Madrid-Irún,
25/04/2013
Mañana
temprana de tren camino de Irún. Las previsiones del tiempo no son
muy allá pero en algún momento habría de volver a retomar mi
camino abandonado a su aire desde hace más de tres semanas. Llevo
conmigo una colección de variables para cruzar desde el Cantábrico
hasta Ampurias, pero todo depende de las condiciones metereológicas
y de la cantidad de nieve que pueda encontrar en mi/nuestro camino.
Ramón, tras algunos días de descanso en las cercanías de Donostia
y de atender alguna irregularidad en el fatigado cuerpo de su rocín,
Vermell, que andaba aquejoso y extremadamente cansado en los últimos
días de su recorrido, partirá a su vez camino del Roncal donde es
probable que volvamos a reencontrarnos, casi con toda seguridad entre
nieblas y lluvia. Como el tiempo está algo loco este año y como los
albergues se acabaron y hay que apencar con tienda de campaña,
equipo de cocina y provisiones porque no encontraremos ni mucho menos
todos los días una tienduca en que surtirnos, resultó que el macuto
sufrió un no despreciable incremento, razón por la cual me vi
obligado a revisar minuciosamente mi impedimenta sustituyendo enseres
de invierno que me harían falta para recorrer el GR-11, por ropas
más livianas que me obligarán a caminar más al sur. Ya veremos, el
vagabundo que llevo conmigo ya me irá dictando cada día el ritmo y
la latitud por la que he de moverme.
El
relato se interrumpió, yo perdí mis hábitos y el entorno diario
que había creado durante los meses de invierno de camino, y ahora
noto el cuerpo atorado y mis disposiciones desmadejadas. Necesito
volver a encontrarme con la noche previa a la madrugada, con la
fatiga, con rincones de belleza que pueda ir recogiendo cada día con
mi cazamariposas para sembrar mi blog y mis anotaciones de este
diario de manera parecida a como lo hice en días pasados en la
huerta, en nuestra parcela rebosante ya a estas alturas de una
espléndida primavera. Las imágenes y la escritura tienen, sí,
condición de semillas; no son algo estático, un sólido condenado a
la inanición; la capacidad de mutación que las palabras y las
imágenes tienen es capaz levantar ánimos, sofocar perezas y
levantar cualquier tipo de proyectos. Me sucedió estos días atrás
cuando, enfrentado a la tarea de organizar el material fotográfico
del invierno, aunque me viera un tanto abrumado por la cantidad del
material, poco a poco fui empezando a degustar de nuevo rincones que
las imágenes traían a mí cada noche procedente de los campos de
Andalucía, Extremadura, Salamanca, Zamora, Galicia, un mes y pico de
instantes, de caminos que resucitaban cada noche a la luz del
Photoshop para realzar un detalle, intensificar una luz, crear un
contraste, restituir el verde brillante de los robledales a su
condición primera; un trabajo también de selección que dejó una
abultada colección de instantáneas en una discreta y esencial
muestra de mi paseo. Las fotografías y la escritura son los ahorros
y la inversión de gente desmemoriada como un servidor. Ellos
servirán para recuperar las horas que la memoria y el recuerdo,
ambiguos y gandules en mi caso, van dejando como hilachos perdidos en
el barullo de los acontecimientos y los paisajes que uno va
atravesando. Y es que a veces me asombro de cómo a mi memoria si no
se la dota de hitos y señales, nombres, circunstancias, un paisaje
particular, se pierde, se desorienta, le cuesta encontrar cabos y
rostros. Sin lugar a duda ellas serán para el futuro el bastón de
ciego con el que ir hurgando en el tiempo y sus hechos. Uno es mucho
lo que ha vivido y, careciendo de buena memoria, bien está que esta
pueda gozar de la asistencia que le proporciona aquellas.
El
paisaje tras la ventanilla transcurre indiferente y como cosa en
exceso sabida: Segovia, Valladolid, Burgos, campos, pequeños
pueblos, choperas, el desvaído perfil de algunas lomas ocres.
También el paisaje se desgasta en el fondo de nuestros ojos. Si
tuviéramos que vivir cientos de años me temo que nuestra capacidad
de admiración habría de sufrir un considerable deterioro. Lo nuevo,
un paisaje excepcional, un cuerpo de mujer tocado temblorosamente por
primera vez, un hermoso y salvaje valle que descubrimos una madrugada
al pie de una montaña en donde hemos vivaqueado, un país, un rincón
de la ciudad vieja de Delhi en que maravillosamente nos hemos
perdido, parecen como condenados a la inevitable erosión que no
sólo desgasta las enormes montañas del Himalaya, sino que se lleva
por delante nuestra capacidad de soñar, de ilusionarnos, de… La
gran ley de la vida, esa apisonadora que con sus conclusiones
mayestáticas y su lógica de convertir en rutinaria prosa la
magnífica poesía de otro tiempo, parece estar ahí, a la vuelta de
la esquina amenazándonos con la extrema y sórdida lucidez de sus
argumentos. Y me acuerdo ya mismo de mi sobrina sobre la que ayer oí
discutir a Victoria y a su hermano, discutir sobre la conveniencia o
no de que participara su hija en una manifestación hoy en Madrid que lleva
el lema de Asedia
el Congreso. Ya lo
dije hace unos días, hace mucho que me defiendo a capa y espada de
la agresividad de los medios, no leo el periódico desde hace tiempo,
no estoy informado, soy un bicho que ama el mundo y sus habitantes y
que va de aquí para allá degustando, antes de que la apisonadora de
la no-curiosidad haga estragos, todo este bello planeta. Sirva lo
anterior de disculpa a mi ignorancia sobre dicha manifestación o
cualquier otro acontecimiento político de estos últimos meses. Mi
cuñado quería explayarse con su hermana a raíz del decidido
propósito de su hija, muy muy joven, de participar en una
manifestación con la que él quizás no estaba de acuerdo y en la
que podía llover por demás cualquier tipo de cosa, incluidas
porras, pelotas de gomas o gases lacrimógenos, que de todo puede
haber con bestias como la tal Cifuentes. Bueno, pues yo oía a
Victoria al teléfono decir: pues incluso prohibirle sin más ir (a
la manifestación) y la verdad es que me daba una cierta cosa por
dentro; no dije nada, pero me parecía un despropósito. No hablo de
política, de cuestiones prácticas, hablo del calor de la pasión,
del fuego de la curiosidad, de la sangre que hierve en las venas de
la gente joven. El otro día leía yo en un libro propio, La
edad madura, a
propósito de un libro que leía el protagonista de la misma: Si
no ardes mueres. ¿No
es nuestra condición de arder, nuestra pasión, equivocadas o no,
nuestra más genuina condición en el hecho de existir? ¿No es esto
por sí mismo lo que a lo largo de la vida cuenta como la esencia de
nuestra vida misma, ese poco tiempo que vivimos con intensidad y que
acaso puede perderse en la inmensidad del páramo que es la rutina
del resto de la vida. ¿No es vivir arder y lo demás acaso esa
estepa que necesitamos atravesar para llegar al siguiente fuego, a
las llamas que son el verdadero sustento de nuestras almas?
El
paisaje de esta mañana, ya lo dije, es plano, aséptico, nada arde
en él. Yo ahora voy camino del Pirineo y, al hilo del párrafo
anterior, si quisiera preguntarme sinceramente a qué coño voy allí
no tendría más remedio que contestarme: Sí, voy a ver si ardo un
poco, sí, voy en busca del fuego; a ver si hay suerte y encuentro
una bonita llama que siga alimentando con cierta fuerza mi vida.
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