Chinochano, el chatarrero de Dios



Alcuéscar-Aldea del Cano, 03/02/13

En la ribera del río Aljucén las ranas croan como un coro monótono que quisiera negar el tiempo con su ininterrumpido vocerío. Siempre me llamaron la atención estos bichos por su grito ininterrumpido, más hoy una noche especialmente fría de invierno. Qué función puede cumplir este croar, me pregunto. Eso dice mi nota de voz que dejé grabada esta madrugada, así que nada más llegar a Alcuéscar y tomarme una cerveza acompañada con unas alitas de pollo, hurgué en la nube a la busca de una respuesta. Esto encontré: “A través del canto, su principal forma de comunicación, las ranas reconocen a los de su misma especie, advierten la presencia de depredadores y defienden sus recursos. Incluso, es con el croar del macho que la hembra identifica si tiene buena condición física, es grande o posee territorios de alta calidad, atributos que pueden definir la selección de la pareja”. No está mal que uno pueda satisfacer su curiosidad de manera tan inmediata.

  

Los gritos de la mañana, que yo había asociado enseguida a una de las excentricidades del Tenorio: “Cuan gritan esos malditos/ pero mal rayo me parta/ si en terminando esta carta/ no paran caros sus gritos”, encuentran, como era de esperar, una explicación biológica satisfactoria. Desde los tiempos de Darwin los porqués de la naturaleza siempre tienen una explicación relacionada con la reproducción o la conservación de la vida; casi siempre, porque aunque a la curiosidad o al gusto estético le atribuyéramos un puesto en el engranaje de esas dos variables, sería difícil saber cuál es el hilo conductor que me llevará un rato después, cuando el primer rayo de sol del día empezaba a colarse entre la alborotada pelambrera de las encinas, a sacar el ipod y buscar la música de Tchaikovsky, un Capricho español que sonaba en esta hora alegre y divertido invitando a iniciar el día con el buen pie de unos aires de fiesta.
Después siguió Fauré y Schubert, lieders para ir recorriendo la mañana por medio de la ancha vía pecuaria por la que discurría mi itinerario. En las cercanías de Alcuéscar me echo a un lado en el camino y me tumbo un rato a tomar el sol y a continuar con mi novela, El desierto del amor, de François Mauriac. Es una mañana fría que pese a encontrarse cerca del mediodía agradece todavía el gorro de lana y los guantes. Hasta ahora ha habido suerte con el viento, el más desagradable de los compañeros del camino. No sé bien por qué elegí este título precisamente, no tenía ninguna referencia; se ve que los asuntos relacionados con el amor ejercen una intensa atracción sobre todo tipo de lectores. Miremos para donde miremos seguro que todos hemos sido en algún momento devotos cofrades, cuando no alocados perseguidores de quimeras, sufridores o escarmentados enamorados dispuestos a tropezarse con la misma piedra cuantas veces lo exigiera el guión que alguien inoculó en nuestro ADN antes de pisar este planeta. Leer es con frecuencia algo así como decir “a ver qué cuenta éste”, imaginando cualquier historia sobre la que nosotros, como poniendo una hoja de acetato sobre otra intentaremos ver los parecidos y las diferencias de la propia historia personal con aquella que estamos leyendo, tratando así de comprender mejor lo que sucedió en nosotros tiempo atrás, lo que sentimos todavía en relación a ese complejo estado bajo cuyo influjo es casi imposible ser una persona racional y objetiva.

En estos razonamientos andaba cuando oí unos pasos en el camino. El hombre venía de darse un largo paseo de quince kilómetros, precisamente era el encargado del albergue a donde me dirigía, Casa de Beneficiencia de los Esclavos de María de los Pobres. Hay personas con las que comenzar a hablar y prolongar la mañana al sol sin otra intención que disfrutar del placer de la conversación es algo pasmosamente fácil. Sucedía con este hombre. Desde que leí a quien pertenecía el albergue me intrigó lo que podía encontrar aquí. Él guardés hace enseguida historia. El fundador de la institución se autollamaba el chatarrero de Dios porque recogía todo lo que nadie quería. Naturalmente lo que nadie quería eran tullidos, enfermos, sintecho, gente desamparada o sin trabajos, pobres de solemnidad, vagabundos. Se llamaba Chinochano y llegó al pueblo en el año treinta y dos; llega como ayudante del párroco. Y fíjate, me dice enfáticamente, lo que podía ser Extremadura entonces. Cuando llega aquí este hombre encuentra una miseria terrible; se puso a trabajar inmediatamente; sacó dinero de aquí y allá. Hubo muchos curas y monjes, continúa, pero hoy en la casa sólo quedan cinco. Su idea es dar todo a los otros; lo de la pobreza lo llevan a rajatabla. Ahora mismo hay setenta y cinco acogidos, gente que no tiene dinero, que no quiere la familia, que están en la calle o se encuentran enfermos o son ancianos impedidos; a estos les dan de comer con la cucharita, les quitan los pañales, los visten. En otros tiempos, en los años setenta han llegado a tener trescientos niños; cuando no había institutos y todo eso; era el trabajo de ocho o diez curas. Transcribo textualmente sus palabras; podría haber llenado un par de folios con la historia de esta gente.
Le digo que yo soy bastante crítico con eso que llaman Iglesia Católica, el alto clero de esta institución, pero que simpatizo enormemente, que admiro profundamente a esta gente que dedica su vida a los demás. El Vaticano seguro que no tendrá mucho que ver con estos, me contesta. Es una historia personal, haz como decía Cristo, sigue., que tu mano izquierda no se entere de lo que hace tu mano derecha; es lo que hacen estos. Me dice que hace unos días unos turistas se quejaban de que muchos peregrinos, después de permanecer todo el día en el albergue no dejaban un solo euro de donativo (por la estancia se echa en un bote la voluntad). Cada uno echa lo que lleva dentro, había contestado él, si no llevas na pues no echas na, te aprovechas y dices: mira los curas, que les den por culo, te ahorras el hospedaje, la cena y no echas na; y te puedo asegurar que son gente que tienen dinero.
Recojo mi macuto y caminamos en dirección al monasterio-albergue. Me siento a gusto con este hombre sencillo que eligió vivir una vida simple y sin medios económicos, echando una mano a los monjes, trajinando de acá para allá para facilitar la vida a los peregrinos, gestionando y procurando bienes para repartirlos entre gente que lo necesita. Espontáneo, sencillo, humilde, sin trabas para decir la verdad donde es necesario, cumpliendo esa máxima evangélica que él mencionó más arriba: que tu mano derecha no sepa lo que hace tu mano izquierda.
Es muy temprano y hay una norma en el albergue que entra en conflicto con mis hábitos. No abren la puerta hasta las ocho de la mañana. Hago un alto de dos horas y media en un restaurante y después de comer vuelvo al camino. Pernoctaré en Aldea del Cano, dieciséis kilómetros al norte. 

Casa de Beneficiencia de los Esclavos de María de los Pobres
 



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