A Laxe, 26/02/13
De madrugada era otra vez una pequeña aventura dejar el
monasterio de Oseira e internarse en la noche espesa de una hora
todavía más desacostumbrada si cabe. El reloj no había dado las
seis de la mañana cuando ya me encontraba de camino buscando la
senda que discurría entre las retamas, ocultando aquélla bajo sus
ramas; el camino, parcialmente helado exigía atención y ojo al
canto para no darse de bruces sobre el hielo que se acumulaba en las
rocas aparentemente inofensivas. La senda subía apenas visible por
una empinada pendiente, a lo lejos restallaban débiles las luces
sobre un cerro cercano en el que los molinos de viento ocupaban toda
la longitud de la loma. La luna, espléndida, lucía en su plenitud
en la cercanía del horizonte. La luna lunera cascabelera que tanto
me encandila, estaba ahí para mi recreo y para dulcificar esta
extrema soledad que exhumaba la temprana madrugada de hoy. Luna fría
y lejana cuya compañía dejé allá, si mal no recuerdo, hace un mes
en los ya lejanos campos de Andalucía. Sí, un mes, más, que llevo
caminando día tras día, madrugada tras madrugada, sin que apenas el
paso del tiempo se me rinda evidente hasta caer en detalles obvios
como el de esta madrugada con nuestro satélite luminoso y amigo
apareciendo de nuevo sobre el cielo e incitándome a caminar la
noche, a buscar casi a tientas la continuidad de un camino, el rastro
de las flechas amarillas, y cuando esto no es posible, a la luz de mi
linterna sortear los charcos, los riachuelos que quedan apresados en
lo ancho del camino y convierten a éste en un lugar de difícil
tránsito. Evidentemente mi cuerpo sabe mucho más que yo, si no no
se explica que hoy, mucho antes de que el despertador se pusiera a
sonar, me despabilara yo a cierto impulso desconocido que me dijera,
venga, tío, despierta, vamos con la luna lunera cascabelera, que
está para nosotros, para ti y para mí; seguro que a esta hora no
hay más de cuatro chalados en este país que anden flirteando con la
noche y la luz fría de nuestro romántico planeta.
El barro, helado, ofrecía cierto apoyo a mis pies para
atravesar la corriente de agua; en otros lugares, donde ésta yacía
quieta, la atención puesta en la superficie resbaladiza del hielo
somero donde mis bastones resbalaban. No obstante, pese a todas mis
precauciones, esta madrugada no me libré de una estrepitosa culada.
El camino había desembocado en el asfalto y por éste corría una
discreta corriente de agua. Traté de evitarla, salté sobre la
corriente principal y, más allá, me encontré con una capa uniforme
de hielo. Pese a caminar pisando huevos y con extrema precaución,
lejos de la corriente principal el asfalto había dejado de ser
asfalto para convertirse en una uniforme e inevitable capa de hielo.
Terminé en el suelo, un bastón se fue al carajo, yo di cuan largo
era en el suelo y todavía resbalé por la pendiente de hielo un par
de metros. Más adelante, advertido del peligro del hielo, ya no
tuve engorro en utilizar la linterna cada vez que intuía que el
hielo ocupaba el camino.
Por oriente había comenzado a amanecer. La temperatura
dio un bajón, me helaba las manos y las orejas. Algún día alguien
debería explicarme por qué a esta hora en que el sol empieza a
aprestarse a salir la temperatura da un bajón considerable. Salgo de
cualquier albergue embozado, pero enseguida me sobra la ropa, me
desprendo de ella, incluso de la braga y los guantes, mas cuando
empieza a amanecer debo enfundarme de nuevo toda la ropa que tengo
hasta que el sol está discretamente alto. Un misterio a resolver.
La belleza está presente en los lugares inesperados del
día que comienza, en el barro helado, en la escarcha sobre los
prados, en el frío que se hace sentir en los dedos de mis manos, en
la nariz, en las orejas, en el rumor de los arroyos; la belleza fría
del momento, todas esas bellezas que nos parecen a veces lugares
inhóspitos, y que son una vez que uno ha empezado a habitarlos una
fuente de gozo. La austera belleza del frío.
Y cuando la mañana avanza enciendo el ipod y continuo
con Lefebvre: apoderarse de las herramientas del Estado, fuera de la
tutela de la subordinación al ciudadano para atender a los propios
objetivos del poder, a veces incluso desligados del poder económico
aunque aquel pueda en ocasiones hacer su recorrido en solitario, el
poder por el poder. Los mecanismos de acaparación del poder desde
Maquiavelo parece que pertenecieran a la cartilla elemental que todo
estudiante debería conocer a fin de defenderse del abuso y de su uso
espurio, pero no es así. Se sabe bastante bien del funcionamiento y
del monopolio con que cierta clase lo utiliza, pero nos comportamos
como si no lo supiéramos, como si cualquier desaprensivo con el
apoyo de los medios de comunicación pudiera hacerse con todo el
inmenso poder que se desprende de tener a su disposición la
violencia, los medios, la ley, un parlamento domesticado hecho para
servir los intereses partidistas más que los del ciudadano.
Cualquiera que llegue al poder, por los medios que sea, dispondrá de
herramientas de incalculado alcance, sin que tenga que rendir cuentas
de su gestión, para atender a aquellos objetivos que el partido, la
casta, pueda albergar. De seguro que los ciudadanos, olvidadizos
ellos, sin el sentido que da el conocimiento de la historia, en la
siguiente legislatura habrán olvidado y volverán a votar de acuerdo
con los esquemas de siempre, la propaganda o la diabólica
perversidad de aquellos que usan de las promesas falsas como medio
para auparse en el poder.
El frío ha cedido, el sol calienta discretamente y
ahora es el placer de caminar. A esta hora las marcas de las huellas
en el camino son numerosas, los peregrinos parecen aumentar en las
cercanías de Santiago de Compostela. Y con un pequeño intervalo en
que mi cámara deja constancia de la bella luz que ilumina los campos
y las algodonosas nubes de levante, cambio de tercio y me sumerjo en
la lectura de Junichiro Tanizaki, de nuevo el encanto de una voz de
mujer que atiende mis deseos de lectura. ¿Puede la voz de una mujer
llegar a excitar mi libido sedosamente adormecida en estos días?
Puede, hay voces de lectoras que son un peligro para un caminante
sumido en una castidad obligada, un peligro, pero también un
delicioso placer, porque al placer de la lectura se añade un placer
colateral que con sus matices, su modulación, su ritmo, su modo de
hacer vivir a sus personajes y sus circunstancias, inducen en el que
escucha una extraña sonata en la que tanto están presentes los
temas argumentales como el soterrado fluido que naciendo en la
hipófisis viene a derramarse sin que uno apenas se de cuenta por
todo el cuerpo hasta llegar a la madre del delito. Ejem, ejem...
En fin, cambiemos de tema, novela recomendable,
envidiable relato con amplias modulaciones de lo que debería ser el
final de una relación en un matrimonio, reconocimiento de que hay
cosas que se acaban, que se deben de acabar sin acritud, sin rencor,
con un cierto cariño por esa persona que te acompañó durante una,
dos, tres décadas, de la que tuviste uno, dos hijos y que ahora debe
emprender otra vida sola, con otra persona, pero a la que no
abandonarás si no estás seguro de que va a encontrar un lugar
seguro y afectivo en otros brazos lejos de ti. El mundo debería
encontrar soluciones mucho menos heladoras para solucionar los
problemas que se derivan del reconocimiento de que las relaciones
matrimoniales pueden no ser ni mucho menos hasta que la muerte nos
separe.
Terminada mi jornada de caminante paso parte del día en
Casa Ana, un restaurante en la carretera cerca del albergue de A
Laxe. A Ana le gustaría hacer el Camino de Santiago, pero el
restaurante la ata; me pareció una mujer seria y algo alejada, pero
ha bastado que Ramón, que llegó hace un rato, y yo le diéramos
motivos, para que se desatara a hablar. También se acerca su hija
Ana, una estudiante de doce o trece años que tiene problema con la
matemáticas pero que le encanta el Conocimiento del Medio.
El albergue es una chulada de diseño posmoderno, pero
un tanto helador, lo que me ha inducido a venirme a pasar la tarde
aquí, donde en la chimenea arden buenos leños de roble. Además,
después de la comida Ana nos ha dejado en la mesa una damajuana de
orujo que alimenta mi escritura. He encontrado el lugar ideal para
terminar el día. Victoria, la encargada del albergue, me dijo por
teléfono que la calefacción se encendía a las tres pero el
edificio es de techos tan altos, tiene tantos cristales, que dudo que
pueda convertirse en un lugar acogedor.
Ya casi estamos en Santiago.
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