Montamarta, 15/02/13
El tiempo parece haber adquirido una dimensión similar
a estas latitudes en donde los campos se pierden como en suave oleaje
en la infinitud del horizonte. Hace días que parezco navegar por un
mar calmo en donde no cabe otras variantes que la línea, la brecha
que el camino abre, roja en ocasiones, parda otras, atravesada por
rodadas de barro en ocasiones. Al otro lado de estos campos, allá
por Fuenterrobles de Salvatierra, un día que cayó una hermosa
nevada sobre los campos, el tiempo parece detenido como si
perteneciera a otra era. Lo recuerdo lejano, distante como aquellos
primeros días en que abandonaba Sevilla en la oscuridad junto a la
vera del Guadalquivir con mis botas cargadas de barro y tratando de
encontrar el camino entre los juncales y los charcos.
Ahora mis referencias del camino son escasas, la
monotonía del paisaje levemente salpicada por algunos pinos o
encinas, o casas aisladas en el campo, o por el color pardo de la
tierra recién arada que se levantan en revuelta aglomeración como
mostrando sus entrañas al primer sol de la mañana; su monotonía en
donde mi cámara recoge excepcionalmente texturas contrapuestas de
verdes brillantes y colores de tierra que, recién salidas de la
dormida quietud del subsuelo, muestras tonalidades densas y como
adormecidas cuando muy temprano, mientras amanece, el caminante pasa
junta a ellas sigiloso y atento a cualquier sensación que la hora
pueda depararle.
El caminante ha perdido concentración y una pizca de su
estrecha relación consigo mismo y con el paisaje solitario que
atraviesa. En un par de días los peregrinos nos hemos constituido en
una pequeña panda, que aunque no caminando juntos terminamos por
coincidir al final del día en torno a una mesa o una copa de vino.
Una agradable compañía que agradezco, pero que deja estos apuntes
en los que me empeño día a día un tanto huérfanos de contenido,
porque no se puede estar a todo y mi atención es incapaz de pasar de
la superficie de los hechos que necesitan un poco más de aislamiento
para sentirse a sus anchas.
Hoy, cuando el verde pálido de los sembrados, cubiertos
por una fina capa de escarcha, formaba un suave tapiz de tonalidades
con los campos que lo cruzaban, me encontré repentinamente
respirando un placer muy especial que venía de la lectura del libro
de Clarice Lispector, Cerca del corazón salvaje. Juana de
niña, Juana de adulta, Juana enfurruñada con su tía, Juana
visitando al profesor, Juana leyendo la carta que le había enviado
el hombre en la que le decía que tenía que marcharse y la pedía
que le esperara.
No sabía si quedarme en Montamarta, a donde llego en
torno a las diez y media, para poner un poco de sosiego en mi camino
e intentar recoger algo del perfume que ha dejado en el ambiente el
libro de Lispector; quizás pasar el día allí, pero era demasiado
pronto, así que probé a buscar una cafetería y encontré un mesón
a la salida del pueblo en donde ardía unos cuantos leños en una
gran chimenea que presidía el local. Una discreta música de fondo
bañaba el local, el sol de invierno entraba suave hasta mi mesa.
Juana es una mujer sencilla y sabia en la que uno descubre una
sensibilidad y una relación con la realidad con las que es imposible
no identificarse. Todo lo que poseo está dentro de mí, dice
en cierta ocasión, envueltas sus palabras en un convencimiento
natural que fluye de ella con una carga tal de espontaneidad que hace
difícil pensar que las cosas puedan ser de otra manera. Y recuerdo
aquella mañana nevada de Fuenterrobles, cuando bajé a la cocina y
me encontré allí al cura Blas y me salieron unos versos de San Juan
de la Cruz a modo de buenos días en aquella estancia llena de
libros, con el fuego de la chimenea ardiendo, los grueso leños del
artesonado dando cuenta de una vida ya larga. Aquello destilaba una
forma de vida, la de un cura muy especial encargado de cinco
parroquias, que en un pueblo perdido parecía estar haciéndose una
vida a la medida de sí. Todo lo que poseo está dentro de mí. Y
será verdad... y andamos como imbéciles buscando entre los dobleces
y las revueltas de ese mundo que hemos inventado, pero que nos
desborda y se vuelve contra nosotros, las migajas de un yo disperso
que se nos viene perdiendo desde hace muchos años entre las ondas
del aparatoso ruido de nuestra modernidad.
Y como consecuencia, ya que todas mis posesiones están
dentro de mí, lo importante será, como dice Juana, no valer para
los otros, sino para uno mismo. Escuchar el ruido de la vida al mismo
tiempo que ese rumor que viene de mis botas al contacto con la tierra
del camino; esta mañana poco más que el rumor lejano de la
carretera que me acompaña hasta Montamarta. A Juana también le
apasionaba el ruido, ése que la vida hacía en su interior.
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