Boimorto, 02/03/13
También había gente ilusionada que traía el rostro
lleno de los kilómetros del camino, un hombre joven que vestía un
cortavientos amarillo y al que sorprendió una nevada de más de
medio metro de nieve en Roncesvalles y que llevaba una felicidad muy
particular en el rostro. Pensé que sí, que era un modo muy muy
natural, esta madrugada, el camino, el frío, para llenarse el cuerpo
con un poco de feliz estar.
Y trato de escribir en un bar de Boimorto. Terribles
televisiones en todos los rincones del país de las que no es posible
huir, que te persiguen con el volumen a toda pastilla y frente a las
que no valen tapones de cera ni apretarlos hasta los mismísimos
tímpanos porque los líos de Bárcernas, de PPSOE, los chismes del
momento me atraviesan el cerebro e impiden que pueda tener una
mediana concentración para completar mis notas de ayer. Sí, una
odisea aislarse, rodearse de una muralla invisible capaz de
encontrarme con alguno de esos peregrinos con los que me crucé ayer
de madrugada y a lo largo de la mañana.
Amanecía lindo por mi derecha y el sol doraba el campo
con un zumo anaranjado que filtrándose entre los altos eucaliptos
caía sobre los prados a esta hora vistiendo el terciopelo níveo que
la noche había depositado a la largo de la noche. El peregrino que
venía de frente me miraba extrañado, tenía la misma pinta que
tengo yo cuando pongo el motor en marcha y me olvido de las señales
y tiro con la cabeza baja hacia delante sin cuidarme de las flechas
amarillas. Según me acercaba me miraba intrigado convencido ya de
que él mismo, perdido en la bruma mañanera había errado el camino
en algún sitio y caminaba con Santiago a la espalda en vez de
tenerlo delante. Dio un respingo de alivio cuando le aseguré que yo
no iba a Santiago, que venía de allí. Llegar a percibir en algún
momento que uno se está equivocando, que erró el camino, que en la
vida, como la paloma confundió el mar o la noche con la mañana, es
un asunto para asustar a cualquiera. De ahí el alivio de quien
descubre al fin que mediada una edad avanzada o un camino largamente
pisado, su rumbo tiene una buena dosis de acierto en sí. Mira que si
pasados los sesenta un día te despiertas y descubres que llevas tres
o cuatro décadas de camino equivocado, de relación chunga con tu
pareja o tus hijos, de relación rara con el mundo o contigo mismo.
Pues apaga y vámonos entonces. A mí siempre me dio una enorme
pereza cuando, llegado a un punto y descubriendo que me había
equivocado de camino, volver a dar marcha atrás; tener la presteza
de retroceder y volver al itinerario justo no siempre está de acorde
del temperamento de uno que normalmente opta por coger el gps y
alcanzar campo a través el punto correcto, algo que en la vida o no
es posible o si lo es requiere echarle un par de... un hacha, un
machete o una potente desbrozadora. Cuando vas cumpliendo años es
posible que le asalte a uno con cierta recurrencia el pensamiento o
la sospecha de que uno se haya equivocado en una parte considerable
de esa singladura que es la vida. ¿Fue correcta la educación que
diste a tus hijos? ¿Cuidaste suficientemente tu relación con tu
pareja? ¿Lubricaste a menudo el engranaje de tu relación con el
mundo, con tus compañeros de trabajo? ¿Fue tu comportamiento
político y social coherente con tu ser íntimo? ¿Lograste matizar
ese egoísmo natural que guía a todas las especies? Interrogantes de
esta especie pueden asaltar en cualquier instante cuando uno se va
introduciendo en la espesura de una edad sin retorno.
Allá adelante, en la curva del camino que pasaba
hundido entre dos hileras de grandes árboles retorcidos cubiertos de
una espesa capa de líquenes podía ver ahora a un hombre grande
tocado con un sombrero de ala ancha que consultaba con aspecto algo
perplejo su teléfono o su gps. Imaginé enseguida que se trataba de
otro supuesto despistado. Buen día, le saludé amigablemente. Tenía
una voz fina, interrogadora, dulce; quizás fuera indio, sus labios
sensuales destacaban bajo su rostro moreno. Llevaba alrededor de su
cuello un pañuelo de seda rosa estampado de figuras de la mitología
del subcontinente indio. Era el mismo que yo llevé durante años
hasta que se cayó a trozos, me gustaba un montón; lo utilizaba en
el cuello para abrigarme, en la frente para retener mi sudor, de
toalla cuando no tenía otra cosa a mano; me pareció que era cosa de
magia que ese individuo con el que me cruzaba en la hora ambigua del
alba llevara el pañuelo que me comprara en Varanasi en mi primer
viaje a la India, allá por el año ochenta y cuatro. Se lo dije, ese
pañuelo lo tuve yo en alguna reencarnación anterior, me lo regaló
un tipo de Benarés. Pablo, soy Pablo me había dicho enseguida, me
miró con una media sonrisa. Dejó de juguetear con el teléfono, en
el que me pareció que buscaba la confirmación de que estaba en el
camino correcto, y se interesó por mi hoja de ruta. Cuando le dije
que era de Madrid enseguida se ofreció a regalarme su guía que ya
no necesitaba. La sacó de su bolsillo de atrás y no esperó a que
yo la aceptara. Soy Pablo, dijo con una voz particularmente dulce que
me hizo pensar en una de esas personas tímidas, como un servidor,
que recorre el mundo sintiendo en sí una especie de barrera entre él
y el mundo que le rodea, y que cuando llega haber un contacto es con
un notable esfuerzo por su parte.
Mi siguiente encuentro notorio, antes habían sido
pandas de adolescentes y un regimiento del ejercito noruego, se
produjo ya muy entrada la mañana; cruzando una carretera, al otro
lado, sentados sobre un gran tronco caído a la vera del camino,
había dos individuos muy particulares a cuyos pies yacían dos
tremendos macutos que debían de rondar los treinta kilos si no eran
más. El mayor, sesenta y nueve años tenía, me dijo, llevaba un
abultado abrigo de cuya capucha emergía el enigmático rostro de
barba entrecana de un anciano con aspecto de santón. El otro, su
nombre era Alberto, llevaba en el rostro la marca evidente de miles
de kilómetros, una de esas personas cuyo cometido en la vida es
hollar de por vida los caminos del mundo. Ambos eran dos
caminantes-vagabundos que habían reunido sus fuerzas a la salida de
Santiago para aliarse en la empresa común de llegar a Roma
caminando. Alberto, sin un duro manteniéndose de trabajos eventuales
o pidiendo en las puertas de las iglesias; y el otro, Andrés, el
mayor viviendo con una pensión de seiscientos euros. Cuando les
pregunto sobre los caminos que llevan encima, Andrés hace un gesto
ambiguo como diciendo no sé, treinta o cuarenta mil kilómetros. Me
dice que no hace mucho fue caminando desde Barcelona a Cadiz y volvió
con una cruz a cuesta que pesaba treinta kilos. Alberto fue Roma ya
caminando a través de los Alpes e hizo el camino de vuelta, siempre
con los bolsillos vacíos. También ha recorrido toda España en
múltiples direcciones. En su haber está cierta peregrinación que
trata de reconstruir los puntos energéticos más importantes de
España, me dice, y que forman entre sí el dibujo de la cruz de Tau
(dejo para más adelante la investigación de esta cruz medíatica
que según él data del tiempo de los templarios), cuyos extremos lo
forman el Monasterio de Montserrat, el cabo de Turiña en Galicia, y
cuyo centro se sitúa en el monasterio que hay en el comienzo del
desfiladero del río Lobos en la provincia de Soria, y que conozco
bien. La historias que cuenta Alberto dan para llenar un libro.
Alberto viaja con un perrito mínimo que recogió en los
Alpes y que se pone como una fiera cuando pasan otros peregrinos pero
que hace buenas migas conmigo y da saltitos de gusto cuando le
acaricio. Pero amigo, el perrito, que responde al nombre de
Peregrino, está más salido que todas las cosas y agarra mi brazo
con todas las fuerzas e intenta follar con él. Le miro compasivo,
pobre, con lo bien que estaría él con una perrita. Y no tengo más
remedio que recordar mi mañana temprana cuando todo mi cuerpo se
despertó dulcemente al olor de los narcisos que aparecieron en forma
de una muchacha en flor esta misma madrugada. Nuestra humanidad
catalizada por un desmesurado deseo de ser una especie superior y muy
distinta de los otros seres vivos del planeta pierde el norte
enfatizando esas diferencias cuando acaso deberíamos hacer un
ejercicio de humildad y reconocer nuestros débitos, nuestras
semejanzas con las otras especies animales. Tantos siglos
criminalizando nuestra animalidad como rastro anatómico a desechar,
criminalizando especialmente la Iglesia, que nos hacía semejantes a
Dios, salidos de sus manos, que todavía da apuro decir las cosas
como son, ver cuán cercanas y semejantes son nuestras necesidades.
¿Llegaremos algún día a ver en un plano similar y natural en
nosotros eso que le sucede esta mañana a Peregrino, salido hasta el
punto de querer hacerlo con cualquier cosa u objeto que él pueda
abrazar con su cuerpo? Maldita pudibundez, mema hipocresía que puede
llegar a avergonzarnos si otros supieran que cualquier madrugada de
invierno uno puede llegar a fornicar con un árbol, con la arena de
la playa mientras tiene en su cabeza el bonito cuerpo de la imagen de
alguna mujer que quedó grabada en su retina horas atrás, semanas,
incluso años?
Volveríamos a encontrarnos en un prado donde yo había
sacado el portátil para continuar con mis notas mientras esperaba a
Ramón al que sacaba dos o tres kilómetros de ventaja. Alberto venía
solo. Andrés abrumado por el peso había decidido coger el autobús
hasta Arzúa donde le esperaría. Alberto habla de él, dice que es
un iluminado, que se cree hijo o padre de Jesucristo, que debe llegar
alguna misión importante en su peregrinación a Roma. A la noche,
cuando después de cenar entré en la habitación del albergue me lo
encontré allí (Alberto había buscado otro lugar para pernoctar,
probablemente se habría acogido a la caridad del párroco de Arzúa);
Andrés estaba organizando su macuto, me miró apesadumbrado, como
quien a duras penas tiene fuerzas para asumir la ardua peregrinación
que se había propuesto. Hablamos, no sabe qué hacer. Le pregunto si
continuará camino al día siguiente y me responde que no lo sabe,
que él tiene otros deberes, que lo suyo es tarea de iglesia. A la
media luz de la habitación su rostro, el rostro duro y despreocupado
de la mañana, se ha dulcificado, tiene cierto halo de hombre de otra
especie, cierta mirada que me resulta conocida y que he visto en los
ojos de algunos sadhus de la India. Estuvo tosiendo de una manera
estrepitosa toda la noche. Solo, perdido en un albergue de
peregrinos, con treinta y tantos kilos a la espalda, setenta años...
me despertaba de vez en cuando por la noche y no paraba de
interrogarme sobre este hombre.
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