Torremejía, 31/01/13
La mañana tiene un cierto sabor a otro tiempo, no sé
muy bien por qué me recuerda alguna mañana de invierno caminando
por las Hurdes. No es ni el frío ni la escarcha, porque la de hoy es
mañana de invierno de chichinabo, a punto de empezar a sudar cuando
todavía no son las siete y el sol se halla lejos bajo el horizonte
más allá de Denet, la estrella más brillante del Triángulo de
verano hacia levante. Aunque llevo ya unos cuantos días caminando,
creo que la sensación proviene de mi extrañamiento; hoy me siento
fisgón, intruso o viajero que mira a su alrededor desde la lejanía
curiosa, pero ajeno en realidad a la tierra que atravieso. Me sucede
más adelante cuando en medio del campo veo la luz de una linterna de
alguien que realiza tareas agrícolas que no comprendo. La idea que
uno tiene es que los agricultores apenas trabajan durante la época
de invierno, y por supuesto menos a estas horas. Pues sí, cuando
paso frente al hombre, me paro y lanzo un sonoro buenos días que
pueda atravesar las voces de la radio que le acompaña a esta hora.
Está podando las viñas, ¡a esta hora! Después encontraré otros
muchos, también inclinados sobre las cepas quitándose el frío en
el manejo de las tijeras de podar. Me paro a hablar con un grupo de
jóvenes que acaban de dejar el coche junto al viñedo y se dirigen a
su labor. Trabajan durante todo el invierno, seis horas y media
seguidas diarias. Miro a los campos, se comprende, la formación
soldadesca perfectamente alineada de las cepas se extienden hasta
límites en donde la vista no alcanza. Un inmenso trabajo que parece
justifica de sobra la presencia de estos hombres a hora tan temprana.
El camino es a veces una senda estrecha en donde dos largas filas de
jaramagos iluminan los límites del sendero.
Echaba de menos hoy la no presencia en este blog de la
gente con la que me voy encontrando por el camino, el canadiense de
aspecto duro y habituado a todos los climas y circunstancias que
llevaba caminando desde el pasado mes de noviembre que salió de St.
Jean Pied de Port; un belga de imponente presencia que parecía
sacado de un libro de aventuras que transcurre en alguna zona polar,
su indumentaria de viajero aguerrido, sus enormes botas, su paso
calmado de quien ha desterrado ya las prisas de su vida. Tenía los
ojos cerrados, había sacado el gorro de visera y me había tumbado a
tomar el sol a la vera del camino a escuchar plácidamente mi novela,
cuando sentí unos pasos cercanos. El rostro sonriente del belga, más
alto e imponente desde mi posición decúbito supino, cuando abrí
los ojos, me daba unos amables y sonrientes buenos días. Ayer,
cuando hablaba por el Google Talk con Victoria en el albergue, entró
una mujer menuda cargada con un macuto; la seguía su marido, enjuto
y con ojos vivos me tendió cordialmente la mano. Su camino
terminaría en Salamanca, él era un entusiasta de los mapas, quería
cargar con los cuarenta gigas de mapas que llevo encima, toda la
cartografía de España de 25000 del Instituto Geográfico, pero su
microSD no daba para tanto. Se hizo lo que se pudo. Cenaron con
voracidad, habían hecho cerca de los cincuenta kilómetros. Pablo,
el dueño del albergue Tierra de Barros, licenciado en biología, con
una amabilidad que desbordaba la transitoriedad de mi paso por su
albergue, se empeñaba a fondo en hacer la estancia agradable a sus
huéspedes. Esa misma noche, en Villafranca de los Barros cené en un
restaurante que atendía una chica gordita de esas que parecen
salidas de los comics de Crumb, regordeta, con una incipiente cresta
de gallo sobre su cabeza bajo la que se abrían unos ojos redondos
como bolas de cristal que al fin no guardaban otra cosa que una
pereza de padre y señor mío. Si hubiera esperado a que ella por su
propia iniciativa me hubiera servido los tres platos de que constaba
el menú, todavía la podía estar esperando. Me lo tomé con humor.
Tuve que ir por segunda vez al mostrador a reclamar mi postre, al
melón no había quien le metiera el diente. El trabajo está mal,
pero hay gente que es un milagro que dure en el curro más de una
semana.
En fin, y para terminar con este breve recorrido por la
geografía humana de estos días, la posadera de hoy, seca y con la
jeta de a quien le deben y no le pagan, gente de esa a la que dar los
buenos días parece suponerle un esfuerzo de romperse el espinazo. Me
hace pasar al albergue. Saca un librito de detrás de un pequeño
mostrador; ni se molesta en encender la luz, estamos en penumbra;
intento un broma, pero su cara de palo no se inmuta. Hoy, que me
proponía hablar de las mujeres a raíz de mi novela, en torno a las
cuales Muñoz Molina gastó un montón de tinta en los últimos
capítulos, un tema por demás que me sigue intrigando tanto, esa
devoción, enamoramiento, sugestión que produce gran parte del mundo
femenino en las mentes del género masculino, ese quedar como fuera
de juego por el embrujo mujeril, y que en la novela representa
Mariana, un personaje sin perfil del que el autor apenas si se
molesta en darnos unos pocos rasgos y que sólo vive para que los
otros personajes, Manuel, Jacinto Solana, Orlando vivan el
desasosiego permanente de un deseo, un amor; me proponía hablar de
mujeres, decía, no ya aquellas muchachas en flor de la primera parte
de la obra de Proust, que eran como ángeles lejanos e inaccesibles,
apenas nacidas ayer mismo y comenzadas a florecer en la última
primavera, sino de aquellas otras, que consolidada ya su feminidad
constituyen el complejo material en el que todo hombre de bien sueña
durante el ochenta y cinco por ciento del tiempo de su vida. Bueno,
pues hoy que me disponía a hablar sobre esto, sucedió que se me
cortó la leche con la sola presencia de la ventera que me estaba
atendiendo. Palabra que aunque hubiera estado calentísimo y sin
probar mujer desde la mitad del pasado siglo, una insinuación por
parte de la guardesa, que era joven y regordita, pero que me
recordaba un apático personaje de la benemérita, habría tenido el
mismo efecto sobre mi libido que un striptease de una morsa en pleno
invierno glaciar. De donde se deduce que cuando hablamos de mujeres
no hablamos naturalmente de todas las mujeres ni mucho menos.
Esta mañana me había propuesto hablar del origen de
este camino que recorro. No son cosas que me entusiasmen; ya se ve en
este diario del camino que raramente se refiere a otra cosa que no
sea el ánimo del caminante, lo que lee o las impresiones inmediatas
que el tránsito por la madrugada, los olivares, los viñedos o las
montañas le producen; pero parece de cajón que debería referirme
en algún momento a otros temas a fin de situar un poco el espacio
por donde transcurre mi camino. Ahí va. La aportación pertenece a
uno de los libros que leo actualmente: La Ruta de la Plata ,
de José María Izquierdo Rojo. Cuenta el autor que los árabes se
encontraron con un camino ancho y bien perfilado. Ellos tenían una
palabra, “Al-Balata”, que designaba precisamente el camino de
estas características. Así Al-Balata, es decir, –más o menos–
“el camino empedrado”; el pueblo –que hablaba el latín vulgar
y oía el árabe– la empezó a llamar Vía Albalata, que viene a
ser “Vía del camino empedrado”. Durante los 3-5 siglos que, más
o menos, duró la dominación árabe en la zona, la palabra
–probablemente– fue evolucionando desde “vía albalata”
(término que nada decía a la mayoría de las gentes) hacia “vía
de la plata”. La evolución se basa pues en el parecido fonético.
La cosa tiene más miga, sobre la que el autor se extiende bastante,
pero para una modesta introducción baste esto. Mis interrogantes de
días anteriores cuando trataba de elucidar de dónde provenía la
plata y hacía donde se expedía, se ve que no tenía justificación,
como tantas veces la realidad es mucho más prosaica.
Mañana tengo por medio Mérida. Cuando estoy metido en
una caminata como ésta me cuesta alejarme de mi itinerario para
atender a otras necesidades, la historia, la cultura, el arte, por
ejemplo. Había pensado pasar de largo para pernoctar quince o
veinte kilómetros al norte, en Aljucén, pero no estoy seguro si
dedicar parte del día a visitar la ciudad.
Hoy, cuando miré el correo, me encontré con unas línea
de Manuela, una aficionada a los caminos de Mérida con la que me
encontré en el ciberespacio de este blog de los senderos. Gracias
por tus líneas, Manuela. Veremos cómo anda mi humor mañana y si
éste vence la inercia del camino y se da una paseggiata por
la ciudad. Un cordial saludo.
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