Fuenterroble de
Salvatierra, 10/02/13
A las seis de la mañana el pueblo son dos calles
desamparadas iluminadas por farolillos de sesenta watios. Los coches
están cubiertos por una gruesa capa de escarcha. Como siempre
abandono el pueblo como quien se introduce en el túnel oscuro de la
nada, la senda deja el asfalto y apunta derecha hacia el norte por
muchos kilómetros. Hoy no hay estrellas, el barro cruje bajo el peso
de mis botas, la escarcha se ha hecho dueña del campo, los charcos
están helados, en ellos se refleja una luz opaca y lejana. Mi
cojera, que es ya un hecho cada mañana cuando echo a andar, me dura
hoy más de la cuenta; cualquier falso movimiento me produce un agudo
dolor en la rótula. A veces dudo que de que la pierna resista hasta
la ribera del Cantábrico. Sin embargo, también es cierto que cuando
la pierna entra el calor la cosa se hace bastante tolerable. A mi
alrededor, lejos, tan en la nada como el camino que sigo, aparecen
diseminadas sobre la oscuridad luces de pequeñas aldeas. Recuerdo
anoche la perorata de una cliente del albergue que se empeñaba
tozudamente en explicar que cuando ella había hecho el Camino de
Santiago, de madrugar y salir de noche, nada, decía, que yo había
ido allí para ver el paisaje y todo lo demás, que caminar de noche
como hacían tantos no tenía gracia y que además ella siempre
encontraba un lugar si no en los albergues en gente del pueblo o lo
que fuera. Yo la oía al otro lado de la mesa mientras tecleaba en mi
portátil, una incontinencia verbal por otra parte que apenas dejaba
espacio para que los otros hablaran. Me hubiera gustado decirle que
eso era una cuestión de paladar, como con el vino; yo de vino no
entiendo una patata pero de caminar por la noche y similares mi
paladar sabe bastante; esta mujer se perdía una parte importante de
lo que la noche y el camino regalan gratuitamente, el silencio y la
oscuridad dan para mucho, al menos para aquellos cuya sensibilidad
está abierta a lo que exuda la tierra y manto de estrellas de la
noche, nuestro cuerpo se relaciona, por demás, con el entorno algo
más que con el órgano de la vista.
Los cristalitos de hielo cubriendo la hierba brillan
como pequeñas estrellas sobre el suelo. El camino continúa
imperturbablemente recto. Salto algunos riachuelos, vuelvo a recordar
la velada de anoche.
Después fue la conversación, en la mesa de al lado, de
seis “alpinistas” de Valladolid que se aprestaban al día
siguiente, tomando como campamento base el albergue, a emprender la
ardua escalada del Manaslú o de cualquiera de los ocho miles de los
alrededores. Flamantes botas, vestuario apropiado para la noche
previa al asalto a la montaña, lenguaje desenvuelto, entendidos en
vinos, en fabricación de cerveza. Alucino con este tipo de gente. El
grupo debía de seguir los imperativos de una especie de guía que
hablaba largo y tendido sobre escalada en hielo (...¡En el
Calvitero!, el cerro cercano que ostentaba una fina capa de nieve y
que por demás sirve de campo de pasto para las vacas en verano). La
hoya tal y la hoya cual y que había que conocerlas y que... el que
las conocía era él, claro; pero aquello era poco menos que hablar
del Himalaya; crampones, piolet, todo lo propio para los grandes
acontecimientos. Hoy con un poco de pasta cualquiera puede
disfrazarse de lo que quiera, incluso de alpinista... ¡Dios santo!,
qué gente.
Más tarde, ya
amanecido, me encontraría con un grupo de cazadores que tenían algo
en común con los alpinistas de la noche. En mi casa, los sábados es
fácil tropezarse con los cazadores de la zona. Alguno de ellos son
unos especímenes curiosos, los he visto pasar muchas veces frente a
mi casa; atraviesan por delante de nuestra cancela lentos,
contoneándose con dos o tres conejos colgándose del cinto y un
galgo sujeto de una cuerda; parecen señoritas de postín moviendo el
culo para que el persona les mire las posaderas y les eche un piropo.
Estos de esta mañana, ocho o nueve, que fumaban chulescamente junto
al camino, estaban tan embebidos en darse tono unos con otros que
apenas se molestaron en devolverme mi animoso buenos días. Que uno
vaya caminando por un paisaje solitario de mañana temprano y se
tropiece con alguien que no le devuelve los buenos días hace pensar
que el otro o es sordo y ciego o es un solemne memo. Y lo más
chocante que puede resultar es que, creyéndose crecidos y por encima
de los otros, no se dan cuenta del horrísono ridículo en que están
incurriendo.
Había terminado de comer y miraba por la ventana, un
revoltijo de papeles y bolsas de plástico jugaban al ratón que te
pilla el gato en la calle, la lluvia pegaba en los cristales
pruduciendo un ruidito característico. Creí que me tenía que
marchar a ver el albergue e instalarme para pasar la tarde. Cuando
llegaba al edificio había un tinglado de mil demonios, gente que
descargaba enseres de un carro, otros que tiraban de un burro
llevándolo a algún sitio, y dos o tres más, todo esto bajo la
lluvia, tiraban del carro empujándolo hacia un patio. El albergue
estaba tutiplen, gente que entraba, salía, cargaba con enseres, con
comida, pero enseguida vino en mi auxilio Felipe, uno de los
hospitaleros. La casa estaba invadida pero me tranquilizó, era una
fiesta y a la tarde volvería a estar solo. En torno a la casa se ha
constituido una asociación de simpatizantes que siendo de diversa
procedencia y relacionada con el Camino de la Plata, se reúnen en
estas fechas, una asociación de arrieros del camino. El promotor de
todo esto, Blas, el párroco. En la cocina no cabe un alfiler, arde
un enorme fuego en la chimenea, en una mesa hay un enorme barreño
con una paella recién hecha. Ha recorrido catorce kilómetros en dos
carros hasta Guijuelo y allí han hecho la matanza de un cerdo, pero
el cielo no ha sido generoso y la lluvia se ha hecho dueña de la
mañana, dejando la fiesta desteñida. Ahora se reúnen todos a
comer. Mientras yo me instalo en una habitación alta y Paco viene a
encenderme la estufa. El dormitorio se convierte en un lugar de
tránsito. Han pasado la noche aquí y arreglan sus cosas o se
duchan. Termino pegando la hebra con Mariano y hablamos enseguida
sobre las bondades de este mundo de los caminos que él ha
descubierto hace un par de años, o es hace un par de años que él
ha descubierto el excelente filón de la escritura; no recuerdo. Se
ha convertido en investigador de leyendas e historias de allá por
donde los caminos le llevan. Mariano derrocha un entusiasmo y una
vitalidad desbordadora. Pesaba no hace mucho ciento cuarenta y dos
kilos y sus aficiones últimas se han llevado por delante decenas de
kilos de grasa. Da gusto encontrarse con gente de una vitalidad tan
desbordante. Me deja su tarjeta y la dirección de su web: Mariano
Tobares Ortega. Me propongo cruzar algunas líneas con él.
Hoy tengo un compañero de camino, Ramón Saumeill.
Ramón viene a caballo y con su perro Dop, arrancó desde el Pirineo,
recorrió el Gr-7 hasta Tarifa, siguió la costa hasta el Guadiana y
más arriba se incorporó al Camino de la Plata. Pasamos la tarde
charlando, viajes, caminos, filosofía de la vida. Cuando llega la
hora de la cena bajamos a la cocina. Cenamos junto al fuego de la
chimenea, Blas, Felipe, Paco, Ramón y un servidor. El camino nos
hermana en esta lluviosa tarde de invierno.
El día no da para más, son las once de la noche;
mañana se anuncia nieve y temperaturas bajo cero. Blas, el cura, nos
ofrece quedarnos un día mas hasta que el tiempo aclare. Veremos.
1 comentario:
Alberto, esta claro, que tenias que copiar de Ignacio y el próximo viaje lo emprendas en caballo.
Alucino en esos parajes encuentres a gente tan curiosa.
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