Almadén de la Plata, 25/01/13
Esta noche me despertaron los gañidos amorosos de unos gatos.
Llovía, pero para ellos el agua no debía de ser ningún
impedimento. Estaba tan cansado y tenía tanto sueño que no tardé
en dormirme pese a que el escándalo que metían no era poco. Cuando
suena el despertador todo está silencioso, el rumor de la lluvia
tras los cristales parece ser el único elemento despierto a esta
hora. La señora Salvadora, una anciana que el día anterior
disculpaba su torpeza porque se encontraba muy atontada todavía,
decía, después de la muerte de su maridos dos semanas atrás, me ha
dejado encendida la luz de la cocina en el piso inferior para que me
oriente, pero pese a ello debo avanzar con los brazos estirados
palpando con las manos lo que tengo delante; primero una verja de
forja y después la puerta de la calle. En completa oscuridad, no sé
dónde están los interruptores, palpo a derecha e izquierda buscando
el picaporte o la cerradura, pero sólo encuentro los pernios a ambos
lados, así que se trata de una puerta de doble hoja. Encuentro en el
centro, a la altura de mi pecho, un cerrojo. Se desliza sin
dificultad. Estoy en la calle. Llueve, no muy fuerte. Camino embutido
en mi capa de lluvia por el centro de la calle como si fuera la
sombra de un fantasma. He olvidado sacar la linterna, así que, bajo
la última farola del pueblo me toca hacer una serie de operaciones
para sacarla que me dejan ligeramente empapado. Después quedo
absorbido por la oscuridad y el repicar de la lluvia sobre el
asfalto, sobre mi capa de agua.
La primera parte del recorrido de hoy no es muy atractiva, pero
resulta práctica debido a las condiciones del tiempo, dieciséis
kilómetros de asfalto; peor habría sido caminar por el barro
sorteando charcos. Los coches, muy esporádicos, dejan una cortina de
agua a su paso, el haz luminoso de los faros irrumpe en la noche
brutalmente hasta llegar a mi altura, después vuelve el silencio, la
oscuridad. Me temo que mi forma física no está hoy a la altura de
las circunstancias; por demás tampoco desayuné, sólo tomé algo de
leche que sobró de ayer. Habré de pagar mi tozudez.
Hoy es como si no amaneciera, el negro se va degradando poco a poco
hasta quedar convertido en una masa grisácea que poco a poco irá
dando forma a las encinas, a los alcornoques. No obstante el paisaje
es hermoso, a mí me gusta así, la difusa luz del amanecer, la
niebla que envuelve los alcornoques y las colinas, la lluvia; esa
sensación de soledad que se desprende de todo ello me place. Sólo
echo de menos estar un poco mejor preparado, o mejor nutrido, también
puede ser, ya que llevo un par de días bastante inapetente. Todo se
andará, me digo. Tres horas después de haber salido de la pensión
de la señora Salvadora, no puedo más y decido, pese a la lluvia,
parar a comer algo. Me lleno los bolsillos de frutos secos, meto en
ellos también una caja de quesitos y algo de chocolate. Después
vuelvo a cargar el macuto y a vestir la capa de agua. Y así, sin
parar voy masticando con desgana de todo aquello que metí en los
bolsillos. Poco más adelante una señal amarilla me advierte que hay
que dejar el asfalto y tomar una pista a la derecha: Los Berrocales,
una finca de dominio público llamada Parque Natural de la Sierra
Norte. Monte bajo, alcornocales por todos los sitios, riachos
formados con el agua de la lluvia que a veces no son fáciles de
atravesar, o hay que hacerlo saltando de uno a otro los pivotes de
hormigón situados en los laterales del camino. Los verdes que
tapizan los prados bajo los alcornoques son brillantes, delicados,
llenos de matices. Siempre es así en tiempo de niebla y lluvia, los
colores disminuyen su contraste pero ganan en profundidad, en
gradaciones.
Y mientras la lluvia persiste y voy dejando atrás los vallecillos de
los Berrocales, las laderas llenas de niebla, Jose Antonio Marina
hacer hablar a su personaje Lopomuceno Carlos de Cárdenas en Los
sueños de la razón, ensayo sobre la experiencia política,
filosofía, ensayo, novela, que yendo de aquí para allá del
mundo asiste a los hechos que tuvieron lugar en París en la última
década del siglo XVIII. A través de este personaje va desgranando
Marina las ideas políticas que entonces habían eclosionado tan
violentamente en aquel país y que supusieron un giro trascendental
en el pensamiento político y social en la Europa de entonces. Don
Lopomuceno es un hacendista del Caribe que vive del azúcar; posee
centenares de esclavos negros. Don Lopomuceno es curioso y desea
mejorar su hacienda y las condiciones humanas de sus esclavos; es
todo oídos y de una curiosidad insaciable, de ahí que su continuo
parloteo sea una provechosa forma de aprender y recordar los
fundamentos sobre los que se levantaron las democracias europeas; un
tema por demás interesante en estos momentos en que empezamos a
cuestionar unas formas de gobierno que, pareciendo querer representar
a la mayoría de los ciudadanos de un país, en realidad organizan
todo, la constitución, las elecciones, las comunicaciones, de modo
tal que de hecho la democracia queda más bien como un ridículo
esperpento de lo que debiera ser. El dinero, la Iglesia, los grandes
terratenientes, uno no sabe bien cómo, terminan a fin de cuentas
perpetuando su poder y su influencia sea cual sea el sistema de
gobierno que prevalezca en el momento.
Sí, llueve, y una vez más tengo que tomarme un respiro bajo un
alcornoque. Ahora sólo me queda atravesar el cordal que se interpone
perpendicular en mi camino hacia Almadén de la Plata, una breve
sierra en donde casi me dejo mis últimas fuerzas. Uno está algo
viejito, ya se ve.
En Almadén hay suerte, en Casa Concha, donde me meto a comer, me ven
tan mojado que enseguida me ofrecen pasar a un salón donde en el
hueco de una gran chimenea arde un espléndido fuego. Mi ropa se seca
mientras como. El albergue está solitario, frío, inhóspito.
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