Calzada de Valdunciel, 12/02/2013
Cuando pasaba por Merville al filo del amanecer, en
medio de la plaza, me llamó la atención un escultura de hierro que
representaba a una mujer con gafas siguiendo la lectura de un libro.
La belleza de la herrumbre que apenas se asomaba a las luces del alba
en la forma de una maestra impartiendo la lección de la mañana,
acompañaba a la idea de un homenaje rendido al reconocimiento de la
labor de un maestro, D. José Sánchez Alonso, Merville, mil
novecientos cincuenta y seis, decía una placa. Me dejó pensativo
aquello. Cuando alcanzas a entender que si el mundo llega a cambiar a
algún día ello dependerá esencialmente de la educación, y cuando
contemplas manifestaciones como éstas, tan inusuales, tan raras, tan
extrañas porque la labor de un buen maestro apenas es considerada en
la sociedad, pero que existen, uno se reconcilia con el mundo; ergo,
todavía hay gente con sentido común en el mundo, gente agradecida,
piensas.
Uno ha trabajado treinta y cinco años en estas cosas,
ha entregado lo mejor de sí y cuando mira para atrás encuentra un
paisaje tan nebuloso, acaso una sensación de un trabajo tan que
parece no verse, que no tiene más remedio que quedarse pensativo,
escéptico, algo frustrado por un empeño de décadas. Así que
encontrarse así, al filo del amanecer, este pequeño pueblo
agradecido a un maestro, hace surgir en mí un algo de bondadoso
reconocimiento que anima a percibir el mundo en una más justa
medida.
Antes de llegar al puente romano, me para un hombre
mayor, tocado con una boina al más clásico estilo de los pueblos de
la península, regordete, de mirada bondadosa y de ojos curiosos.
Pasea a su perrito que asoma tras la pernera de sus pantalones
mirando al caminante con cierta desconfianza, pero que cuando se
acerca un pastor alemán con una envergadura cinco o seis veces su
talla, se pone chulo como nadie y le ladra descosido, ahora eso sí,
escondido detrás de su dueño y sólo asomando la cabeza por si las
moscas. Y charlamos durante un buen rato, de cualquier cosa, da lo
mismo, hace sol y ninguno de los dos tenemos prisas. Sí, hombre, sí,
charlar un rato, saber de la gente, pa eso somos seres sociales, ¿no?
Nos despedimos; buen camino, me dice, despidiéndose con una afable
sonrisa.
Salamanca, de piedra rosada y fría, en lo alto, con la
catedral envuelta en una bufanda de andamiaje presta para una
restauración a fondo, yace como museo al aire libre exhibiendo una
adustez de ciudad vieja, alzada sobre el páramo con su testimonio
de vetusta belleza. El albergue está cerrado, no abren hasta la
tarde y yo necesito un rinconcito para trabajar, rincón cálido y
acogedor en donde refugiarme y exprimir algo de la sustancia que el
camino va dejando en el viajero; y subo hacia la plaza Mayor y entro
en un par de locales, pero por una razón u otra no me convencen; así
que atravieso Salamanca, que se me hace pequeña porque mis piernas,
habituadas ya a las largas distancias, son botas de siete leguas que
devoran las distancias hora a hora sin apenas ser consciente de ello,
y así, cuando sin darme cuenta dejo Salamanca atrás, la ciudad de
piedra se va desvaneciendo a mis espaldas mientras mis piernas me
siguen empujando hacia el norte. Pero mi estómago me hace toc toc,
me dice: tío, no te pases, busca un restaurante, ya mismo; que te
conozco, que tú puesto a andar eres capaz de llevarme de un tranco
hasta Calzada de Valdunciel. Y yo obediente le escucho y le doy la
razón y en cuanto me tropiezo con un restaurante nos metemos mi
estómago y yo en él, entramos en Casa Mateo donde nos sirven unas
riquísimas lentejas; y cuando estoy terminado con ellas alzo la
vista y al otro lado de la calle veo a Ramón que con Dop a su
derecha, siempre obediente y pacífico en las cercanías de la
carretera, y con Vermell de la rienda caminan indiferentes al
tráfico. Salgo a la puerta del restaurante a llamarle. Ramón busca
un árbol para atar al caballo, un árbol a cuyos pies hay comida
suficiente como para que el paciente Vermell pueda entretener la
espera mientras nosotros comemos.
Hoy será el día más largo desde que salí Sevilla,
cuarenta y dos kilómetros. Cuando pasamos por Castellanos de
Villiquera, ya muy echada la tarde, el bar se vacía para ver pasar a
estos curiosos peregrinos acompañados de caballo y perro. Buenas
tardes, buenas tardes, buen camino. Y nos volvemos al camino que ya
empieza a pesar sobre nuestros cuerpos mientras el sol, oculto tras
unas nubes amenaza con desaparecer de un momento a otro. La tarde se
hace fría. Entramos en Calzada de Valdunciel con noche cerrada. El
albergue, bonito, pero frío y algo desolado, está ocupado ya por
una pareja de peregrinos que había visto atravesar desde el ventanal
del restaurante; son Esther y Jesús; ella, menuda y de ojos vivos,
con un piercing en la nariz que me produce cierta gracia porque
cuando la miro me parece estar viendo bajo sus aletas nasales la moca
de un día de frío muy intenso, acaba de salir de la ducha y se
interesa enseguida por los recién venidos. Jesús, su pareja, un
hombre muy joven, corpulento, nos pone al tanto del aspecto práctico
del albergue.
Esta noche Ramón y yo prolongaríamos más de la cuenta
nuestra tertulia. Mientras él prepara una sopa y unos callos en el
microondas, yo meto en su ipod recién comprado unas cuantas novelas
y algo de música. Después nos hermana un tema que es para ambos ya
motivo recurrente: las mujeres; el perfume de lo femenino me temo que
es algo que compartiremos sin lugar a duda durante los días que
sigamos coincidiendo en el camino. A ambos nos gustaría un mundo que
pusiera menos trabas a una relación más espontánea entre unos y
otros; relaciones en las que compartir el sexo no revistiera ese
clima de excepcionalidad, no llevara a ningún tipo de celos, no
comprometiera, fuera tan natural como ese aire que respiramos a cada
momento. Tuve una amiga que anunciaba de una manera muy gráfica
esta necesidad, decía que después de respirar follar era su
necesidad más perentoria. No sin razón Woody Allen dijo jocosamente
en una ocasión que el cerebro era la segunda parte más importante
del cuerpo.
Bromas aparte, como es obvio que estamos hechos unos
para otros, ¿por qué restringir, legislar, mediatizar, poner
puertas al viento a algo que cae por su propio peso, a algo a lo que
nos inclina tan tentadoramente la naturaleza? Sexo y amor forman un
binomio en el que ambos no tienen por qué ir juntos, aunque sea
cierto que es el más hermoso de todos; pero hay otras variables:
sexo-amistad, sexo sin más. La Iglesia y el Estado ha velado siempre
para mantenernos en cierto estado de infantilismo, usurpando nuestra
capacidad para decidir como individuos qué hemos de hacer con
nuestra vida, nos tratan como especímenes que hay que tener bajo
control. La libertad y el uso de la capacidad de pensar, de la
capacidad de decidir personalmente son dos grandes enemigos de un
dudoso orden gregario que trata de organizar el mundo al modo de como
se hace con un rebaño.
Habíamos hecho muchos kilómetros y el cuerpo reclamaba
ahora su descanso. Hacía frío, me sumergí bajo cuatro mantas y no
pasaron más de tres minutos antes de que me quedara profundamente
dormido.
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