Faramontana de Tábara, 16/02/13
Ayer, mientras abandonaba Zamora al filo del alba,
pensaba en cómo podría recuperar esa concentración que había
perdido desde que dejé de estar solo. Es difícil atender al propio
discurso interior y a la vez compartir la tarde con otros compañeros
de camino; el jaleo que se origina en torno a los acontecimientos del
día o a lo que a cada uno le pasa por la cabeza mientras estamos
juntos impide hilar estas pocas líneas que me he propuesto ir
dejando sobre el blog como si de los garbanzos del cuento se tratara.
Por otra parte, si decidía continuar solo para recuperar el clima en
que se había desenvuelto la primera parte de mi camino (algo que
siéndome grato me plantea siempre algún interrogante, porque me
deja un tanto ayuno de esa parte de sociabilidad de la que ando
siempre algo escaso) me privaría de seguro de ver en qué paraba
esta incipiente compañía a lo largo del camino. Esther y Jesús se
descolgarían al día siguiente, no pasarían de Zamora; parece que
tenían intención de ir a Astorga en autobús y continuar desde
allí; Ramón era otra cosa, sus botas de siete leguas podrían
llevarle al fin del mundo. Apenas nos conocíamos pero había señales
ya de que teníamos bastantes cosas en común. Ambos teníamos edad y
experiencia suficiente como para saber armonizar la soledad y la
compañía.
Nuestros horarios y nuestros hábitos se complementan
bien hasta ahora; yo, habituado a la noche y a disfrutar en solitario
las primeras horas del día, me seguía levantando a las seis de la
mañana para hacer mis dos primeras horas de caminata de noche,
mientras que Ramón, hecho a otros hábitos, salía cuando el sol ya
había levantado un palmo del horizonte. Después coincidíamos en el
camino, yo trabajaba o leía en el bar de alguno de los pueblos que
atravesábamos y él me alcanzaba, comíamos juntos y posteriormente
hacíamos la última parte de la jornada charlando acompañados por
el sonido rítmico y tranquilo de los cascos de Vermell sobre el
asfalto. Dop nos seguía siempre de cerca cuando había peligro de
tráfico o danzando de un lado para otro cuando la senda discurría
por pleno campo. No siempre, porque a la tarde el entusiasmo se le
había acabado; como a nosotros los kilómetros venían a pesarle y
entonces su ritmo era cansino y adaptado a nuestro andar. A Vermell
le sucedía otro tanto; Vermell no es joven y tiene problemas de
artrosis y el pobre en días como ayer, en que la jornada se prolonga
hasta la puesta del sol, se siente cansado y entonces adopta el
aspecto de resignada paciencia; parece decir: jo, tíos os estáis
pasando hoy; pero no rechista, baja algo la cabeza, disminuye el
paso, pero sigue dócil a Ramón que lo lleva de las riendas.
Ayer, la señora Dorita, que estaba encargada del
cuidado del albergue, se quedó prendada de ambos, de Vermell, pero
sobre todo de Dop. Veía desde semanas atrás una serie protagonizada
por siete pastores alemanes y para ella Dop era Rex, su perro
favorito de la peli. Dorita es bajita, apenas de puntillas llegaría
al metro y medio; plantada derecha con su toquilla color malva echada
sobre los hombros, miraba con una atención despierta de no perder
detalle a Ramón desde sus ojos chiquitines cuando éste le hablaba
de lo diferentes que pueden ser entre sí los pastores alemanes,
aunque ella, como decía, creyera ver en Dop al primo hermano Rex
protagonista de la peli de turno. Vermell quedó instalado en un
patio adyacente al albergue; Dop dormiría dentro recostado en una
gruesa manta de lana que llevaba Vermell bajo la montura.
La única tienda del pueblo, una casa particular sin
ningún letrero que hiciera alusión a un establecimiento, estaba
cerrada. En la familia de Lorenzo, el tendero, había fallecido
alguien y andaban de entierro. La señora Dorita nos dejó el
teléfono. A las ocho y media estábamos en la tienda. Lorenzo nos
trataba con el afecto natural con que debían de recibir en el pasado
a los viajeros de tránsito. No digas tonterías, le decía hace un
rato uno en el bar a otro, cuando éste, al que habíamos preguntado
por una cuadra o nave en que dejar el caballo, respondía que la
gente no quiere caballos ajenos; no digas tonterías, eso será para
la gente de aquí, pero no para los peregrinos, la gente con los
peregrinos es mucho más amable de lo que tú te crees. Y sí,
parecía cierto.
Anoche costaba irse a la cama, un tema tras otro nos
podían haber llevado hasta entrada la madrugada y hubo que poner fin
a la tertulia a eso de las once de la noche. Yo lo único que quiero
es que mi hijo sea feliz, decía Ramón, después de hablar
largamente de su padre. Y yo preguntaba: ¿Feliz como la señora
Dorita, esa felicidad que viene del encuentro con una serie de
televisión, de la admiración por los perros?, ¿esa felicidad que
destila la vida sencilla de tanta gente?
¿Cuáles son los componentes de esa felicidad que
queremos para nuestra gente?, ¿en qué consiste? Juana, la
protagonista de mi última novela, en un último capítulo que me he
prometido leer varias veces, porque es hermoso y acaso insinúa
aquellos caminos que perdidos en los vericuetos de la vida fueron
hermosos y profundos, da rienda suelta en unos pocos párrafos al
hilo que nace de la sensibilidad y de la íntima relación con la
propia existencia. Ella se oye decir: existir mejor, sí, existir
mejor, y sentía cómo delante de sí se acumulaba la densidad del
tiempo vivido.
¿Ser feliz, sencillamente feliz? ¿O, acaso acariciar
la intensidad, el fulgor, atrapar en un momento de inspiración la
pura sustancia de lo que vibra en la profundidad de nuestro yo, todo
eso que vuela intangible en el universo susceptible de ser atrapado
en su efímera belleza cuando en forma de brisa agita nuestros
cabellos o roza nuestro rostro sudoroso? Oh, todos esos mundos que
podemos atravesar con nuestra mirada, rozar con la yema de nuestros
dedos. Y también el dolor y la tristeza, ¿por qué no? Todos ellos
compañeros de fatiga, unos con nosotros, todos.
Palabras que ruedan como guijarros hacia las aguas
tumultuosas del río, que no paran sino con la muerte, que no
deberían frenar su impulso sino en el momento de la muerte, bullir,
siempre cerca del corazón salvaje.
Dorita nos había indicado algunas variantes al camino
que nos evitaban primero pasar por Granja de Moreruela y después
acortaban una larga trocha tras el puente de Quintos. Llegué al
cruce de la variante con las primeras luces del día; más allá
estaba el Monasterio de Moreruela en las cercanías del embalse de
Ricobayo; las aguas del lago visiblemente bajas, dormían tranquilas
envueltas en las primeras luces del alba. Hemos dejado atrás el
llano, de momento, y ahora el camino se sube al monte, sortea entre
arbustos de estepa negra, jara y carrascos; las encinas cubren las
laderas; un camino de tierra rojiza zigzaguea por medio del bosque
hasta alcanzar una cima, después baja perezosamente de nuevo hacia
la llanura. A lo lejos, al final de un largo camino que marcha en
línea recta por tres kilómetros, se ven las casas de Faramontana de
Tábara. Al final de esa recta, en Casa Nemesio, me tomo un respiro,
unos pinchos, una cerveza y un vaso de agua. Al cabo de un buen rato,
cuando tengo mis deberes bastante adelantados, tras los cristales de
la ventana del bar, veo aparecer a Ramón y a su tropilla, Dop y
Vermell.
Hoy no pasaremos de aquí, el ayuntamiento tiene un
centro de usos múltiples en donde han habilitado una habitación
para los peregrinos. Un calefactor, agua caliente, un par de camas,
una mesa que me fabrico con una catalítica y una ventana que da al
campo: no se puede pedir más.
Por cierto, las últimas palabras de mi novela de
Clarice Lispector, Cerca del corazón salvaje, que terminé
ayer tarde son éstas: De cualquier lucha o descanso me levantaré
bella como un caballo joven.
No hay comentarios:
Publicar un comentario