Ríonegro del Puente, 18/02/13
Me desperté cinco minutos antes de que sonara el
despertador, fuera caía un chirimiri casi acogedor si no fuera
porque mi equipo de agua es bastante rudimentario. Cuando puse el
microondas en funcionamiento para calentar mi desayuno Ramón se
despertó, le pasé el parte meteorológico y, contra su costumbre,
decidió que se levantaba y salía también temprano, a ver si así
se libraba de la lluvia. Me embutí los pantalones y el traje de agua
y salí a las calles silenciosas de Santa Marta de Tera. El chirimiri
apenas duró un cuarto de hora. Saliendo del pueblo la oscuridad era
tan absoluta que fue imposible prescindir de la linterna.
Era un alivio caminar libremente por esta oscuridad
después del sueño que me había perseguido durante toda la noche.
En el país se había levantado un movimiento fascista y todos
aquellos que habían destacado de alguna manera en reivindicaciones y
manifestaciones estaban estigmatizados, eran carne para el paredón.
Y entonces la vida se convertía en diáspora, no había rincón
seguro en el mundo, había que huir a todo trance, no podías confiar
en nadie, cualquier alcantarilla era buena para esconderse. La
angustia de sentirse perseguido en cada esquina... y así toda la
noche. A las cuatro y media de la mañana ya estaba totalmente
desvelado y con el sistema nervioso excitado lo suficiente como para
salir a la noche impenetrable y buscar un sendero que me alejara del
furor fascista. Debí de quedarme adormecido hacia las cinco sobre un
campo lleno de niebla en donde sombras fugaces y el ruido de unos
pasos apenas me dejaron dormir hasta que definitivamente decidí
levantarme y enfrentarme a la lluvia de la madrugada.
Hoy sería un día excepcional, estaba escrito en el
rumor del río que susurraba a mi izquierda, en los pájaros que
cantaban contra toda costumbre en la plena oscuridad que rondaba en
las ramas de los picudos álamos blancos bajo cuyos troncos el camino
discurría oscuro y silencioso. Y así fue, echaba de menos mi cámara
reflex y el trípode que ya tempranamente habría sido capaz de
recoger esa densa capa de niebla, fina apenas unos metros que,
suspendida sobre el río, posada a ras de tierra entre los chopos,
creando un ambiente propio de sueño en donde un anónimo caminante
solitario, absorto y como bajo la magia de un momento muy especial,
se sentía en el centro de un milagro de formas y sugerencias que en
poco menos de una hora se manifestarían con desacostumbrado ímpetu
en las aguas violentamente pinceladas del río Tera.
Sí, mañana de excepción, mañana en donde el esplendor de las primeras luces del día, reflejadas en las calmosas aguas del río, se convertiría en una asombrosa fiesta de colores y sugerencias. Había salido de una estrecha senda rodeada de álamos y chopos y llegado a una carretera asfaltada, cuando descubrí a mi izquierda los indicios de ese milagro que son a veces los primeros momentos del día. La línea de los álamos cobraba fuerza, el prado verde a sus pies ya no era una alfombra de oscuridad, todo empezaba a vestirse con las delicadas tonalidades con que el primer día de la creación debió de vestirse el universo: verdes pálidos, restos de escarcha, la sombra dura en primer plano de algunos árboles, el perfil delicado de las sombras que seguían engullidas por la calina que se formaba junto al río. El asfalto me dirigía hacia el río, algunos automóviles pasaban veloces, ajenos totalmente al milagro que se estaba produciendo en dirección a levante; cuando llegué al puente la cámara fotográfica se interponía entre mi persona y lo que allí estaba sucediendo. Necesitaba recoger, levantar testimonio del momento, encuadrar, subexponer, sobreexponer, tratar de que los colores que el alba empezaba a derramar sobre el agua, sobre los bosques, llegaran fielmente a la célula que los retendría para mi recreo posterior, quizás para siempre, para siempre. En el futuro, cuando me apeteciera, podría recrear aquel instante en que la niebla, el sol, el agua, los primeros minutos de un día que lo mismo podría ser el del primer día del mundo, se habían juntado para pintar un hermosísimo cuadro cuyo destinatario era yo.
Sí, mañana de excepción, mañana en donde el esplendor de las primeras luces del día, reflejadas en las calmosas aguas del río, se convertiría en una asombrosa fiesta de colores y sugerencias. Había salido de una estrecha senda rodeada de álamos y chopos y llegado a una carretera asfaltada, cuando descubrí a mi izquierda los indicios de ese milagro que son a veces los primeros momentos del día. La línea de los álamos cobraba fuerza, el prado verde a sus pies ya no era una alfombra de oscuridad, todo empezaba a vestirse con las delicadas tonalidades con que el primer día de la creación debió de vestirse el universo: verdes pálidos, restos de escarcha, la sombra dura en primer plano de algunos árboles, el perfil delicado de las sombras que seguían engullidas por la calina que se formaba junto al río. El asfalto me dirigía hacia el río, algunos automóviles pasaban veloces, ajenos totalmente al milagro que se estaba produciendo en dirección a levante; cuando llegué al puente la cámara fotográfica se interponía entre mi persona y lo que allí estaba sucediendo. Necesitaba recoger, levantar testimonio del momento, encuadrar, subexponer, sobreexponer, tratar de que los colores que el alba empezaba a derramar sobre el agua, sobre los bosques, llegaran fielmente a la célula que los retendría para mi recreo posterior, quizás para siempre, para siempre. En el futuro, cuando me apeteciera, podría recrear aquel instante en que la niebla, el sol, el agua, los primeros minutos de un día que lo mismo podría ser el del primer día del mundo, se habían juntado para pintar un hermosísimo cuadro cuyo destinatario era yo.
Después quedó atrás el refinado esplendor de las
luces y las sombras, el fuego que bajaba hasta las profundidades del
río Tera para despabilar a los habitantes de las aguas y los aires,
y fue el difuso desfile de las alamedas y choperas que todavía
dormían junto al río esperando el cálido aliento del sol para
desperezar sus brazos desnudos, su cuerpo larguirucho alineado junto
al camino como una compañía de soldados en formación dispuestos a
iniciar la marcha al mando de su capitán. Había entre los álamos y
las espadañas que apuntaban adormecidas sobre la ribera del río un
nosequé de perezoso adormilamiento que esperara ver avanzada la
mañana para mostrarse ante los posibles caminantes en la plenitud de
su luz; mientras tanto sólo eran sombras de sí mismos, difusa
secuencia de formas vegetales que apenas emergían de la oscuridad
ateridas de frío.
El embalse de Nuestra Señora de Agavaneal no estaba
lejos. Allí eran enjambres de nubes débilmente reflejadas sobre las
aguas del lago, juegos de azules flotando sobre las tranquila
superficie, chaparros, encinas, grandes rocas y un camino de tierra
roja, que como una pincelada espontánea de parte a parte del lienzo,
pintaban la mañana de una suavidad pacífica y sin prisas. El mundo
se había detenido y ahora caminar era un delicioso paseo entre
jarales, robles y encinas. El sendero acompañaba de cerca la azulada
calma del agua en donde grandes rocas sobresalían salpimentando su
uniformidad con la gracia oval de sus formas duras y redondas.
El sendero discurre más tarde por lomas en donde las
aulagas y sus flores amarillas comparten el campo con las jaras y las
encinas. En Villar de Fartón, una pequeñisima aldea junto al
embalse, descubro un recoleto rincón en torno a una casa de adobe.
Un perro asoma la cabeza por la puerta y ladra a Dop; el dueño, un
hombre mayor, quizás alemán, sale con una maceta en la mano a ver
qué pasa. Jubilados que se buscan rincones apartados del mundo para
pasar los últimos años de su vida que consumen construyendo a su
alrededor rincones de belleza sencilla y rústica. En la fachada de
su casa canta una fuente que, rodeada como si de un cuadro se
tratara, por piezas de arcilla, un ánfora, una parra, las terrosa y
ocre fachada de la casa, sugieren unas manos dedicadas a crear
rincones gratos a la vista y al oído. Eso, cuando la vida se
convierte en un acto de creación y contemplación.
Mientras tanto me he parado a tomar un tentenpié y al
rato, solazándome en el calorcillo de la mañana, puedo oír los
cascos de Vermell que se acercan. Ramón me alcanza. Cargamos mi
macuto en la montura y el último tramo hasta Ríonegro del puente lo
hacemos juntos, Dop siempre correteando arriba y abajo, pese a los
veintiocho kilómetros de marcha que llevamos.
El albergue, albergue de la Carbayeda, tiene su
historia. En el bar Palacio, la madre del dueño nos la cuenta. El
albergue depende de la iglesia, un edificio románico de notable
belleza. En el lugar se rinde culto a la virgen de la Carbayeda y se
la festeja el tercer domingo de septiembre en una fiesta que en
miniatura se asemeja a la del Rocío. Antiguamente, nos cuenta la
señora Manuela, al morir alguien, éste dejaba su mejor prenda a la
virgen. Luego estas prendas se vendían y quedaban para la iglesia.
En torno a la Virgen de la Carbayeda se ha formado un cofradía
llamada de los Zalifos; son los cofrades los que atienden los gastos
del albergue.
No hay comentarios:
Publicar un comentario