Ontón, 24/03/13
Las cinco de la mañana. Hoy
ajusto mi horario de empezar a caminar al tiempo de la primavera. Las
cinco es una buena hora para disfrutar un buen rato de la noche que
precede al alba. Se me hacía corto ese pedazo de noche en que apenas
salido del albergue ya veía sobre levante la cinta de luz del día
que comenzaba. Ahora tengo una hora más de nocturnidad para
recrearme en el silencio. Apenas salido del albergue de El Pontarrón
de Guriezo noto que el camino se llena poco a poco del rumor del mar,
poco a poco, como quien siente que la lejanía se va achicando, que
llega lentamente algo nuevo con lo que acaso no contamos y que en
pocos minutos llenará plenamente el espacio que atravesarás. Sucede
así. En la oscuridad el fragor del mar impresiona, cuando el camino
tuerce a la derecha, sólo una frágil barandilla me separa del
fragor de las olas que rompen a esta hora brutalmente bajo mis pies.
Su sonido seco y cavernoso sube como una batahola por las rocas hasta
llenar mis oídos. Me produce un cierto vahído, algo de vértigo la
cercanía oscura en la que adivino espumarajos y la violencia de las
aguas, pero no me retiro de la baranda, degusto este indicio de miedo
mezclado con la salvaje satisfacción de quien está atravesando pese
al encogimiento de estómago por la cuerda tendida en un pequeño
precipicio, a oscuras, llenos los oídos con el inconfundible canto
de alguna sirena siniestra. Es un juego, lo sé; acaso me monto una
película, pero es algo así como cuando uno monta un buen escenario
erótico para darse el gusto de emular un particular orgasmo.
Después comienza a amanecer y
entonces, fugaz, tan fugaz como una estrella mínima, recuerdo cierto
cuerpo, cierta circunstancia, cierto calor y aquello comienza a
ponerse feo, un decir; la presión arterial sube, el camino está
solitario y mi cuerpo y yo estamos dispuestos esta madrugada a
aprovechar cada instante para llenarnos ambos de sensaciones. Sí,
confieso que me gusta coleccionar sensaciones; hay quien prefiere
acumular dinero como el Rey Midas. Allá ellos. Y aquello, ya no
estamos sobre la barandilla que daba al vacío negro del mar y su
fragor, se empieza a poner de color fuego, sube de temperatura.
¡Dios!, cuántas cosas en apenas unos minutos, media hora. Lejanos
en la autovía pasan unos individuos conduciendo a una velocidad
endiablada camino de sus trabajos, adormilados; bueno, no, es
domingo, no van al trabajo; ¿dónde coño irá entonces esta gente
tan temprano, tan deprisa, por la autovía a esta hora temprana, en
lugar de estar donde la gente corriente suele estar a esta hora? No
lo sé, pero el razonamiento no logra aflojar ni un milímetro la
tensión, la fuerza con la que recorre mi sistema nervioso el
esplendor de cierta hora de la siesta en que mis manos asieron para
toda la vida aquel cuerpo. Probablemente un encuentro rutinario que
mi hipófisis guardó cuidadosamente en algún apartado lugar del
cerebro para sacarlo de tanto en tanto, en cualquier momento, en
cualquier circunstancia y arrearme con su recuerdo un sofocón de
inevitable y rotundo placer. Amanecía, no hacía calor, tuve que
echarme a un lado en el camino; oía mi propia voz perdiéndose en un
salto espectacular sobre el ancho mar que empezaba a tintarse
débilmente de un violeta pálido. Luego, mi respiración se fue
sosegando lentamente. Frente a mí el mar descorría su velo y se
hacía azul y sedoso; en el horizonte el sol empezó a alzarse entre
unas nubes pesadas y oscuras. Aproveché para hacer unas tomas con la
cámara.
Y estas fueron mis dos tempranas
experiencias matinales. Después, cuando el camino tiró a la derecha
para atravesar la autovía por debajo, yo continué de frente; no
quería dejar la orilla del mar, el mar me chifla, sí, señor, me
encanta el mar. Sé nadar malamente, no buceo, aunque me encantaría,
apenas me sé sostener en una barca, pero he leído montones de
libros relacionados con el mar, a Joseph Conrad le he leído todo,
todas sus novelas, incluidas aquellas que no tratan temas marinos; él
me descubrió parte de ese mar que tanto me gusta. Una vez estuve en
un tristrás de enamorarme de una amante del mar, se hacía llamar
Mer, de la mer, nuestras conversaciones marinas recorrieron de aquí
para allá muchas veces el parque del Retiro y algunas calles de
Madrid cuya nocturnidad hacían posible recrear el escenario de las
playas de Ibiza o Mallorca. Si a mí me hubieran encargado diseñar
este Camino Norte de Santiago lo habría trazado sin ninguna duda de
manera que el mar estuviera siempre a los pies de los peregrinos.
Bueno, pues entro en un bar de
Castro Urdiales y, apenas he pedido un bocadillo, un zumo de naranja
y un café con leche, cuando se me hecha encima Nacho, un hombretón
de Vitoria que lleva el aspecto de vestir e imitar a algunos de los
personajes de la novela de Chandler; esos individuos que, sintiéndose
más listos que el resto del universo, hablan un lenguaje que un ser
algo adormilado por la visión marina como un servidor no es capaz de
descifrar del todo, al menos en los primeros cinco minutos. Y es que
el tío necesitaba a un interlocutor y viéndome descargar un macuto
y vestido con chaleco de cazador de elefantes debió de imaginarse
que se trataba de algún extra de la película de Las nieves del
Kilimanjaro y se echó sobre mí para apabullarme con sus
lecciones de lingüística. Para empezar el vasco, se refería al
idioma, había sido contaminado miserablemente. Como ya empezaba yo a
despertarme y él había lanzado un largo monólogo, mientras con una
mano sostenía una copa de zumo de naranja y con la otra una
hamburguesa, se me ocurrió contestarle que el término contaminado
aplicado a una lengua era una bobada, que las lenguas se nutren del
contacto con otras culturas y otras lenguas y que no hay lengua pura
que exista en este planeta... que todas deben de estar contaminadas.
Lo que sin duda ha enriquecido por demás a todas ellas. Como por ahí
no encontró salida y él necesitaba ensalzar lo vasco a toda costa
quiso decir algo así como que los que usábamos el castellano apenas
si sabíamos pronunciar las vocales, que habíamos perdido el habla
de Cervantes, que nuestra pronunciación era deficiente. Le contesté
que no había nadie que conociera el habla de Cervantes, que vaya
usted a saber si además de manco no era mudo. Había en él un
agresivo resentimiento para todo lo que no fuera vasco, como si los
ciudadanos de a pie les hubiéramos robado el idioma durante décadas.
Se quejaba de que los jóvenes de hoy hubieran tenido que aprender su
lengua no de sus padres sino de sus abuelos.
Se me estaba enfriando el café
con leche, le pedí disculpas y me senté. Todavía se acercó dos o
tres veces a mi mesa con intención de poner algunos puntos sobre las
íes.
Merodeé largamente por colinas
y valles verdes sin más incidentes, encontré gente amable que se
paró a conversar conmigo. En algún momento a mi teléfono se le
acabaron los mapas y la línea del track empezó a nadar sobre un
fondo azul claro; para más inri, cuando ascendía por la ladera de
una montaña por un camino muy cuco, mi navegador, el teléfono, se
puso a chillar, un chillido que quiere decir que estaba fuera de
ruta; encendí la pantalla, la línea del track también había
desaparecido, allí sólo había niebla azulada, nada. Mientras
encendía el garmin me decidí a cargar nuevos mapas para consultar
dónde coño me había perdido. Encendí el portátil y le pasé la
información al teléfono. Si seguía por el camino actual me iba a
la Chimbamba, eso decía el mapa. Tuve que retroceder cosa de un
kilómetro o dos para retomar el camino correcto.
Bueno, y una cosa más, Ramón
estaba en camino. Al amanecer había tomado una instantánea del mar
y se la había mandado con un guasap y el buenos días de rigor;
también añadía: bienvenido de nuevo al Camino. No tardó en sonar
el teléfono, acababa de entrar en la autopista, contaba con estar
junto a mí sobre las seis de la tarde. Todavía anduve por cuatro o
cinco horas. Llegó mucho antes, nos encontramos frente a una
espléndida vista del mar. Apretones de manos, un abrazo, la alegría
de volvernos a ver. Pasamos parte del día junto al agua, no, no
hacía tiempo para bañarse, el único que se bañó fue Dop. Por
aquí no hay albergues que valga y si los hay los abren en verano.
Proyectamos poner la tienda en un lugar junto al agua, pero después
comenzó a llover, terminamos en un hotel cercano.
1 comentario:
Vaya con los paelanchines
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