Sonríe, que algo queda





Albergue de Outeiro, 27/02/13


Que hubiera luna no me serviría hoy para mucho, sólo se la veía a ratos entre las nubes. El camino, convertido en puro barro, corría encajonado entre una valla de piedra y altos árboles; en muchos tramos servía de cauce a algún riachuelo. Los perros son insidiosos esta madrugada, un par de ellos andaban sueltos, los demás atados o tras las vallas, pero terminaban por ser extremadamente molestos. Uno, no muy grande, me alcanzó con la boca la pantorrilla, tuve que volverme a descargarle una patada. Después llegó el asfalto, ruidoso, la nacional 525: paciencia; a esta primera hora parecía que no iba a ser muy divertido caminar, al menos mientras durara el tránsito por esta carretera. Además esta mañana me empecé a agobiar con la presencia reiterativa de un pensamiento enojoso, antiguas historias relacionadas con mi hijo menor volvían una y otra vez sobre mi memoria con la insistencia de un oleaje reiterativo. Me sucede de tanto en tanto, es triste tener que arrastrar un pedazo de memoria que uno quisiera desechar para siempre. Defenderse de estas cosas no es fácil.



En las calles de Silleda me cruzo con una pareja de alemanes a los que saludo cordialmente y les deseo un buen camino; pero resulta que no vienen de Santiago sino que van como yo allí. Todos los caminos llevan a Roma, pero con la cara de despistados que llevan ellos a esta hora de la mañana no me atreví a asegurarles que era yo el que estaba en el camino correcto, entre otras cosas porque mi gps telefónico sigue haciendo tonterías de vez en cuando. Pasada la mañana los volvería a encontrar delante de mí sorteando los pinares, los fresnos, las arboledas de mimosas que se volcaban sobre el camino. Temprano me había tenido que poner el traje de agua pero después se estabilizó el tiempo y se puso ventoso hasta el punto de impedirme leer. Cuando al mediodía atravesé el río Ulla y me metí en el primer restaurante que me pilló a mano, me volví a encontrar con los alemanes. A esta hora todos estábamos mucho más presentables que en la bruma del amanecer, nos reencontramos como viejos amigos (qué cosas tiene la vida, hay que ver). Una pareja de alemanes, ella bajita, rubia, con una larga experiencia dibujada en su rostro; él, alto, buen mozo, de mirada afable y ojos llenos de ilusionada aventura. Ambos jubilados; cuando les pregunto si es la primera vez que hacen el camino enseguida me cuentan que hace años hicieron más de tres mil kilómetros de bici para llegar desde Munich a Santiago. Sí, tienen la pinta de esos personajes que toman el mundo como si éste fuera la prolongación del patio de su casa.



Voy a tener que hacerme una lista de compras para mañana a fin de ponerme al día. De momento ayer tarde tuve que hacerme la ducha con lo único que pude encontrar a mano, un frasco de Fairy que había en la cocina del albergue. Me hizo gracia ducharme con el verde limón del Fairy como si mi cuerpo fuera la acostumbrada vajilla de después de la cena, algo muy propio por otra parte para quien piensa que de los miles de productos que existen para ducharse, lavarse, maquillarse, u otros muchos ...arses, bien podía ser sustituidos por tres o cuatro, o incluso por uno, una pastilla de jabón sin más. De las maquinillas de afeitar lo mismo, ando de prestado; también me falta un cable para conectar el gps al ordenador. La electrónica funciona muy bien durante el viaje, pero cuando ésta falla uno se encuentra repentinamente en una especie de nimbo donde ni siquiera atina a encontrar el norte. Me sucedió estos día cuando con tiempo cubierto el gps me empezó a fallar y no era capaz de cargar los tracks en el otro porque el cable no iba.


Estamos a veinte kilómetros de Santiago y este provisorio final de etapa no me dice absolutamente nada. Quizás si fuera creyente las cosas marcharan de otra manera, depositaría todo el esfuerzo acumulado desde mi partida hace más de un mes en Sevilla a los pies del Apóstol, me espíritu se encandilaría en las puertas del Obradoiro, o dentro de la catedral viendo volar el botafumeiro; qué se yo. La primera vez que llegué a Santiago, hace más de treinta años, acumulando el polvillo del trigo que molían en las eras del camino, llevando conmigo múltiples colecciones de grillos que habían acunado mis vivac en un tardío septiembre, en mi retina los campanarios que se perdían en el llano de Castilla cuando mi diminuta figura dejaba a sus espaldas las campanas o el revuelo de las golondrinas o los vencejos; esa primera vez, sin saber apenas del camino de la concha y con el sólo bagaje de que por el norte corría cierta ruta que llevaba tras de sí el olor de las sotanas y el de un rastro de historia de peregrinos, llegué a tropezarme con él por la simple razón de que alguien que me llevaba en autostop y que me dejara en Egea de los Caballeros, me habló largo y tendido sobre el asunto y como resultado de aquella conversación cambié de rumbo mi viaje y en vez de dirigirme a Ordesa decidí seguir la ruta del camino de Santiago. En esa oportunidad sí, en aquella ocasión llegar a Santiago fue algo que hizo vibrar en mí cierta sensación desconocida, y más cuando ingresé en la catedral y el coro de las voces y el movimiento del botafumeiro llegó a ponerme en un estado de ánimo cercano a hacer brotar lágrimas de mis ojos. Quizás en aquel tiempo era todavía creyente y entonces en la catedral confluyeron circunstancias que yo no controlaba y que se manifestaron a la una mediante una emoción desbordante. Hoy no, creo, hoy Santiago es una etapa más, y si se me apura una etapa no exenta de molestias.



Miro con cierta risueña ironía ese empeño de Ramón por recibir esa especie de certificado que deben de extender los popes de la catedral a los peregrinos, la compostelana parece que se llama. Voy a informarme, quizás con esa compostelana en mi poder pueda librarme de los infiernos infernales que esperan a todos los ateos, adúlteros, depravados, descreídos y, como sucedía antes que por muchos pecados mortales que cometieras te confesabas, rezabas tres ave marías y ¡ala!, ya estabas otra vez en disposición de visitar a los angelitos del cielo; pues con la compostelana lo mismo gracia plena para entrar en el Paraíso sin más dilación. La cosa llegaba, o quizás llegan todavía, a tal punto que incluso si te morías inmediatamente después de confesarte, aunque hubieras asesinado a medio mundo, podías ir al cielo de cabeza. Estas cosas se tramaban en mi juventud en el ámbito de la Iglesia, no sé si ahora seguirán las cosas así, y si se continuará comprando indulgencias para habitar una parcelita en el cielo tras la muerte como Bárcenas se compra fincas en Argentina, o si se podrán conseguir indulgencias para aminorar el tiempo en que uno podría pasar por no ser lo suficiente bueno en las calderas de Pedro Botero. Uno alucina con esta clase de ingenuidades que parece sigue siendo moneda corriente entre determinada parte de la población.


Por cierto, a propósito de Bárcenas, llevo ya varias veces que le veo de refilón en la tele mientras como en algún restaurante del camino, siempre con la sonrisita en los labios, siempre haciendo frente al lado más cretino de su personalidad con esa contracción de los labios que quiere fingir ante las cámaras de la televisión la imposible demostración de su impunidad; sonrisa de chulo venido a menos de los que produce la fábrica de chorizos de determinadas instancias políticas. Lo mismo le sucedía a Camps poco antes de que todo se volviera contra él y recibiera una soberana patada en el culo que lo pusiera fuera de juego. A Undargarín también se le ve sonriendo de vez en cuando. La geografía humana de nuestro abanico político es algo que no tiene desperdicio.

La pasión de poseer y la pasión de dominar son la diversión permanente de una parte de la humanidad que no encontrando un modo de vivir en armonía consigo mismo, con los demás o con su entorno dedican su vida equivocada a joder la vida al resto. Eso del dicho de san Agustín de que la virtud está en el medio está hecho para este tipo de gente.





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