No conocer la prisa



Aljucén, 02/02/13

Retorno al camino con la sensación de que hubieran transcurrido días desde que entrara en Mérida. Mi crónica de ayer quedó varada a la hora del crepúsculo mientras el sol se disolvía en las tranquilas aguas del Guadiana. Hablaba con casa cuando entró una llamada. Era Manuela. Quedamos en las cercanías del albergue-molino. Me placen, caray, estos encuentros; y hablar y hablar constatando la frescura y bondad con que mis largos silencios de caminante, que durante días apenas encuentra unas pocas y escuetas voces en camareros o guardeses de albergues, agradecen ahora, esta noche junto a Manuela, el encuentro de una conversación relajada que transcurre con la misma fluidez que lo haría entre dos amigos que se vieran después de años de ausencia. Las horas se hacen breves frente a una copa de vino, después frente a la cena, más tarde conversando bajo las estrellas que dejaban aquí y allá sobre las silenciosas aguas del Guadiana su mota de polvo luminoso como luciérnagas que habitaran en las profundas aguas del río y salieran a la superficie a echar una ojeada al cielo antes de echarse a dormir entre los juncales.
 







Como consecuencia esta mañana se me pegaron las sábanas y andaba como sonámbulo siguiendo el camino que me dejaría junto al embalse romano de Proselpina, solitario y mecido por la breve brisa, rodeado de verdes colinas, con una caminillo de tierra clara que rodeaba delicadamente los contrafuertes de la presa de aquella gente emprendedora y creativa venida del otro lado del Mediterráneo para traernos hermosos y prácticos retazos de civilización.
Después de comer caigo derrumbado en la cama sediento de sueño y descanso. La casa rural de Aljucén donde me albergo tiene siglo y medio de vida. Sus suelos son de piedra, sus muros tienen un grosor de más de medio metro; la dueña, Ana, ostenta un gusto refinado y atento del que yo soy usufructuario esta tarde. En el centro del salón, recoleto y rústico, pero decorado y amueblado con el exquisito cuidado de quien cultiva el arte de los pequeños detalles, arden gruesos troncos de encina en una estufa de leña.
El caminante se siente hoy especialmente satisfecho por esta vida que ha iniciado de vagar por tierras de Andalucía y Extremadura. Se cumple así aquellos versos que canta Serrat:

Nunca, si llegan a un sitio
preguntan a donde llegan.

Y no conocen la prisa
ni aún en los días de fiesta.
Donde hay vino, beben vino,
donde no hay vino, agua fresca.

Y nunca mejor que hoy se cumplen estos versos, que el caminante, pese a andar cansado y trasnochado en exceso, parece que va aprendiendo poco a poco eso de no conocer la prisa y tomar del camino lo que éste le ofrece, beber vino donde hay vino y donde no hay vino, agua fresca.




 

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