Un nuevo proyecto: el Camino de la Plata





Cuando tomamos un libro de viajes entre las manos, lo primero que esperamos de él es encontrarnos ya mismo subidos en el Transiberiano, aterrizados en Perú o al pie de un valle que nos llevará ladera arriba a alguna de las cumbres de los alrededores. Pero de hecho los viajes nunca comienzan en esos puntos, el verdadero viaje, y no es la parte menos interesante, comienza mucho antes de tomar el avión y o el tren. En mi caso actual este indicio de proyecto de caminar por España en invierno, y de hacer parte, en los posible, en las horas inusuales previas al alba, tiene sus raíces en mi experiencia madrugadora del último año, y que se plasmó recientemente en un nuevo libro, Diario de las cinco de la mañana. De repente caminar en invierno por la Península, arrancando diariamente de las calles silenciosas de cualquier pueblo extremeño o andaluz, a esa hora tan temprana en que la escarcha, el frío o la niebla se pueden confabular para crear un paisaje con cierto aire de extraordinario, me parece un modo de propiciar a los dioses para que se acuerden de uno y le animen a propiciar sobre el mismo, sobre sus disposiciones, o sobre su ánimo sutiles gracias, encuentros con los fantasmas, las estrellas, los ruidos ambiguos de la madrugada, tales de hacer espeso y sugerente el caminar. En otras palabra, oración, recogimiento, ruego a esos dioses para que se no se olviden de uno y lo llenen de sus gracias.
Así que en esas estamos, preparando mapas, aligerando el macuto, restringiendo impedimenta para cumplir aquellos versos propiciatorios del poeta: ligero de equipaje, casi desnudo, como los hijos de la mar. El otro día le preguntaba a Manuel, el experto andarín extremeño que anda ahora en el proyecto de llegar hasta las mismísima puertas de la Acrópolis caminando, por el peso de su macuto y el de sus compañeros; entre los ocho y medio y los veintitrés kilos, me dijo. El peso, aparte de su componente filosófico a que invitan los versos de Machado, es un elemento determinante no sólo para el éxito del proyecto, sino también, y sobre todo, para conseguir que el camino sea placer, contemplación, camaradería con los que te acompañan o comunión con uno mismo y con la madre naturaleza, el suelo que pisamos, sus vibraciones, el canto de los jilgueros.
Se ven macutos tan enormes por ahí, esos veintitrés kilos que me decía Manuel, por ejemplo; también esos viajeros que arrastran consigo media casa por el mundo y que a mí sólo de pensarlo me pone la piel de gallina. Así que objetivo para hoy: hacer balance, desechar lo desechable, sacar la lupa y un peso y sopesar cada elemento de la impedimenta con detenimiento.
Veamos: la tienda. La tienda, mi afectuosa relación con ellas, la ligera y la igloo. Si nos decidiéramos a hablar de nuestros afectos, nuestras querencias con los objetos, prendas que nos han acompañado durante la vida, seguro que podríamos descubrir en viejas texturas de lana, en cuerdas, botas, telas en las que nos hemos guarecido durante tantas tormentas, tantas noches, una muy particular afección. El otro día, ojeando algunas fotografías de varias décadas atrás, me sorprendió encontrarme bajo la lisa pared de la Punta Amezúa de los Galayos preparando la cuerda de escalada vestido con un jersey de tosca lana verde con un refuerzo de cuero en el hombro que pacientemente había cosido mi madre para preservarlo del roce de la cuerda de los rapeles. Fue como encontrarse con la imagen de un ser querido al que descubrimos inesperadamente después de décadas a la vuelta de la esquina. Aquel jersey abrigó durante años mi cuerpo sediento de aventuras de mi primera juventud, me acompañó por riesgosas paredes de granito, recorrió conmigo las anfractuosidades de muchas montañas, abrigó mi cuerpo en una noche de vivac improvisado en una grieta de un glaciar a cuatro mil metros, vivió conmigo el esplendor de la aurora de rosados dedos desde la cumbre del Cervino o del Mont Blanc, de tantas otras cumbres. Así también mis tiendas. Me encanta dormir en ellas, allá donde me pille la noche, en una cumbre, entre unas rocas donde golpea la impetuosidad del mar, en los llanos de grillos y perfume de Castilla. ¿Cómo no llevar mi tienda en este nuevo camino que me ha de llevar por segunda vez a Santiago? Levantarse con la escarcha, recogerla con los dedos de las manos ateridos de frío, hacer el macuto, comenzar a caminar mientras mi cuerpo se va despertando bajo las estrellas? El confort que me proporcionaba, también era invierno, en las primeras semanas de comenzar a andar a la vera del Mediterráneo cuando me dirigía a Finisterre, está presente en mí, pero… miro la aguja del peso: dos kilos y medio: hay que ser rigurosos: mucho peso, se queda en casa.
Lo siguiente: el portátil de suaves teclas, el de las mil batallas y los cientos de miles de palabras tecleadas sobre ellas: un kilo y medio. Le di vueltas a este asunto durante mucho tiempo, indagué, veía a la gente en el metro, en la calle, en los cercanías tecleando con una agilidad admirable sobre la pantalla de pequeños dispositivos. Yo miraba mis dedos, que como mi cabeza son toscos y grandotes: imposible teclear en esos aparatos, hacer un post me costaría un día entero. Bueno, al final me picó la curiosidad y fui a una tienda y me compré uno; me hicieron muchos descuentos por razones distintas y por cambio a la competencia y con cien euros salí de la tienda con una cosa que pesa cien gramos y en cuyas tripas descubriría más tarde una de los avances técnicos más prodigiosos, una cosa de esas que llaman smartphone: cien gramos. Me costó algunos días hacerme con él, pero la cosa ya marcha. Lo tiene todo, el tío. No obstante también a mi portátil le tengo afecto, aunque ninguno de los que he tenido han sido tan suaves, tan sensualmente cálidos como el primero, el Compaq con el que viajé por América Latina durante un trimestre, un trato de casi tres kilos que arrastré por la cordillera de los Andes; dos macutos cargaba entonces; era más joven, no tenía jodida la rótula y mi espalda no emitía los chillidos que emite ahora. Con aquel portátil, si uno hubiera tenido una mínima capacidad, se habría podido escribir fácilmente el poemario entero de Pedro Salinas con tal de que uno hubiera tenido, claro, un amor en ciernes suficientemente estimulante. De paso decir que no está del todo en la mano de uno escribir buenos versos, que cuenta, cómo no, el tacto del teclado, la suavidad con que se desliza la pluma sobre el papel, lo enamorado que uno esté. De ahí que lleve unos días trabajando con mi teléfono, comenzando una amorosa relación que espero se confirme, a fin de que él y yo lleguemos a ser grandes amigos, ambos integrados y como extensión el uno del otro a la hora de recoger aquel mis pensamientos o las intuiciones que el camino me va sirviendo. De momento ya he descubierto que sabe escuchar y que reproduce bastante fielmente lo que le digo en una bonita letra Times New Roman, y que, por demás, unas suaves caricias por el teclado virtual con el dedo, nada de golpecitos con mis dedos que debordan las teclas, como si estuviera dibujando las palabras sobre el teclado, lleva también lo que le digo a su pantalla: gran descubrimiento; me auguro un buen porvenir con este modo de escribir, acariciador modo de reproducir mis pensamientos sobre los cien gramos. No exagero, son cosas que pasan; si Vargas Llosas para escribir sus novelas necesita un papel de textura superespecial que venden en Londres, o si García Márquez malamente escribe en un entorno que no sea su especial y reducida habitación climatizada a veintiún grados, no sé por qué yo no voy yo a pedirle peras a un peral, este aparatito suave y ligero que me he regalado estas navidades. El lápiz, la pluma, la máquina de escribir, el ordenador, y ahora el teléfono: hay que estar al pairo de los tiempos que corren.
Creo que estaba tratando de aligerar el equipaje. Ya he reducido en cuatro kilos el mío. Me propongo seguir así con lo demás, hasta la cantidad de pasta de dientes que lleva mi tubo me propongo controlar. Intentaré caminar con lo puesto y poco más. Me encantaría atreverme a ser un verdadero vagabundo por una temporada.
Y sin embargo, después de solucionado el problema del peso, el viaje, que para mí ya ha comenzado, continúa. Ahora no pasa un día sin que en un momento u otro me vea en tal o cual circunstancia: paseando por las calles de Sevilla; sorbiéndome poco a poco la madrugada como quien se está bebiendo un buen trago de champán; leyendo largo y tendido mientras el paisaje va desfilando a mi lado; charlando con lugareños, gestionando ser peregrino oficial (contra mi parecer personal y a fin de poder utilizar los albergues), ya que cuando hice el Camino de Santiago tuve la oportunidad de comprobar que si no eras peregrino oficial (con papeles y sellos) podías encontrarte en la situación poco graciosa de que un guardés, como me sucedió, te dé con las puertas en las narices al no poder mostrar cierto papel y cierto sello.
Me preveo, sin moverme de casa resulta que ya estoy en el camino. Me quedan por delante más de mil quinientos kilómetros, y algunos más si me decido a llegar hasta el Cantábrico. 

2 comentarios:

Manuela dijo...

Te acabo de encontrar... y me gusta. Discretamente y sin molestar por aquí me quedo...

Gracias por compartirlo.

Alberto de la Madrid dijo...

Pues bienvenidas seas, estás en tu casa.
Un cordial saludo.