Bilbao, 25/03/13
Me siento feliz esta mañana.
Gustazo. La escritura, el buen descanso de la noche, Ramón, su
perro... tantas cosas, bonito esto de la vida de hoy mismo. De
momento no llueve, los pájaros cantan y camino por la nacional 632,
como aquel día de lluvia después de Soto de Luiña. Sí, chico
feliz, chico contento; por demás el disfrute de la maravillosa
diversidad de las tierras de España y sus gentes. Los pronósticos
de lluvia para toda la mañana me inclinaron a huir de los caminos y
a instalarme en la ruidosa comodidad de la nacional, pero en el
momento en que me vuelvo a tropezar con la flecha amarilla del Camino
retorno a él, un cómodo carril para bicis y peatones que salta
sobre las autovías y zigzaguea por las colinas y que aquí denominan
baigorri. Mis tracks sólo son una referencia lejana en este
batiburrillo de carreteras que se dirigen a Portugalete y Baracaldo y
donde milagrosamente todavía hay espacio para que crezcan algunos
palmos de césped.
Esta mañana me sentí
agradecido con el mundo, confortado por la presencia de los otros en
algún momento de mi camino. No sé por qué pero las cosas suceden
así; recordé la compañía de Manuela allá en mi paso por Mérida,
un día en que la niebla había invadido la ciudad y el caminante,
que andaba algo despistado por entonces, terminó por encontrar en su
animada compañía un buen antídoto para la forzada soledad de
aquellos días. Es de agradecer esta suerte de encuentros. Desde que
comencé a caminar a finales de enero han sido ya muchos, el más
significativo el que tuve con el caballero andante y su cuadrilla,
Vermell y Dop; despues fue Manuel Coronado que andaba allá en las
puertas del albergue de Mérida esperándome; por la tarde sería
Manuela a la que sólo conocía como lectora de mi blog de los
caminos. Ella había aparecido por él un día y, según dijo, por
allí se quedaba si no era molestia; le contesté que era bienvenida,
que estaba en su casa. Aprecio la compañía en ese pequeño diario
que se va construyendo en torno a los olores que deja el campo,
tomillo, romero, hinojo, olor a mar, a laurel, a eucalipto, a tierra
mojada; en torno a las lluvias, los amaneceres, el manto estrellado
que precede al alba. Ni se me ocurrió que algún día pudiéramos
encontrarnos. Guardo un bonito recuerdo de aquel encuentro; cuando
nos despedimos quedamos en que nos escribiríamos, pero pasaron los
días y las semanas y los kilómetros y los caminos difuminaron aquel
instante. Hoy lo retomo, gracias, Manuela.
Después fue el encuentro con
Ramón y su cuadrilla en tierras salmantinas en el albergue del cura
Blas. Nuestro primer día juntos fue una fecha excepcional, el campo
amaneció nevado como un belén navideño, los camino estaban helados
y el paisaje era de una belleza poco común. Ramón me alcanzó
cuando empezaba a subir una loma en que los molinos de viento daban
vueltas parsimoniosos. A partir de entonces hicimos cientos de
kilómetros juntos, hasta que llegamos al espléndido mar que una
tarde se tendía frente al faro de Ribadeo. Pocos días después, en
Luarca, dejamos el camino y nos encontramos en la cuenca alta del río
Narcea, en Gedrez, con viejos amigos de los tiempos en que ejercí
allí como maestro: Azucena, José Manuel, Jose, Toño, Nieves,
Alonso... Días más tarde y relacionados con aquel tiempo me vería
con Sumill y Violeta. Y ayer mismo, después de dos semanas, tras su
regreso de Cataluña, otra vez con Ramón.
Todas estas huellas, y más
llevaba esta mañana en el cuerpo cuando me eché a caminar tras el
desayuno; me sentía realmente dichoso, misteriosamente dichoso.
El camino, cuando pasado
Baracaldo ya parecía que iba a ser comer y cantar, a la cosa le dio
por subirse por los montes, fue caprichoso, un tanto absurdo, daba
vueltas y vueltas, se desvió, subió largas cuestas y correteó de
aquí para allá por las laderas de las montañas y se alzó al final
para llegarse hasta la ermita de Santa Águeda. Sí, probablemente lo
único que quería el camino era llegar hasta la ermita, besar los
pies de la santa y regresar al llano dando una inmensa vuelta. Abajo
un camino entre los eucaliptos volvió a recorrer la cuesta arriba de
una ladera para caer más tarde a pico sobre la ciudad de Bilbao como
si estuviera bajando en un parapente. Unas larguísimas escaleras me
dejaron en la puerta del albergue.
Mi infancia es un campo de
Sevilla donde crece un limonero; Bilbao
es una noche en mi temprana juventud cuando sin un duro en el
bolsillo pasé hasta la madrugada arrebujado en un soportal esperando
que amaneciera, esperando y discurriendo con unos y con otros,
proxenetas, homosexuales, algún alma bendita de esas que siempre
están dispuestas a hacer un favor al próximo. Aquella noche tardó
en amanecer y cuando me levanté del duro lecho de la vía pública
para desentumecer mis piernas ya los trasnochadores se cruzaban con
los primeros trabajadores camino del tajo, la ciudad se ponía en
movimiento. No recuerdo ni cómo llegué a la ciudad ni cómo me
marché; sólo guardo el recuerdo de la noche y el revoloteo a mi
alrededor de dos samaritanos y algún decrépito hombre maduro con
barba de varios días al que le pesaba el cuerpo y olía a alcohol;
trató durante más de una hora de convencerme para que me acostara
con él. Bilbao es también una rápida visita al Guggenheim, un
bello retrato de mi hijo Guillermo con el fondo plateado del museo; y
es, por demás, un triste reencuentro con la hortelana, un vagar por
las calles de Bilbao a la búsqueda de un hotel después de una larga
ausencia mía de casa, un año en que decidí refugiarme durante dos
meses en los valles y montañas del Pirineo porque mi cuerpo no
resistía la presencia de los míos.
Hoy Bilbao, visto casi a vista
de pájaro desde las magníficas instalaciones del Albergue
Municipal, es un día de lluvia al final de una larga jornada de
camino, día gris con una magnífica vista aérea sobre la ciudad a
esta hora.
Con las lluvias que se anuncian
es posible que mañana se convierta en día de descanso, día de
darme una vuelta por el casco antiguo de la ciudad, día de buscar
emociones fuera del camino, acaso, en las pinturas del Guggenheim.
1 comentario:
Triste pero bonito
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