Santa Marta de Tera, 17/02/13
Érase una vez una mujer pequeña amante de los caballos
que vivía un extraño mundo en donde el marido, señor indiscutible
del predio, la finca, la casa, los caballos, los perros, la mujer,
eran exclusiva propiedad de la que hacer o deshacer a su antojo. Y
sucedió que un día el caminante se fijó en esta mujer pequeña, la
miró, contempló cómo ella recogía con una gracia infinita su pelo
y lo posaba sobre uno de los hombros mientras hablaban de cuestiones
intrascendentes e ipso facto el susodicho quedó prendado de
la tal mujer hasta el punto de perder el norte y quedar a la vera del
camino como enamorado al que sólo puede llegar a consolar la
presencia de su amada. Sufrió un patatús tal de quedar fuera de
juego hasta el punto de que hoy, cerca ya de una década después de
los acontecimientos que provocaron su enajenación, todavía se
pregunta, todavía anhela a aquella mujer amante de los caballos.
Ella en aquella época era una esposa que como canario
enjaulado desde su nacimiento entre los barrotes de una jaula, no
parecía saber nada del mundo ni de aquello que discurría fuera de
sus tareas de la casa, el cuidado de los perros, los gatos o los
caballos. Pero sucedió que el encuentro con el caminante despertó
en ella el rumor de los bosques, el aire de las montañas, el olor de
los campos, la furia de una libertad que nunca hasta entonces
conociera. Y en esto andaban las cosas, cuando ella, guiada por el
entusiasmo de su amante empezó a descubrir que más allá del
ronzal, de la cuerda, el leño que la tenía atada a la noria y al
sonido caliginoso de los cangilones que regularmente depositaban el
agua sobre el aljibe, estaba el mundo, los pájaros, el ruido de la
vida, otra existencia posible.
Y así las cosas, una primavera, armada de entusiasmo
decidió que bien podía hacer una excepción en su atolondrada y
monótona vida y retar la omnímoda voluntad de su señor marido
proponiéndose hacer uno de esos caminos que cruzan la península
camino de Santiago. Y eligió el Camino de la Plata, y quiso hacerlo
a caballo, pero era mucho jaleo y al final se decidió por caminar a
pie y en solitario. Entonces yo atravesaba los Alpes en una larga
caminata y recibía esporádicamente sus noticias. Ella, con su
recién estrenada libertad, se encontraba atolondrada, extraña en un
mundo en que la gente podía decidir por sí misma sin necesidad de
estar sometida a ningún señor feudal. Me hubiera gustado verla por
un agujerito, cierta ocasión en que alguien quiso acompañarla a
todo trance, otra en que se perdió por los puertos del Padornero y
la Canda, tantas ocasiones en que, sentada a la vera del camino,
reflexionaría sobre su triste vida de sumisión y atención a una
familia que pasaba solemnemente de ella.
Fue mi novieta durante cuatro años, después, su
marido, armado de navaja y de un bastón con el que se ayudaba para
compensar su cojera y que quedó suspenso en más de una ocasión
sobre su cabeza a modo de advertencia, terminó por disuadirla de que
la libertad era un preciado bien que no estaba al alcance de sus
manos. Ella agachó la cabeza y volvió a asumir sumisamente su papel
de Cenicienta en el organigrama familiar.
En cualquier manera los rastros que los campos y los
caminos que la llevaron a Santiago dejaron en ella, estoy por apostar
que constituirían uno de los acontecimientos más importantes de su
vida. Hoy me acordé mucho de ella; mi novieta era muy tímida, pero
dentro de sí escondía una fiera capaz de dejar las marcas de sus
uñas sobre cualquiera que se atreviera a buscarle las cosquillas.
Cuando la volví a ver después del verano tenía el aire de los
caminos en su cara, su rostro había rejuvenecido, su mirada era más
vivaz, parecía haber resucitado tras los cientos de kilómetros que
duró su itinerancia hasta Santiago.
Sin embargo su marido no había cambiado, cuando
descubrió que sobre su cabeza lucían unos hermosos y fenomenales
cuernos de los que hasta el momento él no había sido consciente,
montó en tal cólera que hizo peligroso el tránsito por la calle.
Un energúmeno que fue sometido a una orden de alejamiento por el
juez, pero que en cualquier momento podría buscarse una pistola o
unos mercenarios para hacer pum pum sobre el ingenuo que se había
atrevido a seducir a su mujer. Cosas de película y, acaso, de las
páginas de sucesos de los periódicos. Hube de andarme con un
cuidado de la leche, no se sabe cómo puede reaccionar un bruto de
pura cepa. Ella decidió volver a sus cuarteles de invierno:
desapareció su afición a los caminos, a los maratones, a las
bondades de encontrar otro cuerpo cada mañana de los domingos, a...
En fin, hoy, superado el segundo tercio de este camino la echo
especialmente de menos. Habría sido una buena compañía para estos
días.
Agarra el día de hoy, sé incrédulo con el día de
mañana, cita Ulises, el
protagonista de Son de mar, de
Manuel Vicent, a Horacio. Una historia que comencé ayer por la
mañana después de dar término a Ruinas,
de Rosalía de Castro. Los libros se suceden unos a otros, como el
paisaje, los álamos que se alzan cual lanzas inhiestas sobre el
campo escarchado, los pueblos, los encinares, las jaras, las líneas
claras esta mañana de los caminos zigzagueando sobre el paisaje
nebuloso, adormecido. El tiempo sucede al tiempo, los libros a los
libros, los días a las noches. Es difícil pararse; parece como si
no pudiéramos detenernos un instante, necesitáramos una historia
tras otra, un libro de filosofía, otro de historia, una sobre
música, los largos discursos de Román Gubern en torno al cine.
Siempre atareando nuestros sentidos, nuestra mente.
Y la mañana, de una niebla que riela sobre el campo
vistiendo a éste de mortecinas texturas, del aliento de la tierra,
transcurre plácida subiendo y bajando por colinas unas veces,
discurriendo por el llano otras, pasando por pequeños pueblos que
apenas albergan unos pocos vecinos. Y poco más tarde escampa por un
momento y entonces el campo se llena del jolgorio de los pájaros que
vienen a celebrar la llegada de los tímidos rayos de sol que
atraviesan las nubes.
Después de Bercianos de Valverde, con mi novela
bastante avanzada, tras una primera parte que sirve al autor para
desplegar con creces su sentido del humor y para sentar los primeros
encuentros amorosos de Martina y Ulises, la novela toma unos
derroteros previsibles en el que caen los amores exaltados al cabo de
unos pocos años, cuando el fuego, después de las llamaradas de la
seducción y el encandilamiento mutuo languidece y la vida vuelve a
hacerse monótona y de una grisura imperdonable. Resulta algo
lastimoso constatar esta mañana una realidad que tarde o temprano
termina por llegar a muchas vidas. Uno sabe que en gran parte la vida
funciona así, pero no debería darse tregua al escepticismo; acaso
de que el fuego se extinga tengamos nosotros una gran parte la culpa.
No se puede vivir mucho tiempo de esa tensión que llevan a una
Julieta y a un Romeo a vivir colgados de una nube.
En Santa Croya de Tera, el albergue, Casa Anita, está
cerrado. En la puerta un escrito advierte que no se sellarán las
credenciales a los peregrinos que no hayan pernoctado en el albergue.
Cosa chunga, creo que con este testimonio en la puerta aunque hubiera
estado abierto no me hubiese quedado. Cosas así dan cierta idea de
la miseria de la gente que puede regentar estos establecimientos.
Terminaríamos el día en Santa Marta de Tera. En el bar
se está calentito. Un numeroso grupo de caminantes de fin de semana
amenizan el ambiente. En algunas mesas se juega a las cartas durante
toda la tarde.
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