Olagüe,
30/04/2013
Coge
a un puritano, sedúcelo y su agradecimiento
será
infinito una vez convertido a la alegre causa
de
los desinhibidos. (En
La mujer desnuda,
de
Lola Beccaria)
Empezaba
a amanecer y por la ventana de la habitación entraba la turbia luz
de las alturas, pobre, gris, un tanto triste. Me levanté a echar una
ojeada, nada, no se veía absolutamente nada, fuera el tiempo se
había detenido, la venta yacía envuelta en su sudario de niebla.
Volví a la cama. Está bien un hotel, pero creo que prefiero
despertarme dentro de mi pequeña tienda de campaña, allí yo y la
naturaleza somos más la misma cosa.
Ramón
se quedaba en la venta un rato más. Yo crucé la carretera y subí
un kilómetro hasta donde el GR-12 se cruzaba con ésta. Era una
mañana ideal para caminar, la visibilidad era de unos pocos metros y
la senda discurría entre las hayas somnolientas. Un kilómetro más
allá el GR-12 y el camino Baztanés se separan. Volvía a
encontrarme con las flechas amarillas que se metían a saco en un
espeso hayedo donde las hojas todavía eran tiernas y relucientes.
Tantos días de lluvia… El suelo parecía una esponja saturada,
caminar sobre la espesa capa de hojas era como hacerlo sobre un
grueso colchón de gomaespuma de dos palmos; bajo él corría el
agua.
Era
mi momento para la lectura, hoy no había que trajinar ni con el frío
ni con la nieve, ni siquiera con grandes cuestas, era un auténtico
paseo ideal para sumirse otra vez en las profundidades de cualquier
libro: los orígenes de la guerra en los primeros pobladores, los
problemas derivados de la escasez de la caza, la necesidad de
controlar la población femenina o de ancianos mediante métodos
expeditivos. El asunto de cómo y por qué se producen los conflictos
bélicos en aquellos primitivos grupos da idea de una larga historia
de desafueros en el desarrollo de la humanidad. Cuando mi amiga Rita,
que ahora ejerce de competente estudiante, días atrás descartaba en
una fogosa conversación unos cuantos temas como fuera en absoluto de
su interés, creo que hablábamos de geografía humana, a mí se me
ocurría que Rita debía de encontrar tiempo para tratar de
profundizar en alguno de aquellos asuntos. Se me ocurre; se me ocurre
porque veo tan apasionante cualquier tema relacionado con el hombre,
que imagino que nunca tendremos tiempo suficiente para adquirir una
mediana visión de conjunto de todos los aspectos que nos conciernen
como humanos. La pasión por conocer, por saber, por tener idea sobre
los mecanismos que nos mueven, su historia, el complejo mundo de sus
interrelaciones. Esa sensación siempre de cumplir años y presentir
que uno está a medio hacer, que sólo a medias conoce el mundo en
que vive.
Pero
igual sirven los argumentos de la narradora de la novela (La
mujer desnuda,
de Lola Beccaria) que sustituyó más abajo, en los límites del
hayedo, el discurso antropológico de Marvin Harris por otro en donde
la protagonista trataba de hacerse una idea de alguna insatisfacción
de fondo con palabras como éstas: No
estamos mal follados sólo de cintura para abajo, estamos mal
follados de cuerpo entero, porque el deseo no es sólo sexual y el
deseo que no se satisface puede producir la misma cara agria que la
falta de un buen polvo.
A Lola Beccaria la había tenido que dejar dos días atrás en un
momento en que un enorme árbol caído en el camino me obligó a
hacer verdaderos equilibrios de malabarista en una fuerte pendiente
embarrada. Allí me quedé luchando con el barro y poniéndome
perdidita toda la ropa con una arcilla pegajosa de la que quedó
muestra en toda mi impedimenta mientras mi protagonista filosofaba
sobre su vida sexual. Cuando alcancé el labio del camino, trepando a
cuatro patas en el barro, mi ipod estaba tan embadurnado que temí
que no volviera a querer leerme una novela más. Después llegó el
frío y todo lo demás y mis lecturas enmudecieron. Ahora, camino del
sur, vuelven a acompañarme, vuelvo a esa idea que mantenía la
protagonista de que le parecía fundamental estar bien follada.
Esta
extraña mezcla de estudios antropológicos con la narración de un
muy temprano alumbramiento a la vida sexual fue la materia de la
parte más importante de mi paseo, prácticamente hasta que el camino
abandonó los hayedos para serpentear por prados dedicados al pasto
ya en las cercanías de Lenz. De allí hasta el albergue de Olagüe
no había más de cuatro kilómetros.
Ramón
llegó una hora más tarde. La vida de los albergues vuelve a ser
nuestro lugar de acogida; en ellos nos sentimos como en nuestra casa.
Es la hora de la merienda. Ramón se fue a buscar pienso. Ahora mismo
entra por la puerta, no ha encontrado pienso y trae una enorme barra
que debe pesar un par de kilos, leche y lentejas: será la cena de
Vermell. A Vermell convaleciente Ramón lo cuida más que si fuera
una novia ocasional encontrada en los misteriosos vericuetos del
bosque.
1 comentario:
Al final siempre se encuentra cobijo.
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