viejas texturas de lana, en cuerdas, botas, telas en las que nos
hemos guarecido durante tantas tormentas, tantas noches, una muy particular afección.
El otro día, ojeando algunas fotografías de varias décadas atrás, me sorprendió
encontrarme bajo la lisa pared de la Punta Amezúa de los Galayos preparando la
cuerda de escalada vestido con un jersey de tosca lana verde con un refuerzo de
cuero en el hombro que pacientemente había cosido mi madre para preservarlo del
roce de la cuerda de los rapeles. Fue como encontrarse con la imagen de un ser
querido al que descubrimos inesperadamente después de décadas a la vuelta de la
esquina. Aquel jersey abrigó durante años mi cuerpo sediento de aventuras de mi
primera juventud, me acompañó por riesgosas paredes de granito, recorrió
conmigo las anfractuosidades de muchas montañas, abrigó mi cuerpo en una noche
de vivac improvisado en una grieta de un glaciar a cuatro mil metros, vivió
conmigo el esplendor de la aurora de
rosados dedos desde la cumbre del Cervino o del Mont Blanc, de tantas otras
cumbres. Así también mis tiendas. Me encanta dormir en ellas, allá donde me
pille la noche, en una cumbre, entre unas rocas donde golpea la impetuosidad
del mar, en los llanos de grillos y perfume de Castilla. ¿Cómo no llevar mi
tienda en este nuevo camino que me ha de llevar por segunda vez a Santiago?
Levantarse con la escarcha, recogerla con los dedos de las manos ateridos de
frío, hacer el macuto, comenzar a caminar mientras mi cuerpo se va despertando
bajo las estrellas? El confort que me proporcionaba, también era invierno, en
las primeras semanas de comenzar a andar a la vera del Mediterráneo cuando me
dirigía a Finisterre, está presente en mí, pero… miro la aguja del peso: dos
kilos y medio: hay que ser rigurosos: mucho peso, se queda en casa.
Lo siguiente: el
portátil de suaves teclas, el de las mil batallas y los cientos de miles de
palabras tecleadas sobre ellas: un kilo y medio. Le di vueltas a este asunto
durante mucho tiempo, indagué, veía a la gente en el metro, en la calle, en los
cercanías tecleando con una agilidad admirable sobre la pantalla de pequeños
dispositivos. Yo miraba mis dedos, que como mi cabeza son toscos y grandotes:
imposible teclear en esos aparatos, hacer un post me costaría un día entero. Bueno,
al final me picó la curiosidad y fui a una tienda y me compré uno; me hicieron
muchos descuentos por razones distintas y por cambio a la competencia y con
cien euros salí de la tienda con una cosa que pesa cien gramos y en cuyas
tripas descubriría más tarde una de los avances técnicos más prodigiosos, una
cosa de esas que llaman smartphone: cien gramos. Me costó algunos días hacerme
con él, pero la cosa ya marcha. Lo tiene todo, el tío. No obstante también a mi
portátil le tengo afecto, aunque ninguno de los que he tenido han sido tan
suaves, tan sensualmente cálidos como el primero, el Compaq con el que viajé
por América Latina durante un trimestre, un trato de casi tres kilos que
arrastré por la cordillera de los Andes; dos macutos cargaba entonces; era más
joven, no tenía jodida la rótula y mi espalda no emitía los chillidos que emite
ahora. Con aquel portátil, si uno hubiera tenido una mínima capacidad, se habría
podido escribir fácilmente el poemario entero de Pedro Salinas con tal de que
uno hubiera tenido, claro, un amor en ciernes suficientemente estimulante. De
paso decir que no está del todo en la mano de uno escribir buenos versos, que
cuenta, cómo no, el tacto del teclado, la suavidad con que se desliza la pluma sobre
el papel, lo enamorado que uno esté. De ahí que lleve unos días trabajando con
mi teléfono, comenzando una amorosa relación que espero se confirme, a fin de
que él y yo lleguemos a ser grandes amigos, ambos integrados y como extensión
el uno del otro a la hora de recoger aquel mis pensamientos o las intuiciones
que el camino me va sirviendo. De momento ya he descubierto que sabe escuchar y
que reproduce bastante fielmente lo que le digo en una bonita letra Times New
Roman, y que, por demás, unas suaves caricias por el teclado virtual con el
dedo, nada de golpecitos con mis dedos que debordan las teclas, como si
estuviera dibujando las palabras sobre el teclado, lleva también lo que le digo
a su pantalla: gran descubrimiento; me auguro un buen porvenir con este modo de
escribir, acariciador modo de reproducir mis pensamientos sobre los cien
gramos. No exagero, son cosas que pasan; si Vargas Llosas para escribir sus
novelas necesita un papel de textura superespecial que venden en Londres, o si
García Márquez malamente escribe en un entorno que no sea su especial y
reducida habitación climatizada a veintiún grados, no sé por qué yo no voy yo a
pedirle peras a un peral, este aparatito suave y ligero que me he regalado
estas navidades. El lápiz, la pluma, la máquina de escribir, el ordenador, y ahora
el teléfono: hay que estar al pairo de los tiempos que corren.
Creo que estaba
tratando de aligerar el equipaje. Ya he reducido en cuatro kilos el mío. Me
propongo seguir así con lo demás, hasta la cantidad de pasta de dientes que
lleva mi tubo me propongo controlar. Intentaré caminar con lo puesto y poco más.
Me encantaría atreverme a ser un verdadero vagabundo por una temporada.
Y sin embargo,
después de solucionado el problema del peso, el viaje, que para mí ya ha
comenzado, continúa. Ahora no pasa un día sin que en un momento u otro me vea
en tal o cual circunstancia: paseando por las calles de Sevilla; sorbiéndome
poco a poco la madrugada como quien se está bebiendo un buen trago de champán;
leyendo largo y tendido mientras el paisaje va desfilando a mi lado; charlando
con lugareños, gestionando ser peregrino oficial (contra mi parecer personal y
a fin de poder utilizar los albergues), ya que cuando hice el Camino de Santiago
tuve la oportunidad de comprobar que si no eras peregrino oficial (con papeles
y sellos) podías encontrarte en la situación poco graciosa de que un guardés,
como me sucedió, te dé con las puertas en las narices al no poder mostrar
cierto papel y cierto sello.
Me preveo, sin
moverme de casa resulta que ya estoy en el camino. Me quedan por delante
más de mil quinientos kilómetros, y algunos más si me decido a llegar hasta el Cantábrico.
2 comentarios:
Te acabo de encontrar... y me gusta. Discretamente y sin molestar por aquí me quedo...
Gracias por compartirlo.
Pues bienvenidas seas, estás en tu casa.
Un cordial saludo.
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