Mérida, 01/02/13
La niebla, espesa y agarrada al suelo como un enorme y
gris medusa había ocupado el camino y sus alrededores desde la
primera hora recién salido de Torremejía. En algún momento había
dejado el camino que se prometía encharcado y con abundante barro y
hacía de mis botas pesados zuecos de arcilla y lo había sustituido
por el cómodo caminar del asfalto que corría paralelo al sendero.
El tránsito principal lo canalizá una cercana autovía, y así la
carretera aparece desacostumbradamente solitaria, sólo de vez en
cuando los focos de un camión irrumpen en la oscuridad aparatosos
como saliendo de una nube; queda temblando el aire y después se
vuelve a sumir en la nada que hay más allá de la niebla, hacia el
sur.
Desde que aprendí a hacer fotografías y a clasificar
los negativos en una base de datos para hacerlos accesibles, la
niebla siempre tuvo su cajoncito, su etiqueta, lo que dice de la
importancia que para mi experiencia estética este elemento
representaba. La niebla es capaz de transformar cualquier paisaje en
algo totalmente diferente, en una fantasmal secuencia propia de un
film de Hichtcock, en un misterioso reducto en donde es posible
recoger cacillos de belleza inesperada, un hayedo, un robledal, la
ladera peinada de verde y cuajada de agua que se pierde en la lechosa
pendiente a cuyo extremo uno puede encontrar un palacio de malaquita
o un valle de cuento, duendes o un oscuro glaciar que se derrumba
sobre la ladera opuesta; pero sobre todo la niebla es algo en lo que
el alma puede enredar su melancolía o proyectar la ambigüedad de
una sensación de ser que, acostumbrada a un lenguaje racional y
plástico, encuentra en ella el escurridizo terreno en donde lo que
llamamos realidad y lo imaginado pueden convivir hasta convertir el
escenario en un paisaje de sueño. Con la niebla siempre me entran
unas ganas compulsivas de tomar la cámara y disparar a diestro y
sinietro con el ánimo de meterme en el bolsillo toda aquella
belleza. Equivocada disposición desde luego, porque de la misma
manera que sucede en la selva o en los bosques, la cámara raramente
es capaz de recoger esa belleza sutil que fluye en el ambiente más
que como una cosa física como si ella fuera un ser sutil, el alma
escondida de las cosas que vaga entre el barro esta mañana, entre
las cepas desnudas, entre las ramas de los olivos, que como fantasmas
cervantinos estimulan la imaginación del caminante.
La niebla que
invadirá esta mañana la ciudad de Mérida y hará de los viandantes
que atraviesan el puente romano diluidas sombras, personajes para una
novela que transcurre en la media luz de los candiles. Y así cruce
el puente y no sabía qué hacer: ¿continuaría camino en medio de
esa nube que se posaba blandamente en toda la ribera del Guadiana o,
por el contrario haría lo más jucioso y me quedaría a disfrutar de
esta perla del camino que es Mérida? Consulté la dirección del
albergue, estaba a tiro de piedra; aunque no decidido a quedarme
todavía me dirigí a él. A mitad de camino me detiene un hombre de
aspecto cordial que me trata con la familiaridad de aquellos que
pertenecen a la misma congregación. La conversación, después de
dar por concluidos los azares del camino, deriva a la política.
Vamos a cambiar de gobierno en unos meses, dice mi interlocutor, así,
sin más. Y yo pienso en esa panda de sinvergüenzas que andan
ordeñando el país en su provecho, y presto oído a ver de qué va,
no vaya a ser que yo sea muy torpe y no haya descubierto todavía que
las cosas pueden cambiar tan bonitamente en unos meses. Y continúa:
en vez de tantos gobiernos vamos a tener uno solo. Es un hombre
maduro que maneja con soltura sus creencias. Al fin me sitúo cuando
comprendo que ese gobierno al que se refiere ha de venir del reino de
algún dios que vivió hace dos mil años; no, dice, cortándome
cuando le empezaba a hablar de los evangelios apócrifos y de la no
demostrada veracidad de lo que nos contaban San Pablo o los
evangelistas, los católicos equivocaron todo. Y empieza a hablarme
de la Biblia; está claro, pierdo el interés enseguida sabiendo que
esta gente funciona a piñón fijo y que es imposible enhebrar un
diálogo medianamente lógico con ellos, que lo único que pretenden
es evangelizarte. Qué manía, ¿verdad?, esa de que unos u otros
quieran velar por nosotros, unos por nuestra alma y los otros por
nuestra vida material; el Estado y la Iglesia apuestan cada uno por
su lado por cuidar de estos niños pequeños que parecemos ser los
ciudadanos de un país. Me tengo que marchar, le digo. Y sigue y
entonces le pongo algunas pegas a su Jehová y le digo que no me
gusta su dios, que un ser demasiado vengativo y vanidoso, que lo
único que quiere es que todo el mundo le tenga en palmitas, centro
único del universo, que su soberbia es demasiado espesa para mi
gusto. Pero el hombre, visto el río de palabras que me sale así de
pronto, fruto de mi larga experiencia de cristiano desconvertido, se
escabulle y ahora sólo pretende entregarme un folleto; que me lo
lleve, que lo lea. El último que me asaltó de parecidas
pretensiones en plena calle lo hizo de madrugada mientras esperaba el
autobús para el aeropuerto de Tenerife; se hizo el encontradizo,
era finés; yo, descubriendo de golpe a un interlocutor con quien
podía intercambiar mis impresiones de un lejano viaje por Finlandia,
lo miré cordialmente y me dispuse a pegar la hebra; pero
transcurridos dos minutos descubrí de inmediato de qué iba la cosa.
Al individuo aquel no le interesaba en absoluto hablar sobre su país,
él quería vender, vender, cristianizarme, convencerme de que su
dios, que era el verdadero, etc., etc.
Bueno, pues a unos
pasos de allí, junto al albergue, me esperaba la sorpresa más
agradable que podía esperar hoy, el andarín y hasta ahora amigo
sólo en el ámbito del espacio cibernético, a quien conocía a
través de Wikiloc y después el Facebook, estaba ahí en persona
como una aparición que hubiera pasado desde algunas páginas de
internet a hacerse presente físicamente en esta temprana mañana de
Mérida. Sí, Manuel, Manuel Coronado en persona se apoyaba sobre el
pretil que daba al río y me decía: ¿me reconoces? Me encanta este
regalo matinal, un encuentro tan inesperado como oportuno que
agradezco enormente. Este conocer a alguien que conoces pero sólo en
el hipotético espacio cibernético de nuestra modernidad, que
conoces y sigues y sabes que y compartes aficiones mutuas y... Jo...
Gracias, Manuel.
Esta mañana me
avergüenza mi insociabilidad, ¿o será timidez, timidez congénita
y abrumadora tantas veces (no siempre, claro)? La cálida
conversación de esta mañana con Manuel me va ayudar a abandonar
esas almenas en que ando subido y desde donde miro el paisaje y la
gente como si pertenecieran a otro mundo. Ya hice ejercicios estos
días atrás, pero todavía tengo que convencerme más, tengo que
lubricar los rodamientos de las relaciones y hacerme un poco más
comunicativo, me digo. Ya una moza que conocí a través de las
hondas de Internet y que seguía un blog mío sobre viajes durante
meses empezó a llamarme el chico salvaje; sí, le decía yo, un
salvaje, un salvaje que lee; y repetía así una expresión de
Stevenson que usaba para uno de sus personajes que aparecía en su
viaje por las dispersas islas de Oceanía. Uno se mira tanto al
ombligo que termina un tanto gilipollas.
Hablamos como
quitándonos la palabra, como si nos conociéramos de toda la vida y
compartiéramos un montón de cosas. Manuel quiso que paseáramos por
las cercanías del acueducto. La niebla persistía agarrada al suelo.
En lo alto de las pilastras del acueducto las cigüeñas campaban a
sus anchas como dueñas del lugar. Nos hacemos la foto de rigor. Me
da el teléfono de Manuela, de la que hablaba ayer en estas mismas
páginas. La llamo. Quizás nos veamos estar tarde. En nuestra
atropellada charla aparecen parajes y marchas por los alrededores,
por Sierra Morena, una variante del Camino de la Plata que quizás
ensaye por consejo de Manuel, Pepe su compañero madrileño de
andanzas. Apuramos hasta el último instante. Manuel llevará dentro
de una hora un tren desde Mérida a Huelva, tiene que marcharse. Nos
damos un caluroso abrazo de despedida.
El albergue, un
antiguo molino de agua sobre el Guadiana, está frío y desapacible.
Lo abandono camino del Anfiteatro. La niebla se ha disuelto y ha
quedado una mañana soleada y fresca. Gozo de la apacible
tranquilidad del lugar en donde no hay más de diez personas en todo
el recinto. En lo alto del anfiteatro hago un ejercicio de presencia
retroactiva, cierro los ojos e imagino la multitud del partido del
otro día entre el Barcelona y el Madrid gritando aquello que era el
comportamiento del público cuando los gladiadores se enfrentaban en
la lucha: Iugula!
Verbera! Missus!... ¡Mátalo!
¡Azótalo! ¡Perdónalo! Se dibuja una sonrisa en mis labios
; las
bondades de la pedagogía no han conseguido demasiado en dos mil
años, no sólo están ahí los toros como espectáculo consagrado.
El espectáculo en las calles de París, sobre el que hablaba el otro
día, era todavía más macabro y audaz, las personas, los amables
ciudadanos, convertidos en masa desatan sus energías bajo el
catalizador de la sangre. Y ahí mismo, a unos pocos metros del
anfiteatro, la cultura más refinada para que sirviera de
contrapunto, el teatro, aunque en aquellos tiempos el concepto de
espectáculo teatral fuera algo que yo entiendo poco dado el desorden
en que se desenvolvía el mismo. No entendí nunca como una tragedia
de Esquilo o Sófocles o una comedia de Aristófanes podía ser
seguida, salvo que se conociera el texto casi de memoria, en el
desorden y vocerío que debía de ser entonces el espectáculo
teatral. Así describía Horacio el espectáculo: “Y en el teatro
forman tal estruendo que parece que resuena el mar...”
Un suave sol de
verano entra por los grandes cristales de la cafetería Roma que
asoma sus grandes ventanales al poniente sobre el Guadiana mientras
la tarde va cayendo poco a poco con la suavidad con que la clepsidra
va haciendo del tiempo un lentísimo discurrir de agua dentro de su
cuerpo de barro.
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