San Pedro de
Rozados, 11/02/13
Cuando la luz del amanecer empezó a abrirse camino en
la oscuridad, sobre la claraboya del techo se podía ver una delgada
capa de nieve. Mi despertador sonó a las ocho; dudé entre
levantarme o no, Felipe, el hospitalero, que había dormido en
nuestra misma habitación se removía en su cama y empezó a
levantarse. Ramón dormía aún. Por la ventana entraba una luz
lechosa de invierno. Al fin me levanté, me acerqué al ventanal,
fuera amanecía sobre el pueblo cubierto de nieve, la niebla
cabalgaba sobre las colinas próximas, el viento agitaba las ramas de
los árboles próximos. Un perfecto día de nieve para quedarse
calentito bajo las mantas; pero algo tiraba de mí; pese a los casi
treinta kilómetros que nos separaban del próximo lugar habitado,
San Pedro de Rozados, mi ánimo me empujaba al frío helador de la
mañana. Media hora más tarde despejó algo, Ramón me preguntó qué
iba a hacer; le dije que me marchaba, que iba a comprobar que traía
a mis sensaciones esa mañana desagradable y nevada. Desayunamos con
Paco, Felipe y Blas; Paco sacó un chorizo de la matanza, pan, algo
de fruta y lo metió en una bolsa de plástico; sería mi yantar
hasta llegar a San Pedro. Me sentí en esta casa como en mi propio
hogar; antes de partir fui a ver las pinturas murales que vestían
las paredes de una de las habitaciones; me recordaron muy de cerca
las pinturas románicas de San Clemente de Tahull en el Pirineo
Catalán; pinturas hechas por voluntarios y caminantes de una factura
que para el profano apenas podían diferenciarse de aquellas otras
que vestían los muros de tantas iglesias románicas de la península.
Los caminantes y simpatizantes del Camino y de esta institución que
lleva adelante el padre Blas, parecen ser legión. Me despido de
todos con un fuerte apretón de manos, previa visita a la hucha de
donaciones que hay junto a la puerta de entrada. En esta casa todo es
gratis; hasta el afecto y la cordialidad destilan un noséqué de
gozo interior. También me despido de Ramón, yo soy más lento, no
veremos en el camino.
Cuando salgo fuera el viento ha cesado y el sol ha
empezado a lamer tímidamente las calles de Fuenterrobles; un paisaje
de cuento se extiende delante de mí. La nieve es dura, cruje bajo
mis pies. Más allá un llano dilatado, como uno puede imaginar una
mañana soleada de invierno la estepa rusa. El frío es intenso, pero
el viento ha cesado, el asfalto está cubierto por una fina capa de
hielo. El escenario es el propio de un film como el del Doctor
Zhivago, la estepa blanca y salpicada por las sombras de los
árboles se extiende por decenas de kilómetros hasta tropezarse con
las también nevadas cumbres de Gredos, una barrera de montañas que
cierra por el sur y sureste esta parte de la meseta.
El gozo estético de una belleza cruda que contemplo
agradecido y admirado a través del hueco que dejan la braga y el
gorro de lana que me cubren la cabeza. La cámara fotográfica
también anda un poco loca mirando a su alrededor, dejando constancia
del momento; un paisaje que normalmente podía aparecer como un tanto
anodino, por la presencia de la nieve y esta luz mañanera de
invierno se convierte en un delicioso paisaje propio para un cuadro
de Brueghel que pudiera estar salpicado por el vuelo oscuro de las
cornejas y que aquí atraviesan en perezoso vuelo algunas
emprendedoras cigüeñas. Más adelante aparecerán los desnudos
robles de corteza escamosa, cubiertos por las características barbas
de viejo que hacen de sus ramas y corteza un alborotado tapiz
pictórico modernista de frondosas y complicadas texturas de grises
múltiples. Al fondo, en el punto de fuga del camino y de las
esporádicas líneas de árboles, sobre una amplia eminencia, los
molinos de viento dan vueltas parsimoniosamente ajenos al blanco
espectáculo de esta estepa de película decorada durante la noche
por los elementos para el placer de nuestros ojos.
Y después de atravesar algunos riachos, de caminar
largamente por la calzada romana, conservada ahí después de dos mil
años para nuestra admiración y recreo, al fin vuelvo a mi
abandonada lectura de Almudena Grandes, un mosaico de vidas, hombres
y mujeres, vidas que se entrecruzan, que ponen al descubierto los
escondidos anhelos que cada uno lleva consigo, los encuentros y
desencuentros que cada historia alberga. Y me paro y saco las gafas
de sol porque empiezo a notar esa luz excesiva que se desprende del
campo nevado. Y vuelvo a caminar. Y una pareja, sometidos ambos a la
presión de momentos importantes de la vida, se sinceran y vuelven a
contarse una vieja historia de sus propias vidas, sólo que ahora sin
censuras, abiertamente, ellos mismos admirados de la capacidad que
esta sinceridad está teniendo sobre sus ánimos; y comprueban en su
propia piel cómo la figura del otro renace con nuevas fuerzas en el
amodorrado clima de un matrimonio que languidecía y que habían
tenido que empezar a remendar con visitas al psicoanalista.
De golpe, ya estamos otra vez, un cruce de caminos y un
montón de indicaciones que intentan dirigir al caminante hacia el
este cuando el gps dice otra cosa. Pruebo a caminar un poco para
comprobar si efectivamente la indicación de mi navegador se sale de
su trazado... y se sale; me vuelvo pues fiel y obediente a mis tracks
y cuando lo hago me encuentro al perro de Ramón, Dop, que corre
alegremente con sus alforjas sobre el lomo hacia mí. Detrás le
sigue Ramón y Vermell, sus caballo; aquel embozado hasta las cejas y
tocado con un sombrero de cuero de ala ancha. Es simpático un
encuentro así en aquel magnífico paisaje cubierto de nieve. Ramón
me ofrece atar mi macuto a la montura del caballo. A partir de ahora
y hasta que lleguemos a San Pedro de Rozados el camino va a ser para
mí desde que salí de Sevilla un verdadero paseo. Paseo, amena
charla de viajeros que se encontraron en la estepa, pasión por la
aventura, por los viajes, por los animales... por las mujeres. El
camino hoy es inhabitualmente ameno, los kilómetros transcurren
fácilmente, un auténtico paseo. Pasadas las dos de la tarde nos
tomamos un respiro y damos cuenta de los chorizos y del pan con que
nos han regalado la cofradía de Blas.
Dop se impacienta, ladra, parece que estuviera diciendo,
vale ya, tíos, a ver cuando acabáis con esto y me dais un respiro;
ya no corretea arriba y abajo nerviosamente; ahora camina junto a
nosotros, junto a Vermell, mientras Ramón y yo, tratamos de abrirnos
paso en la complejidad de las relaciones de hombres y mujeres, en la
complejidad y el equilibrio de esa cosa tan difícil que es armonizar
la libertad y la necesidad del otro. Después de remontar la última
loma, San Pedro de Rozados aparece ahí al alcance de la mano
envuelto en su manto de frío y sol de invierno. Le pido a Ramón que
detenga el caballo y se dé la vuelta. Hago un par de tomas:
perfecto, ha quedado para el recuerdo una hermosa fotografía del
instante, para cuando lleguen esos momentos en que sea hermoso volver
la cabeza atrás y repasar la memoria de este bello día de nieve y
estampas navideñas.
El albergue Milario está abierto y solitario; una casa
de pueblo acogedora con el recuerdo en las paredes del tránsito de
cientos de peregrinos de todas las edades. En el cuarto de estar,
pequeño y recoleto hay una estufa eléctrica que caldea el ambiente.
Dos horas más tarde llegaría la simpatía en persona, Conchita, la
encargada del lugar, una mujer de melena morena, parlanchina y
dispuesta alegrar con su presencia la tarde. Bonito final para un día
el de este rostro y esta contagiosa animosidad. Atlas de geografía
humana también este camino. Se podría escribir un libro con toda
esta gente que aparece y desaparece a diario a la vera del camino.
Pena que el día siga teniendo sólo veinticuatro horas.
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